María Luisa Battegazzore, profesora de Historia, vicepresidenta de la Fundación Rodney Arismendi.
El mes de setiembre es bueno para unir conmemoraciones: el aniversario del Reglamento de Tierras artiguista y el día del maestro. De modo que emprenderemos un doble homenaje.
Cuando hablamos de la Patria Vieja debemos referir al antiguo virreinato, un enorme territorio con grandes desniveles en materia educativa y cultural: desde regiones de poblamiento tardío, como la Banda Oriental, donde apenas existían algunas pocas escuelas de enseñanza básica, hasta el Paraguay, donde, dice con asombro Félix de Azara en 1801, hasta los simples jornaleros sabían leer y escribir. Una herencia que se conservará hasta que la infame guerra de la Triple Alianza lo “civilizó” atándolo a la coyunda imperialista.
En Córdoba y Chuquisaca se fundaron universidades a principios del siglo XVII, en donde se formaron destacados patriotas como Mariano Moreno y Juan José Castelli. José Monterroso, el secretario de Artigas, enseñó filosofía en Córdoba.
Las universidades difundieron las doctrinas jusnaturalistas y contractualistas, de larga tradición española, desde el siglo XV, en la Escuela de Salamanca. El contrabando universal incluyó los libros, por lo que, aún en esta Banda, se conocieron a Thomas Paine, la constitución norteamericana y los filósofos franceses.
La misma desigualdad podía constatarse entre los individuos, pues eran ínfima minoría los que habían realizado estudios superiores. En este terreno el clero tenía un lugar destacado y, en esta provincia, casi único.
Si abordamos la cuestión educativa en relación al período artiguista hay que hacer algunas precisiones. No tuvimos en el Plata un Simón Rodríguez que se ocupara específicamente de pedagogía y menos, de una pedagogía revolucionaria. Las personalidades del bando patriota se preocuparon por la extensión y el progreso de la educación y la cultura, actitud natural en hombres impregnados del pensamiento ilustrado. Pero no hubo conciencia de que la revolución exigía también una nueva educación, más allá de la celebración y la proclama. Animada de principios liberales, a la delgada capa intelectual, le era difícil deglutir el carácter popular y plebeyo que se fue gestando en el transcurso del proceso revolucionario, con sus desórdenes y reivindicaciones.
En gran medida, sólo podemos imaginar la transformación educativa que podría haber significado la revolución, de haberse logrado consolidar. Porque el período artiguista fue breve, apenas una década, y se desarrolló en medio de cruentas e incesantes luchas. El gobierno de la Provincia Oriental fue aún más reducido: abarcó menos de dos años, desde febrero de 1815, en que Otorgués llegó a Montevideo como delegado de Artigas y el 20 de enero de 1817 en que la ciudad se rindió al invasor portugués. En ese lapso, Artigas debió enfrentar, además de la guerra en varios frentes –los godos, los portugueses y los centralistas-, la férrea resistencia, larvada o abierta, de los privilegiados de todos los bandos, incluido el propio. Eso sin contar la inestabilidad general, los conflictos y las migraciones, voluntarias o no, que involucraron a miles de personas.
Durante la colonia, las escuelas, que solo existían en las villas y ciudades, eran muchas veces emprendimientos particulares. Los cabildos trataron de dar educación a los pobres y financiaron escuelas gratuitas, pagando a los maestros con sus recursos. En Montevideo, el convento de los franciscanos fue sede de la escuela y el Cabildo pagaba dos maestros con las rentas de los bienes incautados a la expulsada Compañía de Jesús; en Rocha el producto del remate del abasto de carne se destinó a pagar un maestro de primeras letras. Como la retribución era magra, los escasos docentes solían abandonar sus funciones en cuanto encontraban mejor colocación.
Se ponía énfasis en la instrucción de “pobres, huérfanos o personas miserables” y hubo donativos de particulares para ese propósito, como la escuela gratuita para niñas, atendida por monjas dominicas, y financiada por Eusebio Vidal y su esposa. El Cabildo, en 1809, estableció una escuela de caridad, a cargo de fray Arrieta “el de la palmeta”, en la que también se proporcionaban los útiles. Y, como la segregación racial y de género era absoluta, se creó una escuela para niñas de color, no la hubo para varones, quizás por considerarse peligroso.
La “escuela de la Patria”: Purificación
Los documentos de la época son parcos y circunstanciales, a veces indirectos, respecto a la que Orestes Araújo llama “la escuela de la patria”. Está claro que existió una escuela en Purificación, aunque fuera, en su origen, un campamento militar, el Cuartel General y el lugar de confinamiento de los enemigos del sistema.
La depuración o “purificación” de españolistas, que explicaría el nombre del lugar y formará parte de la leyenda negra, fue recomendada por Artigas al Gobernador de Corrientes, ya que “si los europeos existentes entre nosotros nos perjudican, como creo, obligarlos a salir fuera de la provincia, o ponerlos en punto de seguridad, donde no puedan perjudicarnos”.
