Salvador Schelotto
Mariano nos engañó a todos. Sin decirlo de una manera explícita y con sutiles estratagemas y artificios logró hacernos creer que él siempre iba a estar. Siempre.
Ese hijo y nieto de inmigrantes gallegos y vascos de algún modo nos convenció que iba a vivir siempre junto a nosotros.
Jamás habíamos considerado la posibilidad de no encontrarlo paseando algún día por el Rosedal del Prado, o haciendo las compras en su barrio, el Paso Molino. Se lo podía ver apreciando la Bahía desde el balcón del Parque Capurro o recorriendo alguna de las fotogalerías a cielo abierto sorprendiéndose por las imágenes allí expuestas. Nos hicimos a la idea que siempre era posible encontrarlo -una noche sí y otra también- en algún espectáculo en el Solís, en la cola de Cinemateca, tomando un café o una grappa con limón en algún bar del Centro, por caer de improviso al local de Ediciones de la Banda Oriental, o cruzárselo esperando por ingresar a alguna función en el foyer de El Galpón. También él nos habituó a verlo ejecutar sus temibles maniobras automovilísticas y lograr estacionar en lugares inverosímiles, que a veces no lograba recordar. Y a verlo caminando en la playa de La Paloma o compartiendo un asado con compañeras y compañeros en algún balneario de la Costa de Oro.
Cada muestra o exposición que se abriera en el MAPI, en el Museo Blanes, en el Figari o en el Gurvitch lo tenía como presencia ineludible, y si no podría asistir ese día, a la semana siguiente con seguridad lo podíamos encontrar recorriendo las obras, comentándolas, felicitando a los artistas, a los trabajadores del lugar y a los responsables del montaje.
Nos acostumbramos -demasiado- a verlo en los conciertos de la Ossodre y de la Filarmónica, en los organizados por el Centro Cultural de Música, pero también en los de nuestros artistas populares. Amaba tanto la música “culta” (que siempre sonaba en su casa) como al jazz, el tango, el candombe, la música popular brasileña y tantas variantes de la expresividad musical.
Nos habituamos a contar con su presencia en el anuncio o la concreción de los más variados emprendimientos culturales, presentaciones de libros, premiaciones, en muchos casos convocado como comentarista filoso y a la vez empático (esperábamos verlo presentar mismo ayer jueves un libro sobre políticas de vivienda, e inexplicablemente faltó sin aviso, algo que nunca ocurría).
Pero también era figurita conocida en las fiestas e inauguraciones de cooperativas de vivienda, las que además insistían en invitarlo una y otra vez a sus actividades, a las que no faltaba.
Cada vez que en la Facultad de Arquitectura se abría una muestra o se presentaba una conferencia interesante, él estaba allí, entreverado en el público, así como después -como bobeando- se perdía hojeando publicaciones en el quiosco del Centro de Estudiantes, para encontrar novedades y sorprenderse.
Tan sutil fue su engaño, tan tenaz, tan sólido persistente, que hasta se esforzaba por tocar el timbre y caer de improviso de visita y por realizar a diestra y siniestra llamadas telefónicas en horarios y días inverosímiles, por ejemplo, un domingo a primera hora de la mañana o un día feriado.
Esas visitas o insistentes llamadas podían tener el pretexto más insólito: desde conversar sobre una idea o nuevo proyecto suyo, hasta comentar un libro recientemente leído o un episodio de TV del comisario Montalbano, una noticia escuchada esa misma mañana en la radio, un artículo periodístico que había leído en La Diaria o de Brecha, pedir un número de teléfono o rezongarnos por haber cometido alguna metida de pata o por no habernos opuesto más enérgicamente a alguna agresión al patrimonio o alguna barbaridad del gobierno. Nos hacía ver, de esa manera taimada, que él estaba en todo y en todos lados, siguiendo las noticias internacionales e indignándose por el avance de los fascismos y las derechas xenófobas, por los disparates de Trump o de Bolsonaro.
Seguía con atención la política internacional y se ocupaba de averiguar los resultados electorales y las controversias que se planteaban en México, en los Estados Unidos, en Colombia, en España, en Italia y en Francia y por supuesto en nuestra América del Sur.
Cada vez que se encontraba con un espacio público recientemente acondicionado o una obra de arquitectura nueva en la ciudad que le llamara la atención, se interesaba por conocer quién la había proyectado y construido, por conseguir sus teléfonos y por llamar a sus autores para felicitarlos y congratularse aún más si éstos eran jóvenes recién egresados.
