Gonzalo Perera
Hay al menos dos razones para preguntarse por las causas del golpe de Estado del 27 de junio de 1973, que abriera de par en par las puertas de nuestra sociedad al Terrorismo de Estado, que ya había comenzado a colarse cómodamente en el gobierno de Jorge Pacheco Areco, basado en las Medidas Prontas de Seguridad y afines.
La primera de las razones es obvia: sólo entendiendo las causas de un episodio tan funesto, se puede llegar a evitar su reiteración. La segunda de las razones es de particular oportunidad: cuando ante un problema se propone como “explicación” la superchería, el pensamiento mágico, la caricatura y la burda mentira (la más grande de las cuales es ocultar parte de los hechos, vale recordar), en lugar de desgastarse en discusiones inconducentes, es mucho más efectivo aclarar las reales explicaciones causales del fenómeno en cuestión.
Todo fenómeno social es multifactorial, tiene causas múltiples. Pero hay cierto orden de prioridad en las causas, por lo cual hay causas relativamente anecdóticas y hay otras causas medulares, centrales, con toda la graduación intermedia.
Naturalmente, una primera tentación es invocar la existencia, dentro de las Fuerzas Armadas, de una corriente fascista, que se apartó radicalmente de la tradición “civilista” o “constitucionalista” de la que se enorgullecían los militares del Uruguay. Evidentemente, para que los tanques salgan a la calle y se dé un golpe de Estado a punta de bayoneta, es necesario que haya un sector así dentro de los uniformados. Es necesario, pero no suficiente. Nuestra propia historia lo prueba: la primera vez que se sintió un fuerte “ruido a sables” (amenaza de golpe) fue a fines de la década del 50, cuando, por primera vez en el siglo, el Partido Colorado perdió el gobierno a manos del Partido Nacional encabezado por la fugaz alianza del herrerismo con el ruralismo de Benito Nardone. Consta ampliamente que la alta oficialidad colorada manifestó reticencias a entregar el poder. Más aún, se destaca al General Líber Seregni, por ese entonces de reconocidas convicciones batllistas con un total apego a la tradición “constitucionalista”, como un auténtico garante de la transición democrática. Los Ribas, Aguerrondo, Cristi, Zubía, no nacieron de un repollo, ni se gestaron 5 minutos antes del golpe del 73. Al menos 15 años antes, ya estaban claramente parados en la cancha, pero no tenían el poder suficiente para actuar a su gusto. Y cuando hablamos de poder, no nos referimos meramente a las armas, como veremos. Es una verdad incuestionable que el creciente adoctrinamiento de militares uruguayos por parte de USA (la Escuela de las Américas de Panamá quizás resume la horrorosa “cooperación”), fue corriendo la aguja interna dentro de las Fuerzas Armadas hacia las posturas anticomunistas, terroristas y simplemente fascistas. Pero ningún golpe o dictadura se impone meramente a fuerza de balas y de lo que piensa la mayoría de los militares, siempre hay otro “mar de fondo”, social y económico.
Nuevamente hay que mencionar a USA para hablar de los planes continentales del Departamento de Estado, tras la enorme sacudida que le significó la revolución cubana, con una guerra en Vietnam empantanada y consumiendo vidas y cosechando oposiciones aún internas, frente al triunfo de Allende en Chile, el surgimiento de la CNT primero y del FA después en Uruguay, el apogeo de las corrientes peronistas de izquierda en Argentina, etc. En este marco el Departamento de Estado de EEUU elaboró una muy agresiva política para “poner orden” en nuestra región, por ellos considerado como “su patio trasero”. El entrenamiento para la tortura, en técnicas de inteligencia y contrainteligencia, el aporte de personal propio para coordinar operaciones, el tétrico “Plan Cóndor”, son todas huellas del paso del águila de cabeza rapada en esta historia.
Pero sigue faltando un factor esencial, y es el que queremos enfatizar aquí: el programa económico.
Aquel oscuro y abúlico parlamentario que llegó a candidato a vice de Gestido por la sola razón de que varios nombres previos no fueron viables, Pacheco, tras el fallecimiento del presidente y viendo que la Constitución aprobada junto a las elecciones nacionales de 1966 (“la reforma naranja”) tenía un tono fuertemente presidencialista, seducido por las mieles del poder, resolvió pararse firme y gobernar de manera muy agresiva a favor del gran capital. La reforma naranja había creado la OPP como forma de aumentar la incidencia directa de la Presidencia en los rumbos económicos y su ejecución, y tras unos meses de direcciones breves (entre los cuales hubo un tal Carlos Manini Ríos), el 27 de junio de 1968 (Sí, el 27 de junio) Jorge Pacheco Areco dio una orientación decisiva a esa OPP al poner a su frente a Alejandro Végh Villegas. Si bien permaneció en el cargo un período breve, marcó un punto de inflexión: el desembarco de los neoliberales fundamentalistas en el gobierno. Tanto que en abril de 1970 la Dirección la asumió Ramón Díaz, secundado por Ramiro Rodríguez Villamil, quienes renunciaron porque ni Pacheco les “aguantó una Rendición de Cuentas con incremento de gasto cero. A partir de esas fechas, cambiando los roles, la conducción económica del Uruguay repite los nombres de Végh, de Díaz, de Bensión, de Zerbino y se elaboran un conjunto de políticas económicas absolutamente salvajes, que atendían las necesidades del gran capital, en particular de las empresas yanquis o multinacionales auspiciadas por el Departamento de Estado, del gran sistema financiero, del lavado del dinero sucio que manejaba la ultraderecha en la región, y toda una panoplia brutal, que para su aplicación requerían regresar las condiciones laborales a un siglo atrás.
Ese programa económico fue el programa de la dictadura, que lo aplicó letra por letra, y lo elaboraron muy inteligentes y refinados civiles, en el período 68-73. La única forma de aplicar ese programa bestial era la imposición por la violencia. Por lo tanto, sin desconocer la preexistencia de militares fascistas, las políticas regionales del Departamento de Estado, fue la formulación de un plan de gobierno de tierra arrasada para los trabajadores y vale todo para el capital, un elemento decisivo para que se diera el golpe de Estado. Militares, políticos blancos y colorados de los sectores más conservadores, la embajada con sede en la calle Cebollatí y la retórica de la “cruzada” de los economistas neoliberales, fueron la ‘tormenta perfecta’ y, a mi entender, la causa fundamental del golpe.
Nada como los hechos posteriores para confirmarlo. Instalada la dictadura, nuestra región se transformó en un manantial de “plata dulce” para especuladores financieros, traficantes de lo que fuera y jodedores de todo tipo. Para la clase trabajadora de nuestro país, fue la debacle, el abuso institucionalizado en todo ámbito laboral. Y ser descubierto intentando sindicalizar o resistir, era un pase directo a la tortura o a la desaparición. Las clases medias también se fundieron ampliamente, sobre todo con el “quiebre de la tablita” de 1982, que endeudó a niveles fatales a buena parte de las capas medias. El país del terror, del asesinato, de la desaparición, de la cárcel, del exilio, del hambre, del miedo, de los burros dictando cátedra, no fue obra de una persona maligna, ni de un grupo de seguidores de la esvástica. Fue un proceso, con una componente clave que vino de las bibliotecas y mentes de inteligentes economistas, que sirvieron al gran capital.
No es una diatriba, es un hecho.
Foto de portada
Libertad o Muerte, en la marcha del 9 de julio. Foto Archivo de El Popular.