El artiguismo como revolución agraria

Para la apropiación de nuestra historia.

Profesora María Luisa Battegazzore, vicepresidenta de la Fundación Rodney Arismendi.

En la década de 1960, un equipo de historiadores, integrado por Lucía Sala, Julio Rodríguez y Nelson de la Torre, llevó a cabo, a lo largo de más de siete años, una exigente tarea de investigación y elaboración, destinada a echar luz y abrir nuevas perspectivas en uno de los períodos cruciales de nuestro proceso fundacional: el artiguismo. Este proyecto de largo aliento, llevado a cabo por “estos esforzados investigadores casi totalmente a costa de sus solas fatigas”, fue auspiciado por el Instituto de Investigaciones Históricas de la Facultad de Humanidades y Ciencias, dirigido por el Prof. Edmundo Narancio, y luego, por el Prof. Eugenio Petit Muñoz, que le brindó un especial apoyo y prologó dos de los libros. Como Petit Muñoz deja bien claro, la UDELAR, en ese entonces cercada por la penuria presupuestal, no disponía de recursos para cumplir el propósito de asumir la publicación de este trabajo, que en definitiva fue emprendida por Ediciones Pueblos Unidos, en varios volúmenes. A saber: Evolución Económica de la Banda Oriental (1967); Estructura económico-social de la colonia (1967); La revolución agraria artiguista (1970); La oligarquía oriental en la Cisplatina (1970); Después de Artigas (1972), que completa el panorama económico y social en los primeros años de vida independiente hasta la Guerra Grande. A su vez, la editorial ARCA, publicó una versión breve y más accesible de las principales conclusiones de esta investigación, en Artigas, tierra y revolución (1967). Durante el período que abarca la publicación de estas obras el equipo de trabajo se amplió con la participación de otros investigadores, como Rosa Alonso, Selva López, Roberto Aguerre, Silvia Rodríguez Villamil, María del Carmen de Sierra, para formar el grupo “Praxis”, integrado al denominado “Historia y presente”, con Blanca Paris de Oddone, Juan A. Oddone, Benjamín Nahum, José P. Barrán y otros distinguidos intelectuales. Sería necesario señalar que existió alguna edición en el exterior, y que se retornó al tema, más de una década después, con El Uruguay comercial, pastoril y caudillesco, de Lucía Sala y Rosa Alonso (Montevideo.  EBO, 2 vol., 1986 y 1991). 

Pensamos que la información no es ociosa en razón del tiempo transcurrido y la cesura –y la censura- que los doce años dictatoriales implicaron para el quehacer académico en el país. Las obras mencionadas están, desde hace mucho tiempo, indefectiblemente agotadas y, en aquellas épocas oscuras, también soslayadas o relegadas en los planes de estudios. Y luego, en la institucionalidad restaurada, prevalecieron preocupaciones y orientaciones históricas diversas, que dejaron en segundo plano el componente económico-social y la esencia revolucionaria del artiguismo. 

En la historiografía uruguaya la vasta obra de Lucía Sala, Julio Rodríguez y Nelson de la Torre ocupa, por varios conceptos, un lugar destacado, y en cierto modo, diferenciado.  

Petit Muñoz subraya la unidad orgánica de un proyecto que centralmente buscaba desentrañar “cuál llegó a ser la aplicación que alcanzó, en la efectividad de los hechos, el Reglamento provisorio de la Provincia Oriental para fomento de su campaña y seguridad de sus hacendados”, es decir, cuál fue y cómo se procesó en el sentido de su radicalización, la práctica revolucionaria del movimiento artiguista, cuyo sujeto fue, según la lúcida expresión de Agustín Beraza, “el pueblo reunido y armado”. Y resalta el “resultado pasmoso” de esta indagación que fue la comprobación de un hecho, negado o minimizado tantas veces: la enorme magnitud que alcanzó la redistribución de la propiedad territorial durante el período. 

La investigación desbordó ampliamente el tema central: primero exigió un estudio de los antecedentes, de la economía de la época colonial, en particular el problema de la tenencia de la tierra y las contradicciones que generaba. Luego, las relaciones de clases y capas sociales en el complejo devenir del proceso revolucionario, la aplicación del Reglamento durante el breve gobierno artiguista en la Provincia Oriental y sus beneficiarios, la efectiva distribución de tierras, que “como no podía ser de otra manera, trascendió largamente el marco jurídico formal inicial. (…) este proceso se dio por encima del texto en algunos aspectos restrictivos del Reglamento…”. A continuación, se hace el seguimiento del destino de las donaciones –y de los donatarios- durante la Cisplatina y los primeros años de vida independiente. Paralelamente se analiza la significación estructural de estos hechos económico-sociales y su interrelación con los acontecimientos políticos. Como los autores reiteradamente advierten, estos estudios “enfocan un aspecto parcial de la vida social, su base”, por lo que señalan la “laguna” existente en cuanto a las cuestiones ideológicas, entre otras. 

