“… esa leyenda negra será después celeste. . .borrados su afanes revolucionarios, olvidadas sus reivindicaciones, lavado su programa, le harán una mortaja de retórica y bronce”.
Carlos Machado. Historia de los Orientales
Por María Luisa Battegazzore
Alguna vez escribí que “la forma en que se entienden los procesos históricos tiene una estrecha relación con la forma en que se hace política -es decir, en que se hace la historia” (1). También se cumple la recíproca: las orientaciones políticas del presente condicionan nuestra memoria selectiva –y asimismo la investigación- del pasado. Nuestra mirada a la historia es también histórica.
En este sentido habría que diferenciar la investigación y elaboración científicas del manejo político-ideológico que se hace de los acontecimientos o los personajes del pasado para la construcción de una memoria social dirigida a la implantación de valores y sentimientos, desde la apropiación de un legado, real o supuesto.
En el primer caso, es comprensible que el historiador atienda a aquellos aspectos que le parecen de mayor importancia, y esa jerarquización es, en gran medida, producto de su tiempo y sus propias preocupaciones intelectuales, axiológicas e incluso sociales o políticas. Las circunstancias influyen de muchas maneras, aún en las condiciones de la publicación. Si hubiera dependido del presupuesto de la UDELAR que patrocinaba la investigación, aunque no la financiaba, el gigantesco trabajo de Sala, Rodríguez y de la Torre no habría visto la luz. Y el acuciante presente que éstos vivían –basta mirar las fechas de edición- no dejó de influir de otra manera. En la advertencia “Al lector” que abre La revolución agraria artiguista, señalan que una tercera parte prevista en el plan original no pudo ser incluida, pues hubiera exigido una larga postergación. “Hemos entendido que nuestra obligación, en las horas que vivimos, es transmitir el acopio de conocimientos a que hemos llegado”(2). Era 1969; era la “hora de los hornos”.
Asimismo, no es posible negar legitimidad a la construcción de una memoria social, con los componentes afectivos que la integran, siempre que se atenga a la verdad histórica en su complejidad y no a una narración recortada o ficticia de los procesos del pasado para acomodarla a las necesidades y objetivos particulares del presente. En este sentido, José Pedro Barrán advierte que el culto a Artigas puede llevar a una traición a la historia, un encubrimiento del contenido de la revolución, de los procesos sociales y su dinámica, de la influencia de los colectivos sobre la orientación y las decisiones de Artigas, a quien caracteriza como “conductor y conducido” (3). Líber Falco lo dice con singular belleza y verdad: “Lentamente, como todo lo que permanece, /Un hombre creció hasta su pueblo”.
El último reportaje a Lucía Sala antes de su muerte dice: “… la historia siempre se revisa. (…) En nuestro país pienso que la historia ha tenido siempre un peso ideológico muy grande. El héroe nacional es una construcción histórica. (…) Digamos que el análisis de Artigas, como el de cualquier otro personaje de tal gravitación en la historia, no es sólo un fenómeno científico; es también un fenómeno ideológico” (4).
Es sabido que la mirada sobre Artigas ha cambiado con los tiempos: de la leyenda negra a la exaltación del héroe, como fundador de la nacionalidad, una presentación errada pero necesaria para la construcción del débil Estado Oriental, nacido de la Convención Preliminar de Paz y la intervención británica. Artigas, como elemento de identidad nacional, también será útil para integrar a los inmigrantes, que afluían por miles. Se teme, particularmente en la segunda mitad del siglo XIX y comienzos del XX, que ese flujo pueda ahogar la cultura de la joven e inestable sociedad receptora.
Las recurrentes revoluciones y golpes de Estado ponen en primer plano la identificación de Artigas con la institucionalidad republicana; más tarde, coincidiendo con tendencias del revisionismo histórico argentino, se resaltan los contenidos de federalismo y “patria grande”. En una época de crisis orgánica y de ascenso de las luchas sociales y políticas, cobra mayor significación la dimensión socioeconómica de la revolución y el enfrentamiento de clases en su seno.