Estos enemigos debían ser remitidos a Purificación, bajo la vigilancia del ejército patriota, donde, dice Artigas, se estaba “formando un pueblo por mi orden”.
A pesar de la Junta de Vigilancia establecida en Montevideo para examinar la situación de los vecinos sospechosos, muchos se salvaron de la deportación gracias a sus vínculos sociales y familiares con integrantes del bando patriota. Artigas protesta contra esa “condescendencia”, que permitió que algunos se refugiaran en la campaña y prosiguieran intrigando contra la revolución.
Esos fines originarios no convirtieron a Purificación en un presidio: hubo una visible intención de Artigas por fomentar el poblamiento y la actividad económica y social. Teniendo en cuenta que, a su entender, el confinamiento podía ser permanente, a los relegados se les permitía llevar sus familias y sus pertenencias. En algunos casos el Cabildo notificaba al Cuartel General, junto con las razones del destierro, los oficios de las personas remitidas por si resultaban de utilidad.
Además de prisioneros de guerra, españolistas procedentes de otras provincias e infractores, llegaron a Purificación colectivos indígenas. El caso más conocido es el de los 400 indios abipones y sus familias, cuyo cacique José Benavides, al que Artigas da el tratamiento de Don, había intentado infructuosamente obtener tierras en Corrientes. Artigas resolvió establecerlos en esta banda, cerca de Purificación, como antes había hecho con los “Guicuruses”, y para ellos solicitaba al Cabildo de Montevideo útiles de labranza.
En Purificación también vivían familiares de combatientes patriotas, como Ana Monterroso, hermana del famoso secretario, ya casada con Lavalleja.
Los oficios de Artigas al Cabildo montevideano pueden dar idea del crecimiento del poblado. Inicialmente requirió las herramientas necesarias para desbrozar el terreno y comenzar a levantar las primeras construcciones, sin duda rudimentarias, como el rancho que describe J.P. Robertson, el comerciante escocés que visitó el lugar a mediados de 1815.
El poblado tuvo un rápido desarrollo, pues pocos meses después, Artigas pedía o acusaba recibo de “catones” (manuales de lectura) y cartillas, destinados a fundar una escuela en Purificación, al tiempo que expresaba “mis grandes deseos por la ilustración de la juventud”. Asimismo, solicitó instrumentos musicales, porque “los triunfos de la patria deben celebrarse con música”, se ocupó de la distribución de la vacuna antivariólica y de la construcción de una capilla.
Artigas reclamaba cuchillos de buena calidad para “el cuerambre” y árboles de plantío, que aseguraba esperar “con ansia”, así como herramientas y semillas. No hubo tiempo para que se desarrollara la agricultura, pero existió una intensa actividad comercial, basada en la exportación de cueros, sebo, madera, crines y astas, que Artigas fomentó como estímulo a la producción, fuente de recursos fiscales y medio para adquirir armas y pertrechos. En mayo de 1815 Artigas abrió los puertos fluviales al comercio, en el que prosperaron los británicos y también muchos de los enemigos confinados en Purificación, que tenían la experiencia y los medios. El “gaucho” Pedro Campbell, con su escuadrilla fluvial, protegía y organizaba el tráfico. Según Monterroso, los soldados también “hacían sus cueritos a escondidas”.
De la pintoresca descripción de Robertson sobre el “excelentísimo Protector de la mitad del Nuevo Mundo”, podemos rescatar la imagen de la impresionante actividad política que se desplegaba en Purificación y la constante comunicación con las provincias.
Por sus ventajas políticas y estratégicas, tomando en consideración la vocación federal y regional del artiguismo, Purificación podía ser pensada como la capital de la Liga. Si Artigas había exigido en 1813 que la capital de las Provincias Unidas no fuera Buenos Aires, es difícil que pensara otorgar ese sitial a la más que dudosa Montevideo, a la que nunca quiso entrar y ni tuvo confianza. Como le escribe a Rivera, “entrado en esa plaza todos se contaminan”.
Con la invasión portuguesa, la estrategia de Artigas tendrá en Purificación “el centro de apoyo y de los recursos”. Señala Juan Antonio Rebella que el poblado aparece –a veces erróneamente nombrado y situado- en mapas europeos de la época y que su nombre “sonaba en el extranjero”, en razón del tratado comercial concluido con el comandante de las fuerzas navales británicas en la región y de las patentes de corso otorgadas a marinos extranjeros, sobre todo norteamericanos.
El funcionamiento de la escuela de Purificación debe haber sido forzosamente breve e irregular. Entre octubre y diciembre de 1815 se hizo cargo de la enseñanza Fray José Benito Lamas, de la orden franciscana, que viniera a desempeñarse como capellán del ejército. A solicitud del Cabildo de Montevideo, “se desprende” de él y del Padre Otazú, “sin embargo de serme tan precisos para la administración del pasto intelectual de los pueblos”, en razón de la “importancia que ellos darán al entusiasmo patriótico” y de que Lamas dirigirá la escuela pública de la ciudad.
