… Un hombre ha pasado por la tierra
Y ha dejado cálida la tierra para muchos siglos…
Y así como tu vida era la vida de la vida
Tu muerte será la muerte de la muerte
…Un hombre ha pasado por la tierra
y ha dejado su corazón ardiendo entre los hombres.
Vicente Huidobro
1. Dos hombres. . . y todo un pueblo
Dos hombres caminan por las calles de Petrogrado. Numerosas patrullas militares galopan por la ciudad de Pedro y grupos de espías y agentes policiales escrutan en la sombra el rostro de los transeúntes o les exigen la identificación.
Se acerca la medianoche del 24 de octubre de 1917, vigilia armada de la revolución socialista.
En la alta y fría noche, los pasos de los dos caminantes redoblan sobre el pavimento. Una patrulla los detiene: buscan obstinadamente a Lenin. Hay orden de matarlo. Eino Rahia, enlace del Comité Central del Partido bolchevique, el más alto de los dos, de aspecto báltico o finés, entretiene al militar mientras su acompañante prosigue la marcha. Las contraluces destacan la silueta que se aleja: un hombre más bien bajo y grueso, el paso enérgico y nervioso, la cabeza socrática, poderosa y atrayente para el escultor.
Hoy, a poco más de medio siglo, cientos de millones de hombres reconocerían a Lenin -a pesar del burdo y elemental disfraz-, al jefe de la revolución socialista internacional.
Es Lenin que pasa presuroso frente al ojo de la muerte, horas antes del trueno del “Aurora”.
Anda rumbo al Smolny, el cuartel general de la insurrección, situado en la otra punta de la
ciudad crispada y vigilante. “Alrededor hay luces miles… en los hombros correas de fusiles”
canta, en Los 12, Alejandro Blok.
Eino Rahia ya lo alcanza y juntos llegan al antiguo Colegio de Señoritas de la nobleza; ahora funciona allí el cerebro de la dirección bolchevique.
“La aparición de Lenin fue inesperada por completo. Entró en el Smolny sin que nadie lo aguardase. Este acto de Lenin, asombroso por su audacia, dejó atónitos a todos los presentes, pues conocíamos perfectamente que los sabuesos de la contrarrevolución andaban literalmente a la caza de Lenin y que el Gobierno Provisional había ofrecido por su cabeza una fuerte recompensa. Y de pronto, sin avisar y sin que nadie le protegiese, Vladimir Ilich se encamina al Smolny, a través del borrascoso Petrogrado, donde a la vuelta de cada esquina podía acecharle el enemigo” -así recuerda el episodio . Eréméev, jefe de los grupos de ametralladoristas de la fábrica Putílov.
No está muy claro si Lenin abandona su refugio -el apartamiento de Fofánova, en Víborg, suburbio obrero de Petrogrado-, por disposición del Partido, o si asumió la responsabilidad de enfrentar todos los riesgos a fin de ocupar directamente el cargo que desempeña, Jefe del Partido bolchevique, dirigente de la insurrección que viene preparando desde julio-agosto, a través de una vasta y rica labor teórica, política, organizativa y técnico-militar y, a menudo, polémica, ya con sus viejos compañeros de Partido, ya con los recién incorporados, como Trotsky, de vieja extracción no bolchevique. Así culmina su brillante y vigorosa madurez. Lenin tiene 47 años; le quedarán de vida otros siete, colmados por un trabajo titánico: echar los cimientos de nuestra época, el tiempo de la victoria internacional del socialismo. Se debe, para ello: salvaguardar la revolución triunfadora; vencer en la guerra civil; concebir concretamente, entre las ruinas y el atraso, las rutas inéditas de la construcción socialista; fundar y dirigir la Internacional Comunista; pensar la estrategia y la táctica de la revolución socialista internacional, incluida la presencia infaltable de la insurgencia de los pueblos coloniales y dependientes; establecer las correlaciones dialécticas entre la paz y la revolución en un mundo escindido por sistemas sociales antagónicos, mortalmente enemigos; ser Jefe del Partido -del más aguerrido Partido del proletariado, imagen
inspiradora para todos los partidos obreros del mundo- lo que supone encabezar un colectivo
de dirección unificado por los principios marxistas, pero forjado en caliente como un metal, por la lucha ideológica, la disciplina consciente y la exigencia de la responsabilidad individual. Y sin ser objeto de culto, ser un Jefe auténticamente popular (alguna vez en su juventud debió defender “la autoridad de los jefes” y a ello volvería después de la revolución en las páginas magistrales de “La enfermedad infantil…”, un Jefe querido y respetado por el Partido y por el pueblo, sin pagar tributo a la mezquindad demagógica, sin retacear la crítica del error, pero libre de la reseca pedantería del burócrata. Y, sin duda, provisto de conocimientos teóricos además de dominador del método marxista. Ya en “¿Qué hacer?” -al referirse a los jefes europeos-, Lenin escribe citando a Engels: “Sobre todo, los jefes deberán instruirse cada vez más en todas las cuestiones teóricas, desembarazarse cada vez más de la influencia de la fraseología tradicional, propia de la vieja concepción del mundo, y tener siempre presente que el socialismo, desde que se ha hecho ciencia, exige que se lo trate como tal, es decir, que se le estudie”.
