Por Gonzalo Perera
Las construcciones discursivas del pensamiento hegemónico, desde su apoyatura en el llamado “sentido común”, aún en sus elaboraciones más específicas o coyunturales, mantienen una regla de oro: su forma de ver o representar la realidad es única e indiscutible.
Instalan la convicción más profunda de que es irracional o insensato elaborar cualquier posible alternativa. Regulan desde las conductas hasta la manera de sentir, desde la ética hasta la estética, con una estricta funcionalidad a la dominación.
Como eco de ese molde hecho a medida del poder, sus voceros, ya sean los medios de comunicación de masas o sus múltiples servidores en las diversas esferas de la actividad social, a menudo recurren al singular para instalar una visión uniforme y supuestamente “neutra” de temas complejos.
Un claro ejemplo se ha dado, en ambas márgenes del Río de la Plata, en la producción rural. En su momento, y en Argentina, una construcción llamada “el campo” se levantó contra el gobierno de Cristina Fernández, con alto nivel de repercusión en los medios del Grupo Clarín. En su base, una modificación en la tributación de la producción rural que, objetivamente, perjudicaba a “la patria sojera”, pero que favorecía a los productores de otros oleaginosos y de todo otro tipo de productos agropecuarios. Pero se presentaba el mundo de la producción rural como un único ente, llamado «el campo”, ignorando su compleja diversidad. Además, por supuesto, se ignoraba toda forma de oposición de clase, ubicando en la misma trinchera al gran terrateniente (en general estrechamente vinculado al gran industrial, al gran financiero, etc.) y a los pequeños productores, frecuentemente de emprendimientos familiares, de volúmenes y extensiones de producción muy bajos, que en general son víctimas de las políticas tributarias fijadas a medida de la oligarquía.
Naturalmente, lo más triste del caso es que no pocos pequeños productores se sintieron parte de “el campo”, y, desde esa construcción ideológica, su subjetividad se posicionó estrictamente en contra de su beneficio objetivo. No hay mejor fotocopiadora que la derecha, que, así como te instala un Macri en una orilla, te instala un Lacalle Pou en la otra. En el período de gobierno anterior, “el campo” se instaló aquí y se llamaba “Un Solo Uruguay”.
Obviamente, el propio nombre era revelador. Si Uruguay fuera uno solo, mi vecino que está sin laburo tendría algún canal de televisión, alguna que otra radio, algunas acciones industriales, cuentas bancarias por aquí y por allá, algún establecimiento ganadero, etc. Pero mi vecino no tiene nada de eso pues no porta alguno de los pocos apellidos para los cuales el Uruguay reserva esos privilegios. No hace falta una lectura de la sociedad en términos de lucha de clases para darse cuenta que hay más de un Uruguay, y que, en los polos, se recortan claramente dos: el de los que tienen mucho que precisan nunca y el de los que nunca tienen lo que precisan mucho. Pero se armó el rodeo mediático, y se fue generando clima en la población, y más de uno que no tiene nada o tiene muy poco, apareció poniéndose del lado de los que protestaban en 4×4. Los reclamos eran por los precios de combustibles u otras tarifas, por ejemplo. Llegó Lacalle Pou y todas las tarifas se aumentaron varias veces, pero acompasadas con medidas tremendamente beneficiosas para los grandes agroexportadores. Así que ante los recientes nuevos aumentos, “Un Solo Uruguay” hizo sonar su atronador silencio. Mientras, aquellos que siendo de extracción popular no tienen conciencia de clase, que simpatizaron con los de a caballo o en 4×4 que jamás tuvieron, ahora están completamente en la lona, porque para ellos hubo aumentos de todas las tarifas, pero ninguna medida de rescate.
Esas visiones mágicas e idílicas, de que estamos todos en la misma, que tenemos que tirar todos para el mismo lado, que todos somos uruguayos, que todos somos la celeste, etc., una y otra vez esconden la más brutal desigualdad en la distribución de la riqueza, de los bienes, servicios y hasta de los derechos. Porque estas construcciones hegemónicas de sociedades idealizadas y homogéneas suelen incluir un apabullante doble rasero a la hora de medir acciones y actitudes.
Porque hay aglomeraciones que son un atentado contra la seguridad pública, por la crisis sanitaria, y ameritan enviar personal policial a disolverlas (no siempre de la manera más amable), sobre todo si son gurises pobres, por ejemplo. Pero en otros casos se notifica y a lo sumo se multa.
Porque cuando la pandemia se instaló, el presidente eligió un grupo académico para que lo asesorara, el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH), el que fue homenajeado, exaltado e invocado como Biblia cuando sus conclusiones avalaban mantener medidas prolongadas de restricción leve a la movilidad, de forma de que los “motores de la economía” siguieran encendidos, de que las zafras de los “malla oro” tuvieran personal a disposición (aunque se enfermaran y contagiaran). Cuando “la Ciencia” le sirvió, el gobierno la usó. Cuando empezó la previsible escalada de contagios y defunciones (181 en 9 meses y medio hasta el 31 de diciembre del 2020, 5 mil en los 6 meses y medio posteriores), el GACH comenzó a hacer aseveraciones políticamente inconvenientes, como lo hizo desde el 7 de febrero del 2021, indicando que aún vacunando había que reducir la movilidad para reducir los contagios. A medida que no se blindó ningún mes, a medida que las muertes diarias eran 50 o aún más (en un día, un tercio del total del 2020), las declaraciones del GACH se volvieron muy distantes de las decisiones gubernamentales, generando una fisura indisimulable. Aparecieron entonces los que aclararon que al Uruguay no lo gobiernan los científicos, algún personaje pintoresco caricaturizó la actividad científica y universitaria en el Parlamento, y, tras unas cuantas renuncias individuales, se viene el mutis por el foro del GACH. Léase: si la Ciencia coincide con la decisión previamente tomada, alabada sea, si la contradice, atacada sea.
Porque cuando en un país se denuncian violaciones a las disposiciones electorales, Uruguay las condena. Pero cuidado, que se condena a veces al denunciante y otras al denunciado, que nadie vaya a confundirse. Depende de quién se sienta a la derecha de la mesa regional y quién a la izquierda. Si denuncia una irregularidad X la izquierda, solidaridad con la derecha denunciada. Si denuncia la misma irregularidad X la derecha, solidaridad con la derecha denunciante.
Porque si de tierras palestinas se lanzan proyectiles hacia territorio israelí, Uruguay se solidariza con el atacado, con el Estado de Israel. En cambio, si desde el Estado de Israel, potencia nuclear, se lanzan proyectiles hacia territorio palestino, Uruguay se solidariza con el atacante, el Estado de Israel.
De contribuciones genuinas a la convivencia pacífica de dos estados parece que no hay que preocuparse, sino de las “declaraciones poco felices” de la embajadora palestina, cuando indicó lo obvio: que Uruguay había cambiado de postura en el tema y para mal.
Vivimos en el Uruguay del amparado en sus privilegios y del privado de todo derecho, de la gran polarización que genera el gobierno de las clases dominantes: en la economía, en los temas sanitarios, en su política exterior, etc.
El Uruguay del doble discurso, de la doble moral, del doble rasero. Gobierna la derecha, pura y dura, y más que nunca, vivimos en “Un doble Uruguay”.