Santiago Mazzarovich/ URUGUAY/ MONTEVIDEO/ Movilización en Montevideo por el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. En la foto: Movilización en Montevideo por el Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Foto: Santiago Mazzarovich / adhocFOTOS.

Desde las tripas

Gonzalo Perera

Los seres humanos nacemos después de hasta 9 meses de haber sido concebidos, durante ese tiempo nuestro hogar es el vientre materno (o lo que oficia de tal). Después de algunos meses de ese período gestacional, lo que al comienzo es una estructura celular muy primitiva, sin posibilidad de autonomía en ningún sentido del término, emprende procesos de diferenciación celular, desarrollo de órganos y sistemas, que poco a poco comienza a capacitarle para que reciba ciertas señales, ya sea de la vida intrauterina o del mundo exterior, que comenzarán a formar parte del acervo físico y emocional de ese nuevo ser humano. Que forman parte de los recuerdos más profundos, obviamente no asentados en la memoria racional, pero sí arraigados a nivel inconsciente. 

Si así empezamos a recorrer la vida, cualquier alusión a la madre que nos parió, a su vida privada o a su genitalidad, parece imposible que pueda entrar en la categoría de insulto. Pero en castellano y alguna que otra lengua (en otras no), son de los insultos más usuales. Dado que en otros idiomas se insulta distinto, es evidente que la fijación con la condición femenina, su genitalidad y su vida sexual, debe tener bastante que ver con el legado cultural, católico, apostólico y romano, donde la mujer más venerada fue madre, pero siendo virgen. Algo obviamente sólo posible en el plano poético, pero de la poesía mal rumbeada. Porque como hemos dicho otras veces, cuánto más hermoso es acceder a la vida por un libre y voluntario acto de amor humano, que por una decisión unilateral de un ser superior capaz de mandarse semejante milagrito. Pero si la mujer que honramos (societariamente hablando, independientemente de las creencias de cada uno) es virgen, va de suyo que la mujer que no es virgen y que vive su sexualidad de manera libre, va a ser despreciada, cuando no considerada una bruja y quemada en la hoguera, como tantas veces hiciera la Santa Inquisición con tantas y tantas mujeres durante siglos.

Pero si crecer en tierras que fueron devastadas y colonizadas por las dinastías reinantes en Castilla y Aragón o en su proyección posterior (España), son casi que un pase asegurado para una visión traumática y negadora de la sexualidad y la condición femenina, digamos que ser mujer o más aún,  manifestar una identidad de género que no es la de persona definida como varón al nacer, que se identifica como tal y es heterosexual, no ha sido fácil en ningún rincón de este planeta , durante demasiado tiempo. Más aún, hoy, cuando muchas cosas han cambiado, en la cultura y en los marcos legales, otras no, muy básicas, y sigue siendo difícil que dé igual algo tan aleatorio como que a nivel de cromosomas te toque XX o XY u otras variantes (que las hay).

El capitalismo patriarcal en cualquier parte del mundo asocia algo esencial al capitalismo, la propiedad privada, con la degradación de la mujer a propiedad privada o bien transable de algún varón al que debe servicio y obediencia. Y al que, reiteramos, le pertenece, “es suya”. 

Cuando yo era joven adulto, las propagandas televisivas de los medios hegemónicos en Uruguay (y en casi todo el mundo) no cosificaban a la mujer, hablando claro y en plata, la culificaban. Porque para vender desde un chocolate hasta autos o una marca de ropa, sistemáticamente aparecía en primer plano alguna muchacha en tanga o similar, mostrando su traste. Que no tiene nada de pecaminoso ni terrible, como no lo tiene ni un brazo, ni una oreja ni el cerebro. Pero lo que vendía no eran brazos, ni orejas, ni mujeres diciendo frases ingeniosas y profundas: eran los primeros planos de los trastes. En esa cultura crecimos. En los programas de “humor”, la mujer era también algo así como un trasero con algo arriba y algo más un poco más abajo, salvando muy honrosas excepciones. Los chistes más “desopilantes” de la época, eran imitar la caricatura de un varón gay. Era una fija en el carnaval (que tanta cosa de alta calidad siempre produjo), sobre todo en algunos conjuntos, fumarse algún cuplé o parodia donde la gracia era alguien que afectaba sus gestos imitando la caricatura de un varón homosexual. Y este fenómeno era absolutamente internacional: en algunos países se daba más y en otros menos, pero era una misión casi imposible encontrar un país, donde de manera más abierta o escondida, no se sostuviera este discurso.