Recientemente, dentro de concepciones que tienden a ver la Historia y hasta los documentos como relato y representación, la consideración de los procesos se hace secundaria y se prefiere el recuento de lo anecdótico, lo privado, lo cotidiano, podríamos decir, una historia micro, que a veces se convierte, estrictamente, en un relato. Cobran relevancia la vida privada de Artigas, los hijos, sus mujeres. Y aparece una perspectiva enfocada en lo local, que puede aportar mucho en pormenores, detalles y matices que corren el riesgo de perderse en el marco más amplio en que una región está inserta. Tal es el caso del trabajo de Ana Frega, Pueblos y soberanía en la revolución artiguista.
A mi modo de ver, todo enfoque, toda orientación, enriquece la elaboración histórica, siempre que se remita, con rigor científico, a los hechos que efectivamente tuvieron lugar en el pasado. En ese sentido la ingente investigación que produjo una serie de obras fundamentales en nuestra historiografía como las de Lucía Sala, Julio Rodríguez y Nelson de la Torre (5) aporta la comprobación de un hecho, negado o minimizado muchas veces: la magnitud que alcanzó la redistribución de la propiedad territorial durante el período, así como el origen de esa negación en el despojo de los donatarios artiguistas en el Uruguay independiente.
Artigas en la política: de la leyenda negra a la exaltación
De hecho la reivindicación o negación de Artigas siempre tuvo color político, al igual que la de otros acontecimientos o personajes históricos. Las efemérides y el nomenclátor son signos de la valoración y la memoria que una época quiere construir. En los primeros años del Uruguay independiente no se conmemora ningún acontecimiento del período artiguista. En 1834, durante la presidencia de Rivera, se promulga una ley que establece el 18 de julio como la gran fiesta cívica de la República, a la que se agregan el 25 de mayo, el 20 de febrero (batalla de Ituzaingó) y el 4 de octubre, que nadie recordará qué significa: es la fecha de la ratificación de la Convención Preliminar de Paz. No se celebran tampoco los hechos de 1825 o que den protagonismo a Lavalleja.
Durante la Guerra Grande, por iniciativa de Andrés Lamas, en 1843 el nomenclátor montevideano elimina los nombres de santos de la época colonial para exaltar acontecimientos del período 1825-1830: Treinta y Tres, Rincón, Sarandí, Ituzaingó, Convención, 25 de agosto, 18 de julio, por mencionar algunas. El período fundacional de la revolución emancipadora es ignorado, con excepción del 25 de mayo y la batalla de las Piedras, designación luego reducida a un incomprensible “Piedras”. El himno argentino en su versión completa recuerda ésta entre otras batallas de la independencia, mientras que el nuestro no incluye ninguna mención a esa época.
El primer homenaje a Artigas proviene del campo sitiador, poniendo su nombre a un tramo de la que luego sería avenida 8 de octubre. Esa diferencia probablemente se relaciona con las distintas actitudes de sus caudillos respectivos, Rivera y Lavalleja, ante la invasión portuguesa.
Durante el período marcado por la “política de fusión” y el alineamiento de doctores y caudillos contra las divisas, es lógico que se recurra a Artigas como símbolo de la unidad nacional y, sin temor al anacronismo, de la superación de los enfrentamientos partidarios. La victoria de Flores y Oribe sobre los doctores “rosados” ayuda a resaltar la figura de Artigas como caudillo o protocaudillo, lo que contribuye a incrementar el rechazo de la clase ilustrada que monopoliza la prensa y toda comunicación escrita.
Bastaría seguir el patético peregrinaje de los restos de Artigas luego de su repatriación en 1855 para percibir las fluctuaciones de una valoración sujeta, como el destino de sus huesos, a los vaivenes de la política. La caída del Gral. Flores del gobierno determinó que quedara abandonado en la aduana, a pesar de la protesta de Leandro Gómez, desde el diario La Nación. Gómez reivindica a Artigas como modelo de abnegación, honradez y patriotismo. Tiene que transcurrir un año para que, bajo la presidencia de su pariente Gabriel Antonio Pereira, se tribute a Artigas un funeral público con bastante esplendor y solemnidad. La modesta urna original hecha por un hojalatero en Paraguay –costó 30 patacones- fue sustituida por otra de madera fina, que desfiló cubierta por la tricolor artiguista en una de sus versiones –la de la franja roja en diagonal, que en 1952 será oficializada por decreto como uno de los símbolos patrios.