Si en el Uruguay conocemos varias elaboraciones unitarias, técnica y conceptualmente, desarrolladas a través de una serie de publicaciones -desde los pioneros Anales de Eduardo Acevedo-, pocas, si acaso alguna, refieren a un tema tan concentrado, y son, al mismo tiempo, tan densas y exhaustivas. Y no sólo hay un impresionante aporte documental, caso por caso, campo por campo, región por región, sino que los resultados del gris trajinar por los archivos se presentan en forma gráfica en inusuales mapas catastrales de enorme valor histórico y didáctico. No hay que olvidar que Lucía Sala también se preocupó por el aspecto pedagógico y confería especial relevancia a los materiales auxiliares en la enseñanza de la Historia. 

Otro elemento diferencial, sin duda, es que estamos frente a un intento serio y responsable de avanzar en una orientación marxista de los estudios históricos. No hay una declaración expresa en este sentido, pero la referencia, reconocida y afectuosa, a Francisco R. Pintos es significativa. En cierta medida esta obra retoma el programa que, mucho más explícitamente, trazara Pintos en su Batlle y el proceso histórico del Uruguay. Pero con una importante diferencia. El libro de Pintos podría clasificarse como ensayo, en tanto reinterpreta y revisa críticamente información conocida, según un presupuesto teórico y un manifiesto interés político, que incluye la autocrítica partidaria. Con la obra que nos ocupa estamos, en primer lugar, ante una profunda investigación fáctica, que develó hechos de un pasado olvidado y encubierto, de un inestimable valor en sí misma, más allá de las interpretaciones. Y éstas están rigurosamente basadas en hechos, descubiertos y demostrados. Lo que no significa que las conclusiones sean inamovibles. La propia Lucía, en una conversación informal hace unos cuantos años, me decía que, luego de sus continuos estudios y un mayor conocimiento de la historia latinoamericana, modificaría algunos de los puntos de vista expuestos en este trabajo. Pero los hechos quedan, o deberían quedar, como parte de nuestro acervo de conocimientos históricos y ser socializados en consecuencia. 

“La base de nuestro estudio ha sido un ingente trabajo de archivo, y a partir de él hemos elaborado nuestras tesis, en una búsqueda afanosa por desentrañar el proceso de los acontecimientos, sin mirar lo bueno o lo malo que se da en esa rica realidad, sino, según frase conocida, tratando de ver lo maravilloso de la dialéctica de la historia”. Más allá de la alusión para conocedores, sin duda los autores siguieron al pie de la letra un concepto fundamental de los clásicos del marxismo: “… los principios no son el punto de partida de la investigación, sino sus resultados finales; no se aplican a la naturaleza y a la historia humana, sino que se abstraen de ella; no son la naturaleza y el mundo humano los que se rigen por los principios, sino que éstos sólo tienen razón de ser en cuanto concuerden con la naturaleza y con la historia”. En este sentido, y considerada desde el ángulo del marxismo, los trabajos que comentamos no son sólo ejemplares por el contenido sino en cuanto al método. 

Ni el maravillarse ante la dialéctica, ni el rigor científico y metodológico, impiden que estos libros contengan y transmitan rasgos de humor, manifestaciones afectivas, juicios de valor. Los autores son seres humanos con una definida posición política y una larga trayectoria de compromiso militante. Así, consignan “lo emocionante que resulta leer el padrón levantado en Paysandú en 1834 por Pacheco y Obes, cuando al dar razón de los agregados u ocupantes precarios que van a ser expulsados de los campos dice: Fulano de Tal, ‘Peleó en el cuerpo del finado Mondragón’,… ‘Peleó con los Colorados del Coronel Basualdo’,…’Peleó con el Gral. Artigas’”. Cuando los papeles de los archivos tienen nombre, apellido y traslucen una vida, la historia se hace inevitablemente humana; entonces, esos hombres que vivieron y murieron hace casi dos siglos son percibidos como semejantes, como próximos. Algo que también debería ser recordado en la didáctica de la Historia. 

Alguna vez escribí que “la forma en que se entienden los procesos históricos tiene una estrecha relación con la forma en que se hace política -es decir, en que se hace la historia”. También se cumple la recíproca: las orientaciones políticas presentes condicionan nuestra mirada selectiva –y nuestra investigación- del pasado histórico. Nuestra mirada a la historia es también histórica. 

En la que posiblemente sea la última expresión pública de Lucía Sala antes de su muerte, ella habla justamente de este fenómeno de revisión, anotando que  “… el análisis de Artigas, como el de cualquier otro personaje de tal gravitación en la historia, no es sólo un fenómeno científico; es también un fenómeno ideológico”. Es éste un aspecto bien conocido –aunque, por lo mismo que ideológico, menos reconocido- y universal. Un historiador británico decía respecto a los estudios sobre la Revolución Inglesa que, en los años ’60 del siglo pasado, el interés de los historiadores se centraba en los movimientos democráticos radicales mientras que, a fines de la década siguiente, se tendía a privilegiar el examen del pensamiento conservador. En la entrevista mencionada antes, Sala agrega: “Porque en cierto modo el historiador busca aquello que a él le parece más importante. Y eso que a él le parece lo más importante entra ahí como un producto de su propia época”.

