Gonzalo Perera
Nací en un hogar cristiano, con padres practicantes de una religión entendida desde el amor al prójimo y la solidaridad, con tolerancia y comprensión, sin prejuicios ni dogmatismos. Entendiendo que no importa lo que se dice ser, sino lo que se hace en la vida, que no separan a los hombres el credo o visión filosófica que cada quien invoca sino las opciones de vida y fundamentalmente, el lugar que se toma cuando hay que abordar la pobreza, la violencia, la indiferencia y todas las miserias de este mundo.
Comprenderá, querido lector, que por esta razón tengo mucho respeto hacia las personas que practican alguna fe religiosa. Porque sin ignorar a los que hacen guerras, roban, explotan o abusan de chiquilines en nombre de Dios, cuando veo un crucifijo, no puedo evitar pensar en mis padres y en su manera de intentar poner en práctica el mensaje del Nuevo Testamento. En particular, todas las veces que los vi tener gestos de muy profunda solidaridad desde el más absoluto anonimato, tal y como recomendaba el Nazareno hacerlo, al decir, según el Evangelio de Mateo, “que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”.
El tiempo me llevó después a leer a los teólogos de la liberación como Gustavo Gutiérrez Merino, a Leonardo Boff, a Perico Pérez Aguirre, entre otros y ver allí la reflexión sobre “el lugar del Cristo”, es decir sobre la pregunta de cuál es el lugar que hoy, en nuestro contexto histórico, económico y político concreto, adoptaría el Cristo, que defendería y que rechazaría en nuestra sociedad.
Era también un cristiano comprometido un profesor del que mucho aprendí y con quien terminamos siendo colegas y amigos. Hace mucho ya, nos tocó, en el marco de la colaboración de la Universidad de la República con UTE, ir regularmente a dar un curso para ingenieros de la empresa estatal en Melilla. En el camino atravesábamos un extenso y muy pobre rancherío, frente al cual un enorme cartel de publicidad parecía una cruel ironía, pero hacía fácil identificar el lugar. Él era un gran dibujante y al llegar estas fechas, me regaló en el trabajo una tarjeta, pero no de esas de trineos y nieves de otros continentes que rebosan de lugares comunes, sino una hecha a mano por él mismo, donde representaba a la perfección el rancherío, cartel incluido. Y abajo, escribió la pregunta del millón: “¿Si naciera hoy?, ¿dónde nacería?”. Obviamente la respuesta estaba en sus propios trazos.
Si el gran predicador y maestro nazareno en su momento nació en una tierra dominada literalmente “manu militari” por el imperio más poderoso de la Tierra, en una región pobre, en un hogar muy humilde, en un marco escandaloso para la moral hegemónica y que vio la luz en medio de una huida a la persecución de los violentos y en el más miserable de los aposentos, en un pesebre, entre animales, olores y excrementos…¿ Qué enfermiza imaginación puede llevar a pensar que, si fuera a nacer de nuevo, lo haría en los palacios, iglesias u hogares privilegiados donde se hacen gárgaras con su nombre, mientras se goza del privilegio que brinda la pertenencia a (o al menos la complicidad con) la clase explotadora?
Los Evangelios, o el Nuevo Testamento en su conjunto, no es un texto críptico, ni alambicado, ni neutro. Más allá de expresiones anticuadas, su mensaje subyacente es extremadamente claro y seguramente se resuma en el célebre “sermón de la montaña”, donde ni una sola bienaventuranza está destinada al rico, al poderoso, al opresor, al de “familia bien”, sino que son bienaventurados los humildes, los perseguidos, los rebeldes, los que van contracorriente en una sociedad hipócrita y explotadora.
No quiero faltarle el respeto a nadie, pero seguramente todos conocemos familias de apellidos distinguidos, que viven en barrios privados, que envían sus hijos a centros de educación privados y carísimos desde la primera infancia hasta la Universidad, que hacen deportes y vida social en clubes de élite, que no se cruzan con un pobre más que para ser servidos, que se casan o unen con alguien de similar trayectoria para educar sus hijos de igual modo, que ven con recelo, desconfianza y hasta repugnancia al de tez oscura, al sindicalista, al que iza una bandera roja, al que pretende que los derechos sean de todos y no un bien de selectivo consumo. No puedo dejar de preguntarme qué parte de los Evangelios leyeron esas familias, que suelen ir todos los domingos a misa o similar celebración, en alguna iglesia donde concurre gente de su misma condición, naturalmente.
Yendo un poquito más lejos, me pregunto si el nazareno se sentiría más honrado ante la presencia de un fanático seguidor del Opus Dei, extático y ferviente anticomunista, o ante uno de les mártires de las causas populares, en particular de los que regaron su sangre por fidelidad a la bandera de igual color. Como en la tarjeta de mi profesor, la pregunta es retórica y la respuesta está implícita en su enunciado.
Realmente poco importa lo que una persona diga ser, importa qué hace en su vida y de qué lado está en los conflictos de clases, en la lucha por los derechos de género, de la diversidad, si está por o contra el capitalismo patriarcal y si lo está no sólo en sus dichos, sino en los hechos.
Por eso ni me conmueve ni desalienta ver que una persona porta un crucifijo o el símbolo que sea. Si lo porta y, como el nazareno, entiende que su lugar es el del más jodido y despreciado de la tierra, si a su reivindicación brinda su vida, así le cueste el martirio, pues es un compañero de causa y de los ejemplares. Si lo porta como simple adorno o tótem para tranquilizar su conciencia por ser parte de las clases dominantes, pues estamos en veredas opuestas.
Vayan mis respetuosos y fraternales saludos a todas las personas que manifiestan practicar una fe religiosa, tratando de vivirla desde el compromiso con las clases oprimidas y su liberación. Pero, además, va también una pregunta para reflexionar en conjunto, que por involucrar el destino del prójimo es mucho más navideño hacerse esos cuestionamientos que todos los arbolitos, trineos, falsa nieve, turrones y sidras que pululan en las pantallas hegemónicas. La pregunta es: “Qué haría el nazareno del sermón de la montaña el 27 de marzo?”.
Una vez más, la pregunta es retórica y la respuesta está implícita. Quien nació en un pesebre de Belén, seguramente se desviviría por defender los derechos de las grandes mayorías y enfrentaría los romanos o fariseos de esta época. Porque buscaría que los panes y los peces realmente se multipliquen para alimentar a todos, y que, la versión actual de los nacidos en pesebres, los excluidos y marginados, sean incluidos y respetados en sus derechos, y no maltratados por “apariencia delictiva”.
A esa gente de fe, de fe genuina, cuestionadora, revulsiva y revolucionaria, vaya un abrazo muy fuerte, de un corazón tan rojo como fraterno.
Pero “porque amor no es aureola ni cándida moraleja”, les abrazo luchando codo con codo por los avances que no son milagro, sino gestas populares, como habrá de serlo la del 27 de marzo.