Los oradores lo proclaman el fundador de la nacionalidad oriental, patriarca de la independencia y padre de la patria. Sus restos son llevados a la catedral, pero no reposarán allí como los de Lavalleja y Rivera. Son inhumados en el panteón familiar de Pereira. En 1862 Bernardo Berro proyecta su traslado a la rotonda o capilla del Cementerio Central entonces en construcción, algo que no tendrá lugar a causa de la insurrección florista. En 1877 el Crel. Latorre manda hacer una urna exterior nueva, con forma de paralelepípedo hexagonal y tapa en punta de diamante, con pedestal, enchapada en jacarandá con festones de plata incrustados. Ese año los restos de Artigas son depositados en el Panteón Nacional, que 10 años antes había inaugurado José Ellauri.
Para los sectores intelectuales y liberales Artigas sigue siendo el caudillo enemigo del orden, imagen reforzada por el levantamiento de Flores contra el gobierno constitucional de Berro. Sin contar que, para colmo, los aliados de Flores son los archienemigos de Artigas: los unitarios porteños, con Mitre a la cabeza, y el imperio de Brasil. El triunfo florista, con el apoyo de tropas y flota brasileñas, desembocará en la malhadada guerra de la Triple Alianza.
Desde que, en 1860, Isidoro de María publica su Vida del Brigadier General José Gervasio Artigas fundador de la Nacionalidad Oriental, comienza una lenta y laboriosa reivindicación de su persona a través de estudios históricos, aunque evidentemente con una interpretación signada por las preocupaciones del momento. En esa tarea se empeñó luego Clemente Fregeiro, que en 1886 publica “Artigas. Documentos Justificativos” –un título bastante expresivo- preparatorios para un anunciado trabajo sobre Artigas. El año anterior había aparecido la obra de Justo Maeso El General Artigas y su época. Apuntes documentados para la historia oriental. La labor se centraba en el imprescindible rescate de documentos para rebatir los juicios de odio formulados por Cavia, Mitre y otros. No olvidemos que hasta las Instrucciones del año XIII debían ser “descubiertas”.
Tan polémica es la apreciación de Artigas que, en el gobierno de Máximo Santos, su Ministro, Dr. Carlos de Castro, se siente precisado a prohibir la lectura en las escuelas del anti-artiguista Bosquejo histórico de Francisco Berra. Argumenta que “La enseñanza de la historia de la República debe dirigirse a fortalecer el sentimiento innato de la patria en almas juveniles que necesitan más de inspiraciones elevadas que de criterio reflexivo para apreciar el desarrollo de los sucesos históricos”. Una justificación bastante ambigua –el criterio reflexivo parece opuesto a la visión enaltecedora- pero muy directa en cuanto a la instrumentalización de la enseñanza de la historia. Consecuentemente, el Inspector Nacional de Instrucción Primaria, Jacobo Varela, dispone que no se consienta “bajo pretexto ninguno, que en la enseñanza de la historia en las escuelas de grado superior, se controvierta la personalidad del General Artigas” (6).
Todavía en 1909 Eduardo Acevedo cree necesario subtitular su trabajo sobre Artigas “Alegato histórico”. El interés se concentra en la “Obra cívica” que abarca el segundo volumen. Del mismo modo que en la polémica defensa de Artigas, emprendida en 1884 desde La Razón por Carlos María Ramírez, el perfil cívico predomina sobre el militar, lo que condecía con las inclinaciones de las clases cultas y las necesidades de pacificación de la tierra purpúrea. Esta tendencia se acentúa en la época del primer batllismo con obras como la de Héctor Miranda. Lo heroico y lo apologético se despliegan con fuerza en la epopeya en prosa de Zorrilla de San Martín, escrita en 1907, que Unamuno considera un monumento más sólido que cualquiera hecho en bronce o en mármol.