Todo esto, y quizás más, fue y forjó Lenin en los siete años que van hasta su muerte, apenas si a los cincuenta y cuatro.
Cualquier otro trecho se podría cortar de su biografía y exaltar allí la grandeza de Lenin: ¿su
fresca y fértil generalización teórica de los procesos de la fase imperialista del capitalismo? ¿La lucha contra la guerra imperialista? ¿La elaboración de la teoría de la revolución rusa, del papel hegemónico del proletariado en sus fases democrática y socialista? ¿Su labor peleadora contra el revisionismo en los Congresos de la II Internacional? Verdad; todo ello es difícil de separar, todo esto apasiona y admira, y todo esto es Lenin.
Empero, nos parece encontrar a Lenin entero, en estos meses del año 1917, desde la Tesis de
Abril, o el grito histórico -con un tanque por tribuna: “Viva la revolución socialista!”, hasta esta andanza nocturna -casi a la medianoche- rumbo al Smolny, en desafío sereno y a plena conciencia del riesgo mortal. El episodio -absurdo para fríos calculadores, que nunca jugarían así su pellejo – parece otorgarnos una clave para captar a este hombre genial, a este sabio sistemático, a este revolucionario apasionado, a este jefe de Partido.
El sentido de la vida de Lenin es la revolución socialista. Desde el día en que su hermano Alejandro fue ajusticiado y el estudiante Volodia -Vladimir llich Uliánov, más tarde Lenin por nombre de guerra- que lo quiere profundamente, pronuncia, sin embargo, la célebre frase “seguiremos otro camino”; o cuando responde orgulloso al gendarme obtuso que lo lleva a la cárcel.
Siempre, hasta esta marcha de la medianoche del 24 de octubre de 1917, Lenin se entregó al servicio de ese objetivo y supo crear el instrumento vivo de su realización: el Partido de los bolcheviques, el Partido marxista ruso.
Lenin es esto, antes que nada: un revolucionarlo comunista, un jefe de revolucionarios comunistas organizados en partido de vanguardia.
Es este mismo Lenin que, en la primera juventud, estudia El Capital, o analiza -año tras año, cifra tras cifra- las peculiaridades del desarrollo del capitalismo en Rusia, o se encierra uno o dos años en la Biblioteca del Museo de Londres, o toma por asalto cientos de libros de filosofía y física para emprender la batalla de “Materialismo y empiriocriticismo”; o, en los pródromos de la primera guerra mundial imperialista, acumula cientos de páginas para analizar la fase imperialista del capitalismo, o se zambulle en la lectura exhaustiva y acotación de Hegel para rescatar el “alma palpitante” del marxismo -la dialéctica- y blandirla como una espada contra el oportunismo.
Es el mismo que estudia cuidadosamente a Clausewitz y otros estrategas, que anota a Cluseret acerca de los combates de calle, y lee y relee y vuelve a leer la historia -política y técnica- de las grandes revoluciones, y que se regocija cuando 1905 rehabilita -bajo otras formas, la guerrilla, la táctica de barricadas, descartada por Engels, por razones militares, luego de las luchas de calle de 1848 y la Comuna de París.
Este Lenin es el que se lamenta, luego de una noche de insomnio -a la vera de una biblioteca
bien nutrida, en momentos de graves decisiones- por falta de tiempo para estudiar a los pintores contemporáneos, o el que teme emocionarse hasta la ternura con la Appassionata de Beethoven, porque su obra consiste en la liberación de la clase obrera y los pueblos oprimidos, en transformar el hombre por la abolición de las condiciones sociales de explotación de un hombre por otro.