Como es sabido, la mirada sobre el artiguismo en nuestro país fue cambiando históricamente: desde la leyenda negra, que tenía color político, a la exaltación, no sin polémicas, del héroe como fundamento del sentimiento nacional por encima de las divisas. El criterio expuesto en 1883 por el Ministro de Gobierno de Santos, Dr. Carlos de Castro, prohibiendo la lectura en las escuelas del anti-artiguista Bosquejo histórico de Francisco Berra, es paradigmático. “La enseñanza de la historia de la República debe dirigirse a fortalecer el sentimiento innato de la patria en almas juveniles que necesitan más de inspiraciones elevadas que de criterio reflexivo para apreciar el desarrollo de los sucesos históricos”. Consecuentemente, el Inspector Nacional de Instrucción Primaria, Jacobo Varela, dispone que no se consienta “bajo pretexto ninguno, que en la enseñanza de la historia en las escuelas de grado superior, se controvierta la personalidad del General Artigas”.

Las mismas controversias estimularon la búsqueda de documentos y los estudios de carácter científico. Pero el objeto de investigación tampoco era ajeno a las preocupaciones de los concretos hombres y mujeres que la emprendían. El Reglamento y en particular, su ejecución efectiva, habían permanecido postergados. En 1967, Petit Muñoz reconoce el factor de época cuando señala que “merced a la sensibilidad social característica de las generaciones jóvenes del presente”, surgió un nuevo interés por esta dimensión del ideario artiguista y se sucedieron los comentarios sobre este documento fundamental. Y agrega, para subrayar la particular trascendencia del trabajo que prologa: “Todos ellos, sin duda, revelan excelente intención y juicio reverente. Pero no aparecen todavía todo lo sólidamente asentados que fuera menester en el conocimiento cabal de la realidad social y política, como tampoco en el de personas y lugares, grupos de intereses (…) todo ello en el medio y el momento en que ese Reglamento surgió y debió ser aplicado, contexto importantísimo de cosas que era imprescindible determinar. Y mucho menos esos comentarios han demostrado la necesaria preocupación por alcanzar (…) una visión completa de la aludida praxis efectiva a la que llegó por entonces el Reglamento, ni de la estabilidad que, en los tiempos inmediatamente posteriores a la caída de Artigas, han podido lograr, caso por caso, los repartos de tierras realizados (…) Un estudio de intención exhaustiva que reparase tales vacíos es el que se propusieron los autores…”. 

El acuciante presente que éstos vivían –basta mirar las fechas de edición- no dejó de influir. En el prólogo “Al lector” que abre La revolución agraria artiguista, advierten que una tercera parte prevista en el plan original no pudo ser incluida, pues hubiera exigido una larga postergación. “Hemos entendido que nuestra obligación, en las horas que vivimos, es transmitir el acopio de conocimientos a que hemos llegado”.  Era 1969; era la “hora de los hornos”. 

Caracterizar a la revolución oriental como “revolución agraria”, tiene otras dos significaciones importantes que no querría dejar de señalar, brevemente. 

Primero, profundizar en el sentido democratizador del artiguismo, que los autores resumen en una sola ecuación: hombres libres en una tierra libre. Esta visión no es ajena, por descontado, al concepto de democracia que se adopte. 

Ricaurte Soler define como movimientos democráticos, o demócratas-radicales, “aquellos procesos de raíz popular que a partir de la independencia se empeñaron en conjugar las tareas de la organización nacional con las reivindicaciones sociales de las clases subordinadas. Las luchas de liberación nacional, al crear el marco adecuado para el despliegue de todas las fuerzas sociales latentes, establecieron también el escenario dentro del cual han de emerger las principales tendencias de radicalización democrática. Si éstas son claramente diferenciables en la coyuntura de la emancipación, no desaparecieron, sin embargo, en el transcurso del siglo XIX”. Para este autor, “la acción social y política de Artigas resume, en más de un sentido, la práctica revolucionaria de la democracia radical agrarista de las varias regiones del continente”.

Este es el segundo significado que sería preciso resaltar: el carácter agrario del artiguismo nos entronca en la historia latinoamericana, signada, desde su nacimiento hasta el presente, por la persistencia de las luchas populares por la liberación nacional y social, por la tierra y la democracia. Aquellos años ‘60 también habían sabido redescubrir y sentir profundamente a Latinoamérica como vínculo y raíz. 

Apropiarse de la historia es, dice Soler, una manera de autoafirmación para un pueblo. Pero esa apropiación debe implicar la exigencia del conocimiento científico y la aspiración incesante de ampliarlo. De otro modo, apenas sería mito e ideología. 

Compartí este artículo
Share on whatsapp
Share on facebook
Share on twitter
Share on telegram
Share on email
Share on print
Temas