La situación es muy otra en ocasión del centenario de la muerte del que ya era unánimemente considerado el Prócer. 1950 no sólo es el año de Maracaná: culmina con la apoteósica conmemoración de ese aniversario, en la que todos los partidos se disputan la calidad de auténticos herederos y continuadores del legado artiguista. “…el artiguismo se transformó en un bien sucesorio indiviso y campo de batalla retórica entre sus proclamados herederos en la arena política” (7), que buscan destacar aquellos aspectos con los que sus posiciones e ideas tuvieran mayor afinidad. Los restos de Artigas son trasladados, como objeto de culto ciudadano, a un altar laico ubicado, con involuntaria ironía, en el Obelisco. Pero no menos irónico resulta que el barroco monumento y el helado mausoleo se hayan erigido en la Plaza Independencia.
El mausoleo construido por la dictadura cívico militar quedará mudo, salvo por algunas fechas, porque no pueden decidir qué frases de Artigas incorporar al monumento. No era sencillo cuando las Instrucciones del año XIII establecen que “El Despotismo militar será precisamente aniquilado con trabas constitucionales que aseguren inviolable la Soberanía de los Pueblos”. Por ley, en 2001, se dispone la inscripción de pensamientos de Artigas en el mausoleo, lo que recién se cumple en 2009; la selección requiere un acuerdo interpartidario.
Acá sería buena una anotación al margen: Artigas no se refiere al pueblo en abstracto, sino que la soberanía radicaba en los concretos pueblos. En las Instrucciones también leemos: “Como el objeto y fin del Gobierno debe ser conservar la igualdad, libertad y seguridad de los Ciudadanos y los Pueblos, cada Provincia formará su gobierno bajo esas bases, a más del Gobierno Supremo de la Nación”. Hay una formulación dual del sujeto de derechos: los pueblos y los ciudadanos, pues el concepto artiguista no es el liberal de la sociedad como suma de individuos aislados sino que las células básicas, depositarias de la soberanía recuperada con la caída del régimen colonial, son los colectivos, las comunidades, que se asociarán entre sí por pacto voluntario y explícito. Hay una intención fundacional de la sociedad política, del Estado, a partir del contrato.
No fue ese el último avatar de los pobres restos. En 2009 Tabaré Vázquez propone en cadena nacional reubicarlos en el Palacio Estévez que se convertiría en museo, proyecto que no es realizado por la gran oposición que despierta. En 2011 la necesidad de restaurar la urna y el mausoleo hizo que volvieran a ser trasladados (al cuartel de Blandengues, al Salón de los Pasos Perdidos) para retornar en 2012 al mausoleo.
Aunque proclamado símbolo de unidad nacional, el culto a Artigas enfrenta, en 1950, a los partidos políticos, que rivalizan en ser los más legítimos herederos. En lo que había unanimidad era en negar a los comunistas hasta el derecho de invocar el artiguismo. Es bastante representativo el diputado por la Unión Cívica, Venancio Flores –futuro canciller de Pacheco Areco- al decir que “…sectores de carácter totalitario” no pueden “sin forzar el ideario artiguista, enarbolarlo como bandera, si no es para los fines de enmascaramiento político que todos conocemos” (8). El entonces diputado comunista Héctor Rodríguez responde desde Justicia que “No pueden hablar de Artigas derechamente quienes pretenden imponer la servidumbre de pactos y tratados, la tiranía de leyes represivas, la carga abrumadora de impuestos antipopulares… quienes se niegan a la Reforma Agraria” (9). Son los tiempos más arduos de la guerra fría: dos años antes Uruguay había ratificado el TIAR y se tramitaba un acuerdo militar con EE.UU. que se firmaría en 1953.
En informe a su gobierno, el embajador de Bélgica, además de un profundo desdén por los países latinoamericanos, revela que los homenajes y ceremonias fueron incesantes a lo largo de un mes en que “Artigas es inoculado en grandes dosis en todos los medios”. No se priva de cierta crítica burlona a sus colegas “que rivalizan en la mutua adulonería (…) alrededor del personaje legendario de Artigas” y tampoco de recordar la leyenda negra, mucho más válida a su criterio, en tanto seguía apareciendo en la sagrada Enciclopedia Británica hasta 1949 (10).
Más allá de las disputas la celebración tuvo resultados fecundos en la gran cantidad de publicaciones de documentos o estudios, muchos estimulados y financiados por el Estado; concursos, exposiciones, una obra teatral y hasta un medio-metraje documental, Artigas. Protector de los pueblos libres, que obtuvo premios en los festivales de Venecia y de Karlovy-Vary.