Asombra verificar -a medida que pasan los años- con qué claridad meridiana esa misión se formula en sus trabajos juveniles, en aquéllos, justamente, que fueron el cimiento inconmovible de la victoria de la revolución socialista rusa. Me refiero a “¿Quiénes son los «amigos del pueblo?”, o a “¿Qué hacer?”, a “Un paso adelante, dos pasos atrás”, a “Dos tácticas…”
En “¿Qué hacer?” -obra en que el ímpetu de Lenin se encauza en la soltura de una prosa fresca, una excelente sistematización de argumentos- hallamos esta afirmación luminosa:
“La historia plantea hoy ante nosotros una tarea inmediata, que es la más revolucionaria
de todas las tareas inmediatas del proletariado de cualquier otro país. La realización de
esta tarea, la demolición del más poderoso baluarte, no ya de la reacción europea, sino
también (podemos decirlo hoy) de la reacción asiática, convertiría al proletariado ruso
en la vanguardia del proletariado internacional. Y tenemos el derecho de esperar que
obtendremos este título de honor, que ya nuestros predecesores de la década del 70,
han merecido, siempre que sepamos inspirar a nuestro movimiento, mil veces más vasto
y profundo, la misma decisión abnegada y la misma energía”.
2. Una línea justa, un partido proletario y la pasión revolucionaria de la vieja generación
En esta afirmación -Lenin no incurre jamás en frases de oropel, o en la sustitución de conceptos claros por imponentes giros literarios- anticipa todo el papel histórico-universal de la revolución rusa; su proyección en Occidente y Oriente, lo que será más tarde la teoría de Lenin de la revolución socialista internacional, confluencia de todos los caudales -proletarios, democráticos, antimperialistas- de la revolución contemporánea. Pero subrayemos también esta evocación de Lenin a la vieja generación de revolucionarios rusos -que “con la bomba y el revólver”- y “siendo un puñado”, se enfrentaron a la monstruosa autocracia zarista. ¡Que nuestro movimiento -proletario, socialista- más vasto y profundo, esté inspirado por la pasión revolucionaria, la energía y el heroísmo de la vieja generación populista! -parece decir. ¡Inestimable lección para todos los partidos comunistas del mundo!
Se ha escrito que esta actitud de Lenin obedece a las circunstancias de haber surgido en e límite de dos generaciones, la antigua, de los años setenta del siglo XIX -nace justamente en esa fecha- frontera y la posterior, en la que se destacan y desarrollan los marxistas.
La apreciación puede tener cierta validez si, además de esta vecindad cronológica, se ve en
Lenin la superación teórica y práctica de las carencias populistas y si se distingue -como él
siempre lo reclamó- el contenido de clase de cada movimiento (“La enseñanza de nuestra
revolución consiste en que sólo los partidos que se apoyan en clases determinadas son y sobreviven”).
La superación práctico-crítica del movimiento “Voluntad del pueblo”, que realiza Lenin, y que ya fuera emprendida antes por Plejánov y su grupo, arranca de una valoración histórica certera de sus virtudes; esa herencia que no se debía regalar a los grupos y partidos que transformaron en bandera las insuficiencias ideológicas y tácticas de estos narodvoltzi, con el propósito de disputar al marxismo, a la clase obrera y su partido, la conducción de la revolución.
Lenin habla y recuerda con pasión de revolucionario, a esa generación heroica, de la que fue
discípulo su hermano Alejandro. Y en un trabajo señero “Tareas urgentes de nuestro movimiento”, (el mismo en que escribe: “Hay que preparar hombres que no consagren a la revolución sus tardes libres, sino toda su vida”). Lenin concluye con el discurso insuperable de Piotr Alexéiev ante el tribunal.
Lenin respeta no solamente su pasión revolucionaria a revolucionarios como Zhéliabov y Sofía Peróskaia, integrantes del grupo que ejecutó al zar Alejandro II en marzo de 1885.
En “Por dónde empezar” -abreviado análisis del clásico ¿Qué hacer? -Lenin rechaza la idea de quienes ven en la existencia de una “organización de combate” la peculiaridad de un giro táctico.
Tanto “la agitación política”, como la formación de “la organización de combate” -dice- son
tareas permanentes. Y en respuesta a aquellos que creen inmotivada la “organización de combate” en periodos de lento desarrollo social, agrega:“…precisamente en tales circunstancias y en tales períodos es especialmente necesario el trabajo indicado, porque en los momentos de explosiones y estallidos ya es tarde para crear una organización”.
No fue ese, por cierto, el error de los viejos revolucionarios de la década, del 70; éste “consistió en apoyarse en una teoría que, en realidad, no era en modo alguno una teoría revolucionaria, y en no haber sabido, o en no haber podido, establecer un nexo firme entre su movimiento y la lucha de clases que se desenvolvía en el seno de la sociedad capitalista en desarrollo”.
Rodney Arismendi
Primer capítulo del libro “Lenin, la revolución y América Latina”.