En esa cultura, en esa porquería de cultura, crecimos muchas generaciones, y si alguna cosa en su momento no nos gustaba, tuvo que pasar el tiempo para darnos cuenta de que el problema no era lo que no nos gustaba, el problema era todo lo que dejábamos pasar sin ni siquiera cuestionarnos.

En las últimas dos décadas (como aproximación), en la medida que otras generaciones se comenzaron a hacer oír y que generaciones que venían luchando casi en solitario empezaron a recibir apoyos, la sociedad empezó a cambiar.

Hay imágenes publicitarias que poco a poco comenzaron a ser inaceptables. Hay chistes que poco a poco desaparecieron de ciertos ámbitos. Hay comentarios que ya no son tolerados socialmente. Y si bien la desigualdad de derechos entre las personas denominadas mujer al nacer y aquellas denominadas varones al nacer son aún muy distintos, varias políticas empezaron a tratar de generar derechos más igualitarios. Y desde las disidencias de género, empezamos a entender que sexo y género no son sinónimo y que las identidades de géneros son construcciones, no meramente un biologismo, sino fenómenos personales, sociales, culturales y políticos. Así empezamos a habituarnos con términos como cis y trans, y empezamos a entender que había identidades de género no binaries (con todas las variantes que ello abarca). Y todes les que ya somos grandecites, estamos aprendiendo, día tras día, paso a paso, de las visiones que nos llegan desde esa mixtura de nuevas y viejas generaciones de militantes. La legislación aprobada en Uruguay en la habitualmente llamada “Ley Trans”, ferozmente resistida por ciertos sectores religiosos, es un marco jurídico avanzado, pero que como suele ocurrir con las leyes, aún en muchos aspectos no se ve reflejada en la realidad. Así que les militantes de distintas generaciones seguirán abriendo ojos y cabezas (y quizás, ante todo, corazones) para que entendamos la pluralidad y riqueza que encierra la condición humana, la dignidad que tiene y el respeto que merece en todas sus variantes.

Que se avanzó, se avanzó, que falta, es evidente.

Pero hay “faltas” que son inadmisibles, que demuestran el rotundo fracaso ya no de un gobierno (que ha mostrado no saber ni por dónde empezar en la materia), sino de la sociedad misma. Es cuando nos falta una más, porque uno más se tomó la atribución de decir “si no eres mía no serás de nadie” y así quitarle la vida. Sin entender que la mujer nunca es de nadie más que de sí misma. Y que, si decide unirse afectivamente en determinado momento, entonces “el amor será eterno mientras dure”, pero a menudo, se termina y punto, cada uno a seguir su camino. Muchas generaciones se criaron leyendo que a la mujer “se la posee”, se “la hace mía”, para no decir simplemente “es mía”, tanto dejamos pudrirse esas cabezas que asesinar es parte de las potestades auto conferidas por el macho.

Basta. Desde las tripas, basta, desde las tripas en las que comenzamos a ser, desde las tripas que somos. Basta. Las nuevas generaciones no se pueden enfermar con las perversiones del capitalismo patriarcal. Basta. Ni una más. Simplemente, desde las tripas.

Foto de portada:

8M en Montevideo. Foto: Santiago Mazzarovich / adhocFOTOS.

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