Gonzalo Perera
Al comenzar este período de gobierno, el 1 de marzo del 2020, Luis Alberto Heber asumía como ministro de Transporte y Obras Públicas y dejaba atrás una impresionante trayectoria como parlamentario, de 35 años de duración (10 como diputado y 25 como senador). Por ese entonces de 62 años de edad, Heber no sólo era el parlamentario de mayor veteranía y el único que permaneció como legislador todo el periodo posdictatorial, sino que había pasado en el Palacio Legislativo más de la mitad de su vida, lo cual obviamente es un registro impresionante, que forzosamente indica la presencia de capacidades o talentos particulares. Es cierto que Luis Alberto Heber proviene de una familia del riñón del Herrerismo. Dentro de nuestra tónica de no confundir la severidad con la falta de respeto, esa procedencia seguramente lo marcó para bien, en la medida que creció viendo los entresijos de la política, pero también para mal. No se puede pasar por alto que su madre, Cecilia Fontana de Heber, fue asesinada en setiembre de 1978, cuando quienes integraban el Triunvirato que conducía al Partido Nacional dentro del país (su padre Mario Heber, Carlos Julio Pereyra y Luis Alberto Lacalle Herrera), recibieron como regalo anónimo unas botellas de vino. Mientras que Pereyra y Lacalle las descartaron, la señora Fontana de Heber probó su contenido envenenado y perdió la vida. En todo caso queda claro que Luis Alberto Heber es un político avezado, muy curtido, que no está haciendo sus primeras armas, precisamente.
Cuando se produce el lamentable fallecimiento del Dr. Jorge Larrañaga, que fue quien comenzó este período de gobierno al frente del Ministerio del Interior, la orquesta de dicho ministerio ya desafinaba. Pese a que para dicha cartera la pandemia obviamente jugó a favor (en todo el mundo, y como es obvio, la severa reducción de la movilidad hizo bajar guarismos de criminalidad), había algunos indicios de que el libreto no estaba claro. Como hemos recordado varias veces, la actitud de sheriff de una mala película de Hollywood que asumió el presidente Lacalle Pou el 2 de marzo del 2020, al citar a Torre Ejecutiva a todos los Jefes de Policía del país, para ponerse personalmente al frente del combate a la delincuencia que había prometido, era imposible que no se considerara una rebaja del rol y la autoridad del ministro Larrañaga. No hace falta ser muy sagaz para darse cuenta de que si hay un ministro al que el presidente no debe rebajar, es al del Interior, que maneja personal y problemáticas extremadamente particulares y donde su grado de autoridad en la interna (genuina, no actuada) es vital. Larrañaga legó algún slogan, como “hay orden de no aflojar”, donde la palabra clave es “orden”, mensaje que quería indicar “aquí mando yo”, de manera muy obvia.
Cuando tras la temprana desaparición física de Larrañaga, el presidente designa al frente del Ministerio del Interior a Luis Alberto Heber, el 25 de mayo del 2021, la elección me pareció natural. Pese a los ya comentados efectos de la pandemia, la famosa promesa de Lacalle Pou de que en 24 horas terminaría con la inseguridad, se veía cada vez más lejos en el horizonte. Apostar a alguien de su directa confianza, de gran cercanía ideológica y con la experiencia política antes repasada, es seguramente la decisión que cualquier presidente hubiera tomado en su lugar.
Sin embargo, los hechos que comenzaron a pasar a ritmo vertiginoso de allí en más han ido dibujando la imagen de un Ministerio del Interior que es un absoluto caos, donde toda macana (para ser delicados) es posible, donde el ministro no hace lo que debe y hace lo que no debe, donde es evidente que no manda a absolutamente nadie, donde jerarcas deben ser relevados de forma casi permanente por verdaderos escándalos, y donde son notorias las feroces internas entre el personal policial.
El reconocimiento que hacíamos inicialmente a la capacidad de mantenerse durante 35 años en el palacio de las leyes se da de bruces con la constatación de que en apenas 2 años al frente del Ministerio del Interior, lo transformó en un ámbito donde pasa cualquier cosa, menos resolver los problemas de seguridad.
Luis Alberto Heber ha ido dinamitando perseverantemente todo vestigio de autoridad que pudiera tener y del que tanto necesita su investidura.
La dinamitó por actos de frivolidad imperdonables, como su “chiste” ante el estruendo de fuegos artificiales y su referencia al ruido de fondo en muchos barrios de Montevideo.
La dinamitó por actos de soberbia, como cuando se ofuscó ostensiblemente con la periodista Georgina Mayo, por hacer exactamente lo que se supone que hace un periodista: preguntar, no tirar centros para que el jerarca cabecee.
La dinamitó por actos de incoherencia, como el pretender tomar distancia de las culpas del caso de la remisión de un narcopasaporte VIP al señor Marset, jefe del Primer Cartel Uruguayo de narcotraficantes, estando éste en prisión en el extranjero. Paralelamente, reunido con una agrupación de su grupo político integrada por gente nacida en Cuba y Venezuela que ha ingresado al país, recordó, entre risas, que era él quien daba los pasaportes.
La dinamitó metiéndose donde no debe, cuando, por ejemplo, al igual que el presidente Lacalle Pou, pisó el borde de la presión indebida hacia el Poder Judicial, al manifestar su total solidaridad con Gustavo Penadés, causa sobre la que aún no se ha pronunciado la Justicia, y debe hacerlo contando con la colaboración (sin interferencias ni sesgos) del Ministerio del Interior, y no con el ministro opinando públicamente.
La dinamitó al pretender tomarnos a todos por bobos, al intentar presentar como éxito el desastre de su gestión. Ni los medios hegemónicos pueden tapar las cantidades cotidianas de homicidios que se producen en todo el país, para citar el extremo más grave del desastre.
La dinamitó porque tras algunos operativos “para las cámaras” en algún complejo carcelario los centros de reclusión son, hoy más que nunca, academias del crimen, abarrotados de autores de delitos menores que aprenden las malas artes y quedan al servicio de los delincuentes de alta peligrosidad y nivel de organización.
La dinamitó porque no manda, ocupa un sillón bajo el cual vuelan los cascotes en una dirección y en otra, se filtran comunicaciones que comprometen a unos y otros. Y mientras la información de Inteligencia se divulga a los cuatros vientos, los policías de a pie no tienen ni idea cuál es el plan o rumbo o qué deben hacer.
La dinamitó porque no se siente responsable de nada, porque el episodio de la organización mafiosa montada en el piso 4 de la Torre Ejecutiva y aparentemente liderada por el señor Alejandro Astesiano, en cualquier país que se pretenda serio debió motivar la renuncia presidencial, pero mucho más evidente aún era la obligación moral que tenía Heber de renunciar. Porque los jerarcas bajo su mando trabajaban en esa organización, porque usaban las bases de datos de la Dirección Nacional de Identificación Civil (a su cargo), de manera ilegal y con fines delictivos.
Heber fue salvado en el Parlamento por Cabildo Abierto que tras cacarear en los medios levantó la manito para salvar al ministro.
La pregunta que uno se hace a esta altura es: ¿Qué barbaridad debería pasar para que Heber sienta que debe renunciar? Esa pregunta, sumada al caos en el que está sumida su cartera, hace que, a quien lo suceda, le tocará lidiar con un Misterio del Interior, donde nada es claro, ni lógico, ni sano.
Foto de portada:
Álvaro Delgado, Luis Alberto Heber, Guillermo Maciel y Luis Calabria. Foto: Mauricio Zina/ADhoc.