Por Juan Carlos Monedero (*)
Después de la huida de España de Isabel II tras la Revolución Gloriosa de 1868, y tras el intento fallido de la I República en 1873, Cánovas del Castillo restauró la monarquía borbónica de una manera permanente. Tan es así, que la Restauración pasó al ADN del conservadurismo español con tanta fuerza que incluso alcanzó al PSOE, donde se descubren trazas de esa manera de entender España.
Esa Restauración vino, por supuesto, con Rey, al que se le otorgó el mando supremo de las fuerzas armadas en la Constitución de 1874 -garantía última de su pervivencia-. Vino también con Visigodos y su simbología, que trenzó la unión de los borbones con Don Pelayo y la Reconquista. En esa misma dirección, vino católica –ahí rescataron a Recaredo, primer Rey visigodo que abrazó el catolicismo-. Vino con turnismo bipartidista –liberales y conservadores- y vino con clientelismo, caciquismo, oligarquía y capitalismo rentista, vinculado no a la innovación y la competitividad sino a los favores de la corte. Basta echar una ojeada a nuestro alrededor para ver la permanencia.
Tras la huida de Alfonso XIII de España, por ladrón y por haber perdido las elecciones en las principales capitales españolas, la II República volvió a desterrar a los Borbones. Y otra vez las élites dieron un golpe de Estado, en esta ocasión ayudados por Hitler y Mussolini, para acabar con la República, fusilar a 200.000 españoles, encarcelar a 350.000 y exiliar a 500.000.
En 1947, Franco restauró la monarquía en España, que volvía a ser un reino para poder gestionarse la entrada en Naciones Unidas, algo cuestionado internacionalmente en un país que había ayudado al fascismo y al nazismo. En 1969, en otro momento de crisis del régimen franquista, Juan Carlos de Borbón fue nombrado sucesor de Franco a título de Rey.
A la muerte del dictador, la última ley franquista, la Ley para la Reforma Política de 1976, marcó la apertura hacia un régimen democrático. Fue, en expresión de Alfonso Ortí, «la segunda Restauración borbónica». El problema es que la Constitución republicana de 1931 había sido interrumpida por un golpe de Estado, de manera que lo lógico era recuperar la forma republicana o, en el peor de los casos, someter la monarquía a un Referéndum. Suárez metió tres veces la palabra «rey» en la ley para la Reforma Política y los españoles, ante el «todo o nada», aceptaron esa democracia que venía, otra vez, con Restauración borbónica. Sin embargo, nunca se sometió al criterio de los españoles si querían una monarquía o una república.
Como el Rey Juan Carlos venía de la formación al lado de Franco y no sabía de valores democráticos, organizó o dejó organizar el 23-F. Por esas ironías del destino, un golpe que nacía para cambiar el rumbo de la democracia española –las élites pensaban que se estaba yendo muy lejos- sirvió para apuntalar al Rey Juan Carlos. El arrebato de Tejero echó por tierra el gobierno de concentración nacional –otro clásico de la derecha española- que iba a dirigir el General Armada.
La intervención esa noche de Juan Carlos I detuvo el golpe gracias a la obediencia debida de los militares (como dijo Quintana Lacaci, «si el Rey me pide esa noche bombardear el Parlamento, lo bombardeo»). Juan Carlos pasó a ser reconocido como un Rey democrático y los socialistas empezaron a decir que eran republicanos pero juan carlistas. La prensa, esa que se enfada cuando la critican, apuntaló ese marco.
Las tres legitimidades de un régimen
Cualquier gobierno tiene una legitimidad de origen, una legitimidad de ejercicio y una legitimidad de resultados. En el caso de Juan Carlos I, la legitimidad de origen venía viciada, porque su Restauración venía de la mano de Franco –el Borbón legítimo, en cualquier caso, hubiera sido su padre, Juan de Borbón-. En cuanto a la legitimidad de ejercicio, como buen monarca el Rey Juan Carlos dedicaba su tiempo a hacer deporte y a empiernarse con cierta ligereza. Sin embargo, un gran acuerdo con la prensa que salía de la dictadura, con el diario El País como mascarón de proa, acordaron silenciar cualquier escándalo de la monarquía, de manera que la legitimidad de ejercicio vino dada por la tarea servil de unos medios de comunicación que no hicieron durante cuarenta años, los del reinado de Juan Carlos I, su trabajo.