Dentro de los mitos de continuidad a los que somos tan afectos uno de los más arraigados es el del ejército nacido de la semilla de las fuerzas artiguistas. Esta idea está tan arraigada en la conciencia social que rebatirla genera intensas protestas a derecha e izquierda del espectro político o gran sorpresa, como lo sé por experiencia propia. En los hechos el ejército de Artigas era “el pueblo armado”, fuerzas que se forjaron en y para la revolución, con escasa estructura orgánica y, donde existían las partidas sueltas que, reconociendo la autoridad del Jefe, actuaban con relativa autonomía, como es el caso paradigmático del pardo Encarnación Benítez. Según testimonios de los hermanos Robertson, las tropas guaraníes de Andrés Guacurarí, tan esenciales en la estrategia de Artigas en la lucha contra Portugal, “estaban bien disciplinadas” y “no carecían de marcialidad” a pesar de su penuria material, pero estaban lejos de ser un ejército regular. Así es en la mayor parte de la guerra de independencia en el Plata: pensemos en el ejército del Norte o del Alto Perú, comandado por primero por Castelli y luego por Belgrano, abogados; en las fuerzas altoperuanas reunidas por los Padilla, marido y mujer, con sus batallones de hombres y mujeres indígenas; en Juana Azurduy de Padilla pariendo en plena batalla. El gobierno de Buenos Aires puede otorgar grados militares para tratar de unificar la lucha en el antiguo virreinato bajo su égida –Juana recibió el grado de coronel. Un caso algo distinto es el ejército de los Andes, porque San Martín tenía formación militar europea, aunque no duda en buscar la colaboración de las guerrillas de Manuel Rodríguez en Chile. Y muchos de los integrantes del ejército de San Martín luego de Guayaquil siguen combatiendo al mando de Bolívar. Finalmente, la derrota del movimiento artiguista es seguida por una década de dominación luso-brasileña y varios comandantes ex patriotas estuvieron a su servicio, de modo que hay una real cesura y ninguna continuidad con el futuro ejército del Uruguay independiente que, a su vez, en la práctica es, por mucho tiempo, más un ejército del gobierno que del Estado. Si un título no se puede revalidar en el extranjero es el grado militar; sin embargo Bartolomé Mitre inicia su carrera en la Montevideo sitiada mientras Oribe actúa como general de las fuerzas de Rosas. A su vez, el Gral. Flores, en su exilio entrerriano, comanda tropas del Estado de Buenos Aires presidido por Mitre, contra los federales. Es recordado por la Matanza de Cañada de Gómez donde hizo degollar a más de 300 prisioneros.
El Frente Amplio nació bajo la invocación y la bandera de Artigas. El discurso de Líber Seregni en el acto inaugural terminaba emotivamente con una verdadera plegaria laica, dirigida a una figura paternal: “Padre Artigas: aquí está otra vez tu pueblo; te invoca con emoción, y con devoción y bajo tu primer bandera, rodeando tu estatua (11), este pueblo te dice otra vez, como en la patria vieja, padre Artigas guíanos!”. Empero el Frente, junto con el abandono de su programa original, declina la reivindicación de la herencia artiguista. Asimismo ha ido perdiendo relieve el carácter social y el contenido revolucionario del movimiento emancipador. Me parece sintomático que la obra de Sala, Rodríguez y de la Torre, proscrita durante la dictadura, no se haya vuelto a publicar en el Uruguay de la restauración democrática, ni siquiera parcialmente.
En este sentido, basta recordar las premisas en las que se fundó la celebración oficial del Bicentenario. Apenas se exhorta a “conocer aquellos hechos que algunos consideran fundacionales de la nacionalidad mientras que otros los enmarcan en diversos procesos de organización de los estados en la región rioplatense…” (12). Es el reino del circunloquio y la ambigüedad.