En Concepción del Uruguay fray Solano García, ocasional secretario de Artigas en 1816, fundó una “escuela de la patria”, aplicando muy tempranamente el método lancasteriano, con la protección del comandante artiguista José Antonio Berdum. En 1817, el Padre Enríquez que visitó el establecimiento, escribe en El censor que “en el espacio de seis meses un gran número de niños leían un libro, conocían todos los números y caracteres manuscritos”; consignaba algunas novedades didácticas como el empleo del pizarrón y que “los niños aprenden a un mismo tiempo a leer, escribir, y con más expedición escriben que leen al principio”, cuando lo habitual era enseñar primero a leer.
La escuela de la patria: Montevideo
Artigas tenía plena conciencia del carácter de las autoridades y los vecinos del puerto. Los que habían permanecido dentro los muros durante el sitio eran, lógicamente, españolistas o en el mejor de los casos, indiferentes. Aún aquellos que habían acompañado el movimiento revolucionario, al retornar a la ciudad buscaban retomar sus negocios y controlar el nuevo poder que se iba construyendo. Si mostraban algún respeto hacia Artigas o buscaban conciliar con él era, porque, por el momento, tenía la razón de las armas. Pero trabaron en todo lo posible las medidas dictadas por Artigas, muy en particular el Reglamento de 1815.
No por casualidad Lecor fue recibido como un salvador por el Cabildo y los vecinos distinguidos, con un solemne Te Deum en la catedral. Los más conspicuos patriotas, como Larrañaga, integraron el comité de recepción, luego de haber peregrinado al campo invasor a negociar la entrega de la ciudad a cambio de conservar sus fueros, privilegios y exenciones, más las franquicias comerciales de que gozarían como parte del imperio portugués, sin olvidar las necesarias medidas represivas para “sofocar las exaltaciones de personas” y las “divergencias de opiniones”.
Estas líneas ayudan a situarnos en el contexto montevideano y entender que el patriotismo declamado en las Fiestas Mayas de 1816, no tenía los mismos contenidos ni coincidía necesariamente con la adhesión al “sistema” artiguista. La revolución no sólo fue expresión de las contradicciones existentes en la sociedad colonial: en su transcurso generó y corporizó nuevas contradicciones y nuevos alineamientos.
Con el gobierno oriental, en Montevideo se reinstaló la escuela gratuita, que había desaparecido durante el sitio. El Cabildo designó como maestro a Manuel Pagola, conocido “enemigo del sistema”, en torno al cual se produce una de las pocas expresiones del pensamiento de Artigas en relación a la enseñanza, que aún causa cierta incomodidad para construir la “leyenda celeste”, como dice Carlos Machado.
Vale la pena reproducir la lapidaria comunicación de Artigas al Cabildo sobre este nombramiento: “… del Maestro de Escuela Don Manuel Pagola, no solamente no lo juzgo acreedor a la escuela pública, sino que se le debe prohibir mantenga escuela privada. Los jóvenes deben recibir un influjo favorable en su educación para que sean virtuosos, y útiles a su país. No podrán recibir esta bella disposición de un maestro enemigo de nuestro Sistema, y esta desgracia origen de males pasados no debemos perpetuarla a los venideros, cuando trabajamos para levantarles el alto edificio de su Libertad. […] Tenga VS. la dignación de llamar al dicho Pagola a su presencia, y reconviniéndole sobre su comportación, intimarle la absoluta privación de la enseñanza de Niños, y amenazarle con castigo más severo, si no refrena su mordacidad contra el sistema. El Americano delincuente debe ser tanto más reprehensible, cuanto es de execrable su delito”. (16/10/1815)
El Cabildo recurrió a la intercesión de José María, el hijo de Artigas, para que Pagola pudiera seguir teniendo escuela privada. Ante semejante defensor, Artigas cedió. En la escuela pública se designó a fray José Benito Lamas.
Simón Rodríguez sostuvo que en la República la escuela debía ser política, como en las Monarquías, “pero sin pretextos ni disfraces”. Para Artigas la escuela no sólo debía proporcionar instrucción, sino que, en tiempos de “regeneración” política y moral, debía formar conciencia cívica, ciudadanos de la nueva América, verdaderos republicanos, erradicar “al godo interior”, a la monarquía que permaneció enquistada en la república. Esa es, pensamos, la “virtud” a que se refiere Artigas. Y Pagola no sólo era un “mal europeo” sino un “peor americano”, lo que agravaba la falta y la convertía en traición, en primer lugar, hacia sí mismo.
La revolución no fue para Artigas un gatopardesco cambio de gobierno, sino que, en el proceso, comprendió la necesidad de una transformación de la sociedad desde sus bases. Allí radica la autenticidad de su definición republicana que no podía ser otra cosa que democratizadora y popular.
Foto de portada:
Artigas en Purificación. Óleo de Pedro Blanes Viale.