Por Gonzalo Perera
Hace unos 109 años, entre la noche del 14 y la madrugada del 15 de abril de 1912, se hundía el
Titanic en su viaje inaugural, en una de las tragedias marítimas más impactantes y más tratada
cinematográficamente, etc. El gigantesco transatlántico, que se suponía imposible que se hundiera, se llevó casi 1.500 vidas tras impactar contra un gran iceberg que cortó un flanco de su proa como si fuera de papel.
Los distintos relatos de los últimos momentos de su navegación sugieren claramente algunos errores fatales. Uno de ellos, sin duda. fue la soberbia y el exceso de confianza, que, por ejemplo, condujo a que la capacidad de los botes salvavidas fuera francamente inferior a la cantidad de personas a bordo, un descuido inverosímil. Otro fue la ausencia de la tripulación de mayor responsabilidad en los momentos decisivos: varios relatos coinciden en que la aparición del comandante en escena se produjo pocos segundos antes de la colisión. Finalmente, existen dudas sobre la maniobra final para intentar eludir el iceberg pues dejó expuesto uno de los puntos más débiles de la embarcación. Varios autores indican que otra podría haber sido la suerte si ese “golpe de timón” (literalmente) se hubiera hecho de una manera distinta.
Hay sorprendentes coincidencias entre esa tragedia náutica y la terrible crisis social que estamos atravesando. Hay un elemento azaroso en aquella tragedia, que la tecnología de la época no permitía predecir, la aparición de un iceberg en el curso de navegación, pero la posibilidad de que ello ocurriera era conocida por las aguas que se navegaban y, obviamente, no fue culpa de la gran masa de hielo el que no hubiera suficientes botes salvavidas a bordo. Hoy el azar se llama COVID-19, que no era posible predecir antes de su aparición en el mundo, pero que cuando llega al Uruguay ya había mostrado su gravedad en varios países del mundo, por lo cual era una posibilidad muy firme que nuestro país no pudiera escapar a su impacto, y, ciertamente no es culpa del coronavirus que para el gobierno de la derecha importen mucho más los registros fiscales que las vidas humanas o el sufrimiento de la población que pasa hambre.
Como comparación macabra pero inevitable, el COVID-19 nos ha costado más vidas que las que cobró el hundimiento del Titanic. Al 14 de abril, han fallecido 1.647 personas en nuestro país por COVID-19 y fueron 1.496 las personas que perdieron su vida en el célebre naufragio. Cada vida es un nombre, un rostro, una historia, una familia lacerada. Darse cuenta que el efecto en Uruguay de la pandemia es peor que el naufragio más famoso y relatado por Hollywood, sirve para medir la gravedad de la situación que atravesamos.
Pero otras comparaciones son tanto o más interesantes. Si se repasan algunas de las causas probables del naufragio y se observa la conducta de quienes están al timón de nuestro país, la soberbia parece comparable y la ausencia de quienes comandan o el error de algún golpe de timón, son muy similares.
Hoy, cuando todo indicador sobre las condiciones de vida de nuestra población alarma, como los niveles de pobreza o el porcentaje de población con necesidades alimentarias insatisfechas (eufemismo de “pasando hambre”), la involución o franca destrucción de políticas sociales en el Uruguay es un giro absolutamente catastrófico.
Haber catalogado al Sistema Nacional de Cuidados de un muy buen proyecto, pero para un país del primer mundo, como lo hiciera el subsecretario del Ministerio de Desarrollo Social (MIDES), Armando Castaingdebat, es una picardía para camuflar la clara intención de derrumbar todo el sistema de protección a la población más vulnerable. Las declaraciones del ministro del ramo, Pablo Bartol, generan a veces, estupor y otras, indignación. Por ejemplo, llevar una y otra vez problemas sociales de enorme gravedad a “cuestiones de actitud”, a un nivel místico, como lo hiciera recientemente al referirse a la desocupación, es francamente indignarte. Su célebre “denuncia” sobre el café pasado de fecha fue más bien una profunda inmersión en las aguas de la ridiculez, pero la frivolidad para referir y enfocar situaciones humanamente muy delicadas, no tienen nada de ridículo, sino que son muy graves. Por momentos parece que el timón lo llevara un grumete, por momentos parece que el timonel es una suerte de kamikaze que busca un iceberg donde chocar.
Más allá de la chatura o bajeza de los discursos no podemos perder de vista la perspectiva política. El gobierno aprovecha la pandemia para intentar imponer en el Uruguay un modelo neoliberal, reaccionario, confesional, conservador, muy distante del Uruguay que se cimentó en la escuela laica, gratuita y obligatoria de Varela y en una importante cultura republicana, con tonalidades progresistas, presente en al menos alguna corriente de casi todas las divisas políticas.
Esa obra de ingeniería política obviamente requiere muchas destrucciones y reemplazos. La eliminación gradual y sistemática del MIDES es una jugada a varias puntas. Por un lado, es expresión pura y dura de un gobierno clasista si los hay, para el cual ciertamente hay ciudadanos con menos derechos que otros, por su color de piel, por su pelo, por el barrio donde nació, por no tener recursos económicos, etc. Por otro, le deja toda la cancha a las iglesias que practican asistencialismo clientelar con altas dosis de anticomunismo. Simbólicamente, hunde un buque insignia de los gobiernos del FA. En un tiro a varias bandas el presidente, que ha dejado muy en claro que responde a los lineamientos del Departamento de Estado, le pega a varios objetivos a la vez, en el rumbo a la construcción de un sociedad exclusiva y excluyente, donde las clases dominantes, ejercen de forma brutal, respaldadas por las fuerzas represivas del Estado, su pretensión de control sobre todas las áreas de actividad.
Si se me permite un paréntesis, los naufragios juegan un papel muy relevante en mi historia familiar. Mi bisabuelo y abuelo fueron náufragos, en lugares y circunstancias muy diversas. Mi papá participó de un riesgoso rescate a un barco a punto de naufragar a unas 60 millas de la ciudad de Casablanca. Crecí oyendo hablar del “optimismo del náufrago”. Ese que hace cuidar las energías y usarlas bien. No nadando cuando no tiene sentido ni en dirección equivocada. Esperar, mirar las corrientes, aprender del mar y cuando el momento es el adecuado y la dirección es la acertada, nadar hasta dejar el alma. Un optimismo que supone a la vez abundantes dosis de paciencia y de capacidad de reaccionar muy rápido, según lo que indique la lectura de las circunstancias.
El pueblo uruguayo fue Titanic con Pacheco, Titanic hundiéndose con Bordaberry. Fue Tianic hundido y en el fondo del mar con la dictadura. Y sin comparar ni faltarle el respeto a nadie, tras las muchas esperanzas que despertara la recuperación democrática, volvimos a ser Titanic con la Ley de Caducidad de Sanguinetti y Gonzalo Aguirre, con el “Hace la tuya” y el intento de vender todo lo que no estuviera clavado al piso de Lacalle Herrera o con el encubrimiento de la desaparición forzada de personas del segundo gobierno de Sanguinetti, y hasta nos hundimos al fondo de los abismos con el “We are fantastic” de Jorge Batlle…
El pueblo uruguayo y sus organizaciones populares mostraron ya muchas veces tener el optimismo del náufrago. Debería entenderlo Lacalle Pou en su intento de aprovechar la crisis para consagrar las élites. Porque el campo popular llegará a la orilla, otra y mil veces más.