A Artigas, en realidad, textualmente a “la figura de José Artigas” –o sea, a su representación desencarnada- se le “reconoce” una “participación central” en las luchas por la independencia, pero del artiguismo sólo se rescata “la idea de construcción de la república”. Tengamos a bien suponer que se refiere a una orientación republicana en general, no a la República Oriental, lo que sería un dislate, merecedor de las duras críticas que en ese momento formulara Gerardo Caetano. No hay mención de los contenidos económicos y sociales del movimiento, ni siquiera una palabra acerca de democracia o de federalismo, soslayando la dimensión regional del artiguismo. Curiosamente tampoco se destacan valores caros a la cultura de la diferencia y de la inclusión como el antirracismo de Artigas, una ruptura profunda en una sociedad basada en las jerarquías, las “castas” y la exclusión del esclavo negro y del indígena.
En el marco del Bicentenario, el Museo Histórico Nacional realizó una interesante muestra que revisaba la construcción de la imagen de Artigas a través de las épocas, a partir del único retrato conocido, el de Alfred Demersay, cuando ya era un octogenario. El título escogido fue: Un simple ciudadano. José Artigas. Ciertamente recoge palabras del propio Artigas en carta al Cabildo de Montevideo en 1816, luego de haber rechazado, sabedor de su doblez, los títulos que le confiriera. Pero la elección de una referencia entre tantas posibles no deja de ser reveladora.
En el reciente bicentenario no hay nada semejante a los fervores, compartidos y disputados, de la conmemoración de 1950, que Clarel de los Santos califica de “consagración mítica” del héroe. Y si de efemérides hablamos, 2020 es el bicentenario de la derrota de la revolución popular y libertadora artiguista. Y no se le atribuya un forzado sentido metafórico o alusivo, de lo que no hay que abusar.
Hoy es Cabildo Abierto y el Movimiento Social Artiguista, que lo antecedió, los que hacen caudal del prestigio simbólico del personaje a través de su nombre, su bandera y las frecuentes apelaciones a Artigas. Quizás Nardone pretendió aludir a esa herencia con el término de “cabildo abierto”, aunque Artigas se remitía a los congresos representativos de los pueblos, en los que radicaba la soberanía, y no a los cabildos abiertos que eran una institución colonial y municipal. De hecho, podríamos ver en el chicotacismo un precursor más próximo a los cabildantes, pues combina bien con el toque populista de Domenech.
Ante los nuevos intentos de capitalizar e instrumentalizar la memoria del artiguismo por parte de algunos y la renuncia a la historia (13) por parte de otros que la consideran un mero relato, sería bueno recuperar algunos de los conocimientos que una laboriosa investigación científica ha desentrañado, sin pensar que son un punto final y absoluto de la elaboración histórica.
Citas:
(1) Marxismo, historia y política (II). Estudios. Nº 121. Montevideo. Julio 2008
(2) La revolución agraria artiguista. (1969) Montevideo, EPU. Pág. 12 (Énfasis mío. M.B.)
(3) Barrán, J.P. Artigas: del culto a la traición. Brecha, Montevideo, 20 de junio de 1986 , p. 11.
(4) La Onda Digital. Octubre 2006. Publicada pocos días después de la muerte de Sala. Recogida en Estudios No. 125. Montevideo. Setiembre 2010.
(5) Evolución Económica de la Banda Oriental (1967); Estructura económico-social de la colonia (1967); La revolución agraria artiguista (1970); La oligarquía oriental en la Cisplatina (1970); Después de Artigas (1972), editadas por EPU, ya que la UDELAR aunque auspiciaba esa investigación no contaba con los recursos para publicarla, como deja claro Eugenio Petit Muñoz en el prólogo de la primera.
(6) G. Vázquez Franco. Francisco Berra, la historia prohibida. Anexo documental. Oficio del Ministerio de Gobierno (13/9/1883) y Circular de la Inspección Nacional de Instrucción Primaria (6/10/1883). www.desmemoria.8m.com/biblioteca.htm (Énfasis mío. MB)
(7) C. de los Santos Flores. La consagración mítica de Artigas. (2012) Montevideo. P. 213
(8) Cit. en Ibídem. P. 250
(9) Cit. en Ibídem. P. 252
(10) Cit. en idídem. P. 157-158
(11) El Artigas de Armando González provisoriamente instalado en la explanada de la intendencia.
(13) Turiansky ha hablado de la “ausencia de la historia” en la conciencia social de este siglo y Menjívar Ochoa caracteriza esta actitud intelectual como “presentismo”.
(Publicado originalmente en Chasque, reproducido con autorización de la autora)