Gonzalo Perera
Sharm-el Sheik es algo así como la Punta del Este egipcia, situada en el extremo sur de la Península del Sinaí, sobre el Mar Rojo. Ocupada en dos períodos por Israel, en particular tras su conquista del Sinaí en “la guerra de los seis días” en 1967. Por los acuerdos de Camp David, Israel devolvió el Sinaí a Egipto y en 1982, el centro turístico volvió a su soberanía original. A partir de los 90, Sharm-el-Sheik se transformó en centro de cumbres internacionales sobre diferentes grandes problemas de nuestra época.
Esta semana, y hasta el 18 de noviembre, se está desarrollando en Sharm-el-Sheik la “27ª Conferencia de las Partes de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático” (o, como se le denomina frecuentemente, la COP27).
Si se toma como referencia la COP26 realizada en Glasgow un año atrás, analizada en esta misma página, da la sensación que de aquella cumbre en algo se aprendió y en algo no se aprendió nada. El problema es que parece haberse aprendido en lo casi irrelevante, y parece no haberse aprendido nada en lo sustantivo y medular.
Las COP tienen sponsors, empresas que aportan dinero para hacerlas posibles. En el pasado, muchas de ellas eran empresas productoras y distribuidoras de combustibles fósiles. En Glasgow se las excluyó, pero grandes empresas financiaron un encuentro que reúne a miles de personas entre mandatarios, ministros, organizaciones no gubernamentales, empresas, muchas de las cuales son acreditadas como parte de las delegaciones de los aproximadamente 200 países que participan. Hecha la ley, hecha la trampa: un muy poderoso lobby de la industria de los combustibles fósiles participó en la COP26, distribuido entre las delegaciones de muchos países. Siendo el uso de combustibles fósiles una de las primeras causas del calentamiento global, en Glasgow los lobos se desplegaron a discutir cómo cuidar ovejas. Los resultados eran previsibles.
La COP26 fue precedida de una gigantesca generación de expectativas. La propaganda mediática y la difusión oficial de la ONU la anunciaba como la cumbre que reduciría el uso de combustibles fósiles y otras causas de emisiones de gases que producen el “efecto invernadero”, el que a su vez genera el calentamiento global y desata múltiples desastres, en particular a nivel climático. En relación a esas expectativas, la cumbre fue un rotundo fracaso y su causa, el lobby antes indicado y su eco en diversos Estados-Nación. Las lágrimas del presidente de la cumbre en su clausura, fueron su mejor resumen. La COP26 logró incluir a los combustibles fósiles en sus conclusiones, y la reducción de su uso y producción, pero en carácter de exhortación o aspiración, licuando al máximo lo que se planteaba en los documentos preparatorios. Además de esa dilución, la COP26 no entró, respecto a ningún objetivo, en los “cómo se logra”, que, para decirlo bien claramente, “los pateó para adelante”, dejando a título expreso, a futuras cumbres y otros encuentros, la tarea de pasar a una planificación más o menos concreta, a medidas tangibles y auditables, las expresiones de buenos deseos y exhortaciones de Glasgow.
De ese error de marketing y comunicación, de generación excesiva de expectativas, los organizadores de la cumbre aprendieron. Así, la COP27 fue convocada con un muy bajo perfil, casi que silenciosamente. Pero más aún, quien sigue la temática puede apreciar la cautela en cuanto a las expectativas. La frase más reiterada por los organizadores y a la vez, más reveladora de qué se puede esperar (y qué no) de la cumbre, es que en la COP27 no se trata de agregar objetivos a las conclusiones finales de la COP26, sino proponer formas concretas para alcanzarlos. Apreciando el aprendizaje del error, el mensaje que se transmite es sin embargo deprimente en lo sustantivo: frente a un problema enorme y urgente, se invertirá en un evento de esta envergadura pero no solamente para discutir la operativa de las medidas o exhortaciones ya establecidas.
Es que no parece haberse aprendido nada de lo sustantivo, que es que no queda ya mucho tiempo para tomar medidas a la altura del riesgo que estamos corriendo como especie humana.
Recapitulemos: según datos del IPCC (sigla en inglés de Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, organismo técnico de ONU), en estas mismas fechas pero en 2015, la temperatura media global del planeta Tierra había aumentado 1,1 grados Celsius (los que usamos en Uruguay para medir temperaturas) respecto al comienzo de la era industrial. Limitar este aumento de temperatura desde el comienzo de la era industrial a no más de 1,5 grados para fines de este siglo, entendía el IPCC que era un objetivo alcanzable y que, aunque no evitaría trastornos que el planeta ya está exhibiendo (deshielo en capas polares, cambio de temporadas y regiones de huracanes, canículas extremas, aumento del nivel medio del mar, etc.),evitaría una catástrofe global, la que siempre según el IPCC, sería inevitable si el aumento de temperatura global alcanza los 2 grados. De allí surgió la meta planteada en el Acuerdo de París de noviembre de 2015: reducir las emisiones generadoras de efecto invernadero para que, a fin de siglo, no se supere la barrera de 1.5 grados de calentamiento global. Desde ese entonces las distintas COP han tenido como objetivo fijar medidas para hacer posible la meta del acuerdo de París, sin noticias alentadoras al respecto y con bochornos como Glasgow.
Algunas precisiones son importantes. En primer lugar la permanente referencia a la fuente en el párrafo anterior (“según el IPCC”). Esto se debe a que la situación actual y la perspectiva futura, cambia en las conclusiones de los distintos equipos científicos que investigan el tema, por lo cual si bien el IPCC tiene como misión tomar las distintas predicciones en consideración, si la fuente que se toma es otra, la evaluación será distinta. En segundo lugar, las diferencias de estas previsiones son cuantitativas, no cualitativas: todas coinciden en que vivimos un calentamiento global debido a la acción humana, es que de continuar el ritmo actual de dicho proceso, se producirá una catástrofe en el transcurso de este siglo y que, para evitarla, es necesario limitar el calentamiento a cierta cifra de aumento de la temperatura global y para ello, reducir un cierto porcentaje (muy significativo) de las emisiones generadoras del efecto invernadero. La coincidencia final es que la catástrofe no terminaría con el planeta Tierra, pero sí generaría condiciones incompatibles con la vida humana, exterminándola.
Dejo para el final los primeros comentarios que llegan de Sharm-el-Sheik: la gran preocupación, de los países más industrializados, por la financiación de los “costos” de un eventual cambio radical en sus matrices energéticas. Los países africanos, generadores de apenas un 3% del efecto invernadero, pero víctimas de catástrofes climáticas de todo tipo, cobrando vidas, causando hambrunas, condiciones de vida infrahumanas, deberán asistir a esta delirante discusión.
A apenas décimas de grado de quebrar los objetivos de París, y a poco más de desatar lo irreversible, una vez más cabe resaltar que hay algo mucho más utópico que querer terminar con el sistema capitalista: pretender continuar con el sistema capitalista, con su obsesión por los “costos” para el gran capital, por sobre la vida misma.
En definitiva, con su (con la licencia de Arbeleche), total desidia y desapego respecto a la suerte de la especie humana.
Foto de portada:
Inundaciones en Salto en el año 2017, una de las consecuencias del cambio climático. Foto: Nicolás Celaya /adhocFOTOS.