La legitimidad de resultados del reinado de Juan Carlos I coincide con el salto enorme de España a la modernidad a la salida de la dictadura. El retraso en la puesta en marcha del Estado social se palió, en parte con ayuda europea aunque al precio de desindustrializar España. El éxodo del campo a la ciudad en los sesenta y setenta sentó las bases para el desarrollo económico que venía de la apertura que marcó el Plan de Estabilización de 1959. El turismo hizo otro tanto. El impulso de la sociedad española se tradujo en el mayor avance económico y las demandas de mayor avance social. El golpe del 23F frenó esa carrera y el régimen político emanado de la Constitución de 1978 brindó avances económicos a cambio de refrenar avances políticos, tanto en términos de participación popular y lucha contra las desigualdades –seguimos siendo el país más desigual de la UE-15 y con el mercado laboral más deteriorado- como de avance en la condición plurinacional de España.
En el caso de Juan Carlos I, el olvido de la ausencia de legitimidad de origen, la construcción mediática de la legitimidad de ejercicio, con el gran fraude del 23F, que hizo mediáticamente –serie de televisión posterior incluida- el «salvador del golpe» a quien había sido el factor principal de ese golpe, y los resultados evidentes de avance económico respecto del franquismo, esto es, la legitimidad de resultados, explican esa lectura pueril que hace la derecha y sus medios de lo que el magistrado Martín Pallín ha llamado, después de los cuarenta años de dictadura, los «cuarenta de convalecencia».
España se acostó franquista y se levantó democrática. Los jueces del franquismo pasaron a ser los jueces de la democracia. De los 16 jueces del Tribunal de Orden Público, el juzgado político encargado en encarcelar a los demócratas, diez pasaron a la Audiencia Nacional y seis al Tribunal Supremo. Se quedaron igualmente los policías –de ahí vendría el Batallón Vasco Español, la Triple A, Conesa, Billy El niño, los GAL o Villarejo-, se quedaron los catedráticos –ahí está la universidad que tenemos- y los periodistas –Juan Luis Cebrián, que dirigiría El país, venía de ser el Jefe de Informativos de la RTVE franquista-.
Por todo eso, es verdad lo que dice el que fue Director efímero de El Mundo, David Jiménez, «Juan Carlos I se exilia. Se queda la prensa que lo encubrió, el empresariado que lo corrompió, la clase política que lo protegió, la judicatura que miró a otro lado y el ejército de cortesanos que lo aplaudió». Lo ha dicho igualmente la directora de Público, Virginia P. Alonso: «para construir un muro así y mantenerlo durante más de 40 años son necesarias muchas manos; las de Gobiernos, empresarios y periodistas, sin ir más lejos; pero también las de la propia familia real, en la que se incluye a su hijo, el actual rey, Felipe VI».
Se abre un momento constituyente
Tienen razón los que le echan la culpa a Pablo Iglesias y a Podemos de la salida del Rey emérito de España. De no existir Podemos, Juan Carlos I habría vuelto a decir: «lo siento mucho, me he vuelto a equivocar, no volverá a pasar» y santas Pascuas. Porque no solamente la derecha, que a diferencia de la derecha europea es monárquica, tradicionalista, reaccionaria y bebe más de los requetés que de los conservadores, sino una parte de la izquierda se ha puesto como misión primordial salvar la monarquía. Fue Pérez Rubalcaba el que hizo las leyes que blindaban al Emérito después de obligarle a abdicar para salvar la institución. Si ahora el PSOE fuera más coherente con los cientos de miles de socialistas que pusieron el cuerpo para defender la democracia en España, otro gallo cantaría. Y sería un gallo rojo.
Felipe VI no tiene legitimidad de origen, pues es Rey exclusivamente porque es el hijo de su padre. Y si su padre obra como un fugado de la justicia –esa es la imagen que tiene hoy España del «piloto del cambio»-, su única legitimidad se va por el retrete.
No tiene Felipe VI legitimidad de resultados. Si el 3 de octubre hubiera salido para reconciliar a las diferentes Españas, hubiera tenido su 23F. Pero prefirió seguir la deriva extremista de VOX y el PP y demonizar a los independentistas catalanes en vez de abrir vías de negociación, con todos, para que el diálogo fuera el que dirimiera la herida territorial que arrastramos desde hace trescientos años. Felipe VI prefirió ser el Rey del «a por ellos», y es verdad que los homófobos, xenófobos y violentos de VOX gritan desde que se levantan ¡Viva el Rey!, pero Felipe VI ya no es una persona querida en una parte no pequeña de España. Además, Felipe VI se ha beneficiado siempre de los tejemanejes de su padre. ¿No le pagaron entre su padre y un empresario catalán amigo de su padre su luna de miel? ¿Quién le ha pagado sus gastos y caprichos?¿Quién le ha trenzado sus relaciones? ¿Quién le ha hecho Rey?
