Gonzalo Perera

En la inmensa mayoría de las ciudades del mundo, particularmente en las más grandes y populosas, hay centenares de monumentos o bustos que recuerdan en algún espacio público a algún personaje de la Historia local o universal. La casi totalidad, para las enormes masas de gente que pasan por su frente todos los días, son completamente desconocidos. Si uno va de visita y pregunta a alguien del lugar quién es la persona recordada en el espacio comunitario, la respuesta más frecuente es “ni idea”. Tal parece que el bronce, el mármol o similares, no son buenos fijadores para la memoria de los pueblos.
En los templos de cualquier religión que utilice los íconos, las imágenes que se consideran sagradas, muchas imágenes de personas santificadas o veneradas se despliegan, ya sea en yeso, madera o en algún metal indignantemente bañado en oro, pero su suerte, en general, es también un cuasi anonimato: la inmensa mayoría de quienes se congregan habitualmente en un templo desconocen a quién representa al menos buena parte de la iconografía. La sacralización y el recurso a la exposición para catequizados, tampoco parece conceder espacio privilegiado en el conocimiento y recuerdo colectivo.
En las sociedades modernas, en su mayoría gestadas bajo la sombra de la desigualdad más profunda, como dos caras de una misma moneda de unos pocos explotadores y grandes masas de explotados, suelen aparecer, en las distintas generaciones, personas de abolengo o envidiado linaje, aristócratas, nobles o patricios, cuyos nombres y apellidos son rimbombantes y a veces ocupan más de un renglón. Pero no ocupan espacio en la memoria de los pueblos.
El haber tenido exposición pública, mediática, salir en libros, películas, radios, tampoco libra a muchísima gente que “es famosa’ en algún momento, de los rigores de no pasar del reconocimiento fugaz y parcial, y peor aún, del paulatino olvido por parte de las grandes masas.
Sin embargo, hay personas sin monumentos, ajenas a cualquier posible deshumanización y reducción al corsé de la santidad, que se identifican con nombres de pila muy cortitos, que han pasado por el ocultamiento, la intención de invisibilizarlas, la persecución, la calumnia, la condena y el odio, particularmente de los poderosos, que son imborrables y eternas en la memoria de los pueblos, allí donde nacieron y en el mundo entero. Personas como Hebe.
Esta aparente paradoja no es casualidad ni capricho, es una larga forja de dolor, coraje, amor, entrega y autenticidad.
Para los archivos, Hebe María Pastor Bogetti nació en la Provincia Buenos Aires, cerca de La Plata, el 4 de diciembre de 1928. Apodada familiarmente “Kika”, muy jovencita, con sólo 14 años, se casó con Humberto Alfredo Bonafini. Habiendo cursado solamente la formación primaria (porque sus padres no podían pagar el boleto del transporte colectivo necesario para seguir estudiando) y dedicándose como era usual en la época, a ser “ama de casa”, madre de Jorge Omar, Raúl Alfredo y María Alejandra, absolutamente nada de ese entonces sugería un destino excepcional y una trascendencia mundial. Que, por cierto, no los buscó en absoluto, sino que le llegaron tras recorrer un intenso camino (ese sí, elegido a conciencia) desde el momento en que un verdadero infierno se desató en su vida. Cuando el dolor más inenarrable le cayó encima con singular crueldad, aquella ama de casa y madre como tantas, con apenas un pañuelo blanco y una enormidad de coraje, se transformó de a poco en, simplemente, Hebe de Bonafini.
Suele decirse que la vida prepara para perder padres, pero no para despedir hijos. En cualquier vida humana sana, es imposible imaginar una pérdida más dura que la de la propia descendencia. Si eso es así, el personaje público Hebe de Bonafini fue la respuesta a una suerte de bomba atómica de dolor.
Porque le tocó sufrir algo mucho más diabólico que el asesinato de un hijo: la desaparición forzada, y encima, en reiteración real.
Su hijo mayor, Jorge, fue secuestrado en La Plata el 8 de febrero de 1977 y se transformó en un desaparecido. Su segundo hijo, Raúl, sufrió similar destino el 6 de diciembre de 1977 en Berazategui. Y muy poco después, el 25 de mayo de 1978, las sombras de la perversión represora alcanzaron a la esposa de Jorge, María Elena Bugnone.
Imagínese, querido lector, solamente por un instante, aquella madre centrada en su familia, que no participaba ni se interesaba, según su propio relato, en la política ni en la vida pública, pudo dar a sus hijos la posibilidad de estudiar que ella no tuvo, con el consecuente legítimo orgullo que ello le generaba. Jorge estudió Física en la Universidad de La Plata y era un joven docente. Raúl estudiaba Zoología en la misma universidad y trabajaba en una refinería de la estatal YPF. Trabajadores y estudiosos, asumieron también el compromiso político con su gente y con su época, como militantes de izquierda. Ese mundo, esa vida, en golpes sucesivos y cercanos en el tiempo, se derrumbó, desapareció, sin respuestas, sin sentido, sin cierre ni final. Imagínese, querido lector, cuánto dolor fue tan brutalmente gestado.
De esos golpes, que perfectamente podría haber arruinado por completo su vida y haberla llamado al miedo o al quietismo, se gestó Hebe de Bonafini, la que desde 1979 se transformó en referente de las madres de Plaza de Mayo, las que con sus pañuelos blancos en la cabeza, nunca pararon de preguntar, buscar, reclamar, se hicieron locales en la plaza de la que los caballos y las bestias que los montaban jamás pudieron correrlas, haciéndose moralmente invencibles pese a la represión y las infiltraciones de escoria como Alfredo Astiz, pese a ser tratadas de locas por el poder y parte de la sociedad.
Dentro de una creciente politización, asumió que la lucha de las Madres era no sólo el reclamo, sino la reivindicación y la continuación de las causas que abrazaron sus hijos. Así fue creciente su oposición frontal, sin concesiones, ni el menor atisbo de corrección política, al imperialismo genocida, al poder y sus alcahuetes, a la derecha neoliberal, cipaya y corrupta. Apostó no sólo a la memoria, sino a los cambios revolucionarios, a la Patria Grande, a la Educación, a la comunicación contrahegemónica, a tomar siempre partido, a nunca pecar de tibia o timorata. Eso incidió en la generación de dos líneas dentro de las madres, pero su personalidad, coraje y firmeza la hicieron conocida y reconocida en lo más profundo del pueblo y en lo más ancho del mundo.
Para ese entonces ya era nada más ni nada menos, que “Hebe”. La que por momentos podía hacer declaraciones que sacudían la tierra y que uno mismo pensaba si las suscribía o no en todos sus términos. Hasta que algún cretino o propagandista de la derecha la atacaba ferozmente por sus palabras. Ahí, querido lector, la pregunta que inmediatamente nos surgía y que algunas veces escribimos desde las tripas, fue si el «acusador” de turno habría sobrevivido al menos diez minutos al huracán de dolor que ella atravesó con tanta dignidad, o si por cinco segundos había intentado ponerse en los zapatos de Hebe, antes de juzgarla.
Hebe no se fue, se eternizó como testimonio que se revela, de una mujer que siempre se rebela, cada día, proyectando sus amores y sus dolores en la lucha. Lo que no puede el bronce, la santificación, la fama fugaz o el abolengo, que es ganarse un lugar eterno en la memoria de los pueblos, lo logró Hebe.
Hasta siempre y que brille tu heroico pañuelo blanco, Hebe.

Foto de portada:

Hebe de Bonafini a la cabeza de una de las tantas marchas de las Madres de Plaza de Mayo. Foto: www.cck.gob.ar.

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