Ahora y siempre

Por Gonzalo Perera

Hay imágenes que uno graba en su memoria. En la etapa final de la dictadura, tras un acto del sector “wilsonista” que hegemonizaba el Partido Nacional en ese entonces, pude observar a un grupo de jóvenes, un poquito mayores que yo, con sus cabezas impecablemente cubiertas de boinas blancas, coreando a todo pulmón: “No hubo errores, no hubo excesos, son todos asesinos los milicos del proceso”.

Algunos de esos jóvenes de entonces luego fueron parlamentarios u ocuparon diversos cargos de responsabilidad política. Uno de ellos es hoy presidente del Honorable Directorio del Partido Nacional, Pablo Iturralde.
Creo innecesario aclarar que los seres humanos, por definición, cambiamos a lo largo del tiempo. En función de las experiencias que vamos acumulando, extraemos aprendizajes que van moldeando nuestro pensar y sentir. Sería absurdo poner en tela de juicio las posturas de una persona de 60 y pico por no tener las mismas posturas que a los 20 y pico. Pero como en todo, hay una cuestión de medida. No es lo mismo un cambio de matices, de radicalizar o moderar un poco las posiciones dentro de determinado espectro del pensamiento político, que un cambio que haga pensar si se trata de la misma persona o no.
En reiteradas ocasiones, ya desde hace más de un año, Iturralde, refiriéndose los Derechos Humanos, ha abogado por “reconciliación real “, por una “disculpa real” de “ambas partes” (sic), en alusión a ex guerrilleros y a terroristas de Estado, y por una suerte de “punto final” al reclamo por Memoria, Verdad y Justicia.
No tenemos absolutamente nada contra la persona de Pablo Iturralde. Además, no es detalle menor que presida la colectividad política más antigua del país y que desde octubre del 2004 a la fecha se ha consolidado como la segunda fuerza política uruguaya detrás del Frente Amplio, el Partido Nacional. Obviamente eso merece respeto.
Pero es imposible no mencionarlo si queremos analizar las ideas y proyectos políticos que expresa.
Si su postura juvenil fue un radicalismo circunstancial, su postura actual expresa un pensamiento esencial al ADN político de la derecha, contra el que argumentaremos tantas veces como sean necesarias.
En primer lugar, la postura actual de Iturralde abreva de las viejas fuentes de la “teoría de los dos demonios”, regada durante décadas por, entre otros, Julio María Sanguinetti. Según dicha teoría, el momento más oscuro de nuestra historia consistió en un enfrentamiento entre un movimiento guerrillero y las Fuerzas Conjuntas (Fuerzas Armadas y policiales) que cometieron “excesos” en su combate. Por eso se alude a “ambas partes”.
La teoría de los dos demonios es rematadamente falsa. Repasemos brevemente por qué.
En primer lugar, como lo mostraron los hechos y posteriormente la documentación desclasificada en EEUU, la dictadura militar en Uruguay (y el resto de las que asolaron la región) no surgió como respuesta a ninguna insurgencia armada, sino que era un elemento central para la concreción de un programa salvajemente neoliberal de saqueo de los sectores populares que requería aniquilar sindicatos, partidos de izquierda y todo el movimiento popular que lo resistiría. Además, en el marco de la guerra fría, intentaba ubicar claramente nuestra región como patrio trasero del águila de cabeza rapada, por lo cual toda persona de pensamiento comunista, socialista o proclive a otros posicionamientos internacionales era automáticamente considerada un enemigo. Por si esto fuera poco, cuando se da el golpe de Estado en Uruguay, hacía ya un buen tiempo que la insurgencia armada había sido derrotada militarmente y desmantelada completamente.
En segundo lugar, es francamente absurdo comparar (se esté de acuerdo o no) el accionar de personas que se levantaron en armas, por su cuenta y riesgo, contra el aparato de seguridad del Estado, con la represión salvaje a toda una población, que tratara de modo inhumano a personas que jamás en su vida empuñaron un arma, protagonizada por los funcionarios del Estado que pagamos todos con nuestro tributos, que además actuaron liberados de todo posible castigo o consecuencia por estar dirigidos desde el gobierno y el poder. Y en todo caso, los ex guerrilleros que pasaron por largos períodos de cárcel, tortura, persecución, etc., si algo hubieran hecho mal, parece evidente que ya lo pagaron más de mil veces. E insistimos en un punto nada menor: la inmensa mayoría de las víctimas de ese prolongado tormento no habían tomado nunca un arma, no habían hecho absolutamente nada ilegal o que no estuviera consagrado en nuestra constitución y marco legal. Parece una tomadura de pelo afirmar que, encima de todo lo vivido, deben disculparse. Muy distinta es la situación de los represores, que huyen y hacen lo imposible por evadir toda responsabilidad judicial, bajo el manto protector de la derecha. De disculparse o mostrar remordimiento ni hablemos, pero, además, no interesa mayormente que se disculpen, sino que hablen y digan todo lo que saben y ocultan, para hacer posible reconstruir la Memoria y la Verdad, y que sean objeto de las condenas que merecen, permitiendo establecer, aunque tardíamente, la Justicia. Cada día que pasa cobra más intensidad este reclamo, pues por razones biológicas obvias, los represores van muriendo y mucha información crucial se va con ellos al Averno.
En tercer lugar, los dichos en cuestión desconocen conceptos tan básicos como el de Terrorismo de Estado (todas las fuerzas del Estado ejerciendo el terrorismo contra la población a la que deben proteger) y la de delitos de lesa humanidad, que agravian a toda la especie humana, que son imprescriptibles.
Muy particularmente se ignora la continuidad de algunos de los actos del Terrorismo de Estado. Por ejemplo, el de la desaparición forzada de personas. No se puede hablar de los detenidos desparecidos en pretérito, pues no desaparecieron en determinada fecha, sino que están desparecidos o despareciendo cada día que no están. Los responsables de la desaparición forzada de una persona no cometieron un delito en el pasado, sino que lo continúan cometiendo cada día que pasa sin que la persona aparezca.
Un capítulo aparte merecen los bebés secuestrados y entregados a otras familias, dotándolos de una identidad falsa y por ende, negándoles el derecho a su verdadera historia e hiriendo en lo más profundo a sus legítimos familiares. Esos actos, lisa y llanamente diabólicos, es obvio que se continúan hasta que no se recupera la identidad real.
El único punto final posible en esta macabra historia es la aparición de los desaparecidos, el conocimiento exacto de la historia y el juicio y castigo a los culpables. Cualquier otro punto que se intente escribir será suspensivo. Suspensivo en cuanto a suspender el Estado de Derecho en el Uruguay, suspender el principio de igualdad ante la ley, suspender los derechos humanos más básicos de todo un sector de nuestra población. Suspensivo en el sentido no marcar un final, pues mientras haya un militante del campo popular en esta Tierra reclamará Memoria, Verdad y Justicia.
En suma, no hay dos bandos, sino que el pueblo uruguayo fue salvajemente atacado por el aparato represivo del Estado. Los militantes no tienen que disculparse, pues o nada cuestionable hicieron, o ya han pagado demasiado como para pedirles aún más. Por otro lado, los terroristas de Estado que no pidan disculpas: que digan lo que saben antes que sea demasiado tarde.
Que nadie insista con un punto final: Memoria, Verdad y Justicia. Ahora y siempre.
Son reflexiones y sentires imprescindibles cuando este 30 de agosto, conmemoramos, un año más, el Día Internacional del Detenido Desparecido.

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