La legitimidad de resultados no resulta muy prometedora para Felipe VI. La crisis de 2008, con el rescate a los bancos y no a las personas, y la crisis del COVID-19, que va a golpear duramente a la economía española, le hurtan presentarse como el monarca de ningún gran avance económico. Al tiempo que no va a dejar de ser el hijo de la persona que mientras decía «lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a pasar» sacaba 100.000 euros mensuales de su cuenta en Suiza.
La mejor herencia que deja Juan Carlos I, su padre, es una Constitución que apenas se puede reformar. Pero eso es un arma de doble filo. Por eso estalló el 15M: cuando no existe la válvula de escape constitucional, las costuras se revientan.
El PSOE, el PP, VOX, Ciudadanos son partidos que defienden la forma de Estado monárquica, que en España tiene el agravante de que es la única monarquía europea vigente que apoyó al fascismo.
La forma de Estado que se corresponde con una democracia es la república, porque lleva hasta sus últimas consecuencias que todos los ciudadanos son iguales, algo que no sucede cuando hay una familia que tiene vitalicia la Jefatura del Estado sin someterse a elecciones. Lo que no quita que haya repúblicas abyectas igual que hay monarquías claramente democráticas. Aunque, repetimos, la monarquía noruega peleó contra los nazis, mientras que Juan de Borbón defendió el golpe de Estado franquista contra la República. Edmundo Bal, de Ciudadanos, ha afirmado: «pretenden confundir las decisiones de una persona privada con una institución». Pero es que la única institución donde la persona y la institución se confunden es precisamente la monarquía, y aún más en España donde la institución medieval de la inviolabilidad del monarca le convierte en una suerte de dios inmaculado.
En la ciudadanía, crece la sensación de que la monarquía borbónica está necrosada. ¿Quién le va a explicar a los niños y niñas de España que la Infanta Leonor tiene privilegios que ellos no tienen? ¿Heredados de su abuelo? ¿Entregados por Franco?¿Nunca sometidos a un referéndum democrático?
Se abre un proceso de discusión constituyente en España. Y no es extraño que se redoblen los ataques contra Podemos. Porque sin Podemos, los de siempre harían los arreglos de siempre. Apoyados hoy por los requetés de VOX.
¿Afecta la crisis de la monarquía al gobierno de coalición?
Es claro que el PSOE y Podemos no coinciden con cómo debe ser la Jefatura del Estado y aún menos en la evaluación del reinado de Juan Carlos I y la exigencia de rendición de cuentas. El desencuentro protagonizado por Carmen Calvo -que parece respirar constantemente por alguna herida- no tiene por qué afectar al Gobierno de coalición. Es verdad que el Gobierno es un órgano colegiado y que todos los miembros del Gobierno deben aceptar las decisiones que se tomen. No puede ser de otra manera. Pero no todos tienen por qué estar de acuerdo. Ni por qué silenciar el desacuerdo. ¿O no nos acordamos de las desavenencias en los gobiernos de Rajoy, de González o del propio Sánchez, siendo de un solo signo político? Los puntos de vista divergentes son ya una constante de la política en el siglo XXI que no deben frenar la colaboración. Y aún menos cuando no se consultan determinadas decisiones, como ha sido con la huida de Juan Carlos I de España.
A ver si nos acostumbramos a qué es en verdad un Gobierno de coalición donde reposan sensibilidades diferentes. Para Podemos, la centralidad en el gobierno tiene que ver con los asuntos sociales y la defensa de los derechos humanos. Ahí tiene su límite. El PSOE verá qué hace con su peculiar republicanismo monárquico. Pero es evidente que en España se abre otra vez una fase constituyente. La que abrió el 15M y no se terminó de cerrar con el nacimiento de Podemos. Nadie sabe qué pasara, porque los futuros siempre son construcciones desde el presente. La correlación de fuerzas dictará sus contornos. Pero nadie puede negar que la Constitución española, como la democracia española, necesita una mano de pintura. En un contexto donde Europa necesita una mano de pintura. Incluso arreglos de chapa y de motor. Aunque solo sea para que todos y cada uno de los que vivimos aquí sepamos, en la discusión, lo que es una democracia, lo que cuesta defenderla, lo frágil que son estos regímenes, y lo que la ponen en riesgo los que quieren acabar con ella resucitando la violencia, impidiendo cualquier cambio que responda a los nuevos retos, usando la justicia de manera abusiva, demonizando a las mujeres, a los inmigrantes, a los homosexuales, a los que tienen otra idea de España o defendiendo instituciones ajenas a la voluntad general sobre la base de discursos propios de la Edad Media.
(*) Politólogo español, fundador de Podemos.
Tomada del diario digital Público.es
Noticia relacionada:
- El rey Juan Carlos I decidió huir de España debido a causas judiciales: https://elpopular.uy/el-rey-juan-carlos-i-decidio-huir-de-espana-debido-a-causas-judiciales/