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“El fútbol es propiedad popular” decía Bielsa hace unos días en conferencia de prensa, y pese a los sesudos análisis esnobistas que intentan cuestionar el rol de este deporte en el sistema, que lo consideran un opio de los pueblos, la realidad es que el fútbol sigue siendo motivo de felicidad para los más pobres, es motivo de alegría colectiva.
Si bien, como a todo en este mundo, el sistema logró convertir a este deporte (y a todos), en un negocio, donde lo que importa es la rentabilidad, la magia del fútbol sigue intacta. Esa magia porfiada que da sorpresas inesperadas a contrapelo de todas las estadísticas. La misma magia que moviliza a los jugadores a salirse de la comodidad de estrellas mundiales millonarias, y ponerse en el lugar de los más olvidados, porque una vez lo fueron ellos.
Hay que mezclar
El lugar de los futbolistas en la sociedad no ha cambiado, siguen siendo ídolos populares, admirados por miles (o millones) de personas, con improntas personales que muchas veces trascienden e impactan aún en sociedades que no tienen tan arraigado al fútbol. Son el ejemplo, son a lo que aspiran niños y niñas de todo el mundo. Pero también son una marca.
Salir de un barrio humilde, romperla jugando al fútbol, poder ser el sostén de sus familias, convertirse en ídolos mundiales. El sueño del pibe sigue siendo ese. Llegan a la cima (con todo lo que eso conlleva) jugando al fútbol, y el sistema espera que cuando lleguen a ese lugar se sigan dedicando solo a “jugar a la pelota”, con las excepciones, claro está, de aquello que le sirva a quienes viven de hacer negocios con el fútbol.
De los futbolistas se exige que se concentren solamente en ser los mejores, en tener un buen rendimiento, en ganar los partidos, en ser representantes de sus países, pero no les gusta cuando son representantes de los pueblos. Cuando se alzan las voces que exigen que el deporte más popular del mundo tome postura, se lo hace de la forma más lavada y menos comprometida posible. Así es que, se hace a los futbolistas posar con carteles con consignas tan genéricas, que los planteos son desdibujados y vacíos. “No a la guerra”, “no a la violencia”, “no a la discriminación”. Se les dan a los capitanes cintas que buscan decir algo, pero no dicen nada, porque cuando se quiere contextualizar algo, mostrarlo con el ejemplo concreto de la realidad, la respuesta es “son futbolistas, que se dediquen a jugar a la pelota”.
Salen a la cancha con un cartel que dice “basta de racismo”, pero se lo increpa a Vinicius Jr, cuando señala una y otra vez el racismo del que es víctima. Se aplaude a Neuer cuando usa la cinta con los colores del arcoiris, como apoyo a la comunidad de la diversidad, pero no se permite a los jugadores cuestionar la política represiva de algunos países. Se puede cuestionar la guerra que llevan adelante algunos países, pero no se permite cuestionar el genocidio de palestinos.
Entonces, cuando al sistema le sirve se aplauden las expresiones políticas. Pero cuando esas expresiones cuestionan al sistema, quienes terminan recibiendo los cuestionamientos son los futbolistas, y desde todos lados se levanta el pataleo de que “no hay que mezclar el fútbol y la política”.
No pasarán
La selección de Francia históricamente se ha nutrido de futbolistas de las colonias francesas, de inmigrantes, de hijos de inmigrantes, a los que se les aplauden los triunfos, pero no se les permite expresarse. A los que se le brindan derechos a cambio de esos triunfos, y se los acusa cuando osan denunciar.
Este año las elecciones legislativas de Francia se dieron en medio de la Eurocopa y distintos futbolistas de esa selección, con Mbappé a la cabeza, se pronunciaron en cada conferencia de prensa por la importancia de ir a votar y frenar a la ultraderecha. Finalmente, Le Penn y compañía fueron la tercera fuerza, y el frente de izquierda se consagró en las elecciones.
Y claro, el resultado no fue consecuencia directa de las declaraciones de los futbolistas, pero sabiendo la admiración que generan y que son ejemplo para muchos, sería una necedad ignorar el impacto que tienen.
Los futbolistas franceses dejaron de lado las consignas vacías, le pusieron contexto y hablaron de la realidad. Le pusieron nombre y apellido a la discriminación y al odio, a quienes pregonan la infelicidad y la injusticia, a quienes se abren paso gracias a la desigualdad. Hablaron en nombre de los pobres, de los inmigrantes, hablaron en nombre de las minorías y los chivos expiatorios del fascismo. Si estar en la selección nacional de un país es representarlo, los jugadores no solo representaron a Francia, sino, y por, sobre todo, representaron al pueblo francés.
Después de los 90
Si las selecciones representan países, si los clubes dicen ser representantes también, entonces es justo que los hinchas les exijamos a nuestros representantes que se posicionen. Y esa exigencia tiene siempre la misma base, que además de ser ídolos futbolísticos sean parte del pueblo.
Claro, una vez que abren la boca para denunciar alguna injusticia o desigualdad, cuando se paran como voz de la clase de la que salieron, y no en función de su cuenta bancaria actual, se le hacen los señalamientos más absurdos. Cómo vas a hablar en nombre de los pobres si tenés un auto de alta gama, a quién se le ocurre que si estás lleno de plata por jugar al fútbol te preocupe la gente de a pie.
A los futbolistas se les puede perdonar muchas cosas. Se les perdona cuando abusan de mujeres, cuando las golpean. Se les perdona que evadan impuestos, que estén involucrados en hechos de corrupción. Se les perdona insultos racistas, xenófobos, homófobos hacia sus rivales. Se les perdona que tengan expresiones fascistas o nazis. Pero no se les perdona que sean parte del pueblo, que defiendan los intereses de las mayorías, que dejen las tibiezas de lado para denunciar quienes son los pocos dueños de todo, que se enriquecen a costa de explotar a la mayoría.
Los futbolistas son parte de esa mayoría explotada, aun teniendo muchos beneficios con esa explotación. Son los pobres a los que sacan a de la periferia o las colonias, para que traigan gloria y plata. Y esperan que las mieles del capitalismo los haga olvidarse de dónde vienen, entonces, cuando no lo consiguen, cuando no les gana el individualismo y la frivolidad, los odian. Los odian porque siempre los odiaron, como odian a cualquiera que es parte del pueblo. Los odian porque también odian al fútbol, más allá de que sea el negocio más rentable que encontraron. Odian al fútbol, porque es el deporte del pueblo.
Y como también dijo Bielsa en estos días, el fútbol “es una expresión cultural, una forma de identificación”, y por más negocio que hagan con él, no pierde su carácter popular, porque no hay corrupción posible que le saque la magia al fútbol. La magia que hace que un deporte inventado en Inglaterra tenga en sudamericanos a sus mejores exponentes. La magia que rompe estadísticas, cuando un país africano elimina a un europeo de un mundial, o que da revancha con la mano de d10s. La magia que hace que millones de euros en una cuenta bancaria, autos de alta gama y mansiones, no hagan olvidar a los ídolos populares que su lugar es siempre con el pueblo.
Foto
Público en la explanada de la Intendencia de Montevideo, en la pantalla de IMPO durante un partido de fútbol de la selección uruguaya en el último mundial de fútbol. Foto: Ricardo Antúnez / adhocFOTOS.