Cuando necesitaba un dato recurría a la biblioteca de la Facultad de Arquitectura o a la de la Sociedad de Arquitectos (era absolutamente inútil buscarlo en su casa, abarrotada de libros y revistas, porque jamás iba encontrar esa particular publicación), y no aflojaba hasta encontrarlo y tomar rigurosa nota.
Pero también lo encontrábamos en escenarios políticos, acompañando todas las causas cívicas y partidarias junto a su pueblo: un primero de mayo en la plaza, cada 20 de mayo en la calle marchando en silencio, presente cada 17 de abril en el recuerdo de los “Mártires de la 20”, cada 25 de agosto en su Comité de Base (el Mario Benedetti de la coordinadora D en Capurro y Juan M. Gutiérrez). Cada campaña política lo encontraba en su lugar de ciudadano inquieto y comprometido (la última de ellas, la del referéndum contra la LUC).
Tan sutil fue su estratagema que no se detuvo en las actividades públicas: se esmeraba por llamar o visitar a los enfermos, por acompañar a quienes estaban pasando un mal momento o necesidades, por celebrar cumpleaños y nacimientos, por recibir a amigos que llegaban del exterior, por mantener largas tertulias sobre literatura o cine, o consolar a quienes habían perdido un amigo o un familiar.
Su estrategia incluyó también no quedarse en Montevideo: si no recibía invitaciones para asistir a alguna actividad en el interior del país, él las inventaba y allá nos arrastraba a ir con él, por ejemplo, a la Iglesia de Dieste en Atlántida. La última que recuerdo fue la presentación de su libro “Papeles dispersos” en el Centro Cultural Pareja en Las Piedras, junto a su querido Marcos Carámbula.
No tenía cuentas en redes sociales, no las necesitó para hacerse presente para estar “en todas partes al mismo tiempo”.
Nada más podría agregarse de alguien que reconocido ampliamente en el país y en el exterior, tanto en nuestra América como en Europa. Más que las condecoraciones y distinciones de gobiernos, a las que nunca hacía referencia, recordaba los homenajes que le tributaron la red de Mercociudades, que él fundó, las muchas universidades que le otorgaron reconocimientos y títulos honoris causa, la Federación Panamericana de Asociaciones de Arquitectos, que le dio su Medalla de Oro o el premio a la trayectoria en Urbanismo que le otorgó el MVOTMA en 2019.
Homenajes que culminaron con los reconocimientos el año pasado del Gobierno Departamental y de la Sociedad de Arquitectos.
Pero todo fue una ilusión. El domingo pasado, y sin aviso previo, Mariano nos dejó. Ahora podrá seguir ejerciendo, junto a su tan recordado, querido y admirado Líber Seregni, el paradigma de pensar libremente, decir lo que se piensa y hacer lo que se dice.
Parafraseando al gran Alfredo Zitarrosa, puedo decir que el domingo pasado anduvo la muerte buscando entre sus libros alguna cosa. Desde ahora en más, nos faltará Mariano, pero guardaremos un sitio para él en la fila, si bien sabemos que hay una respiración que falta. Faltará su cara en la gráfica del pueblo, su voz en la consigna, en el canto, en la pasión de andar, sus piernas en la marcha, sus zapatos hollando el polvo, sus ojos en la contemplación del mañana, sus manos en la bandera, su lengua en el idioma de todos, el gesto de su cara en la honda preocupación de nuestros hermanos.
Se fue así un inconformista, un removedor de conciencias, un agitador, un constructor de equipos y un líder democrático. Pero por sobre todo se fue un ciudadano y un ser humano querible.
Más de uno se está preguntando si una ciudad puede quedar huérfana. Y yo les digo que sí. Porque Mariano adoptó a Montevideo, y con ella nos adoptó a todos nosotros, que lo asumimos como “intendente eterno”.
Desde el domingo pasado, Montevideo ha quedado huérfana, porque Mariano Arana era Montevideo. Y Montevideo, definitivamente, fue, es y seguirá siendo Mariano Arana.
Foto de portada:
Mariano Arana en la presentación del libro «Arana, pasión por Montevideo» en la feria “Plaza del Libro” en el Palacio Estévez. Foto: Javier Calvelo / adhocFOTOS.