Gonzalo Perera
La idiosincrasia del Uruguay no se entiende sin abarcar esa gran pasión popular que es el fútbol. Más allá de la belleza del juego, de lo turbio de los millonarios negocios de la FIFA y los contratistas, más allá de la violencia que puede pretextar, el pueblo uruguayo habla el idioma del fútbol como ningún otro.
Quien haya leído esta página alguna vez sabe que comparto esa pasión y recurro a sus imágenes para ejemplificar otros asuntos de la vida de la sociedad y del desarrollo de las luchas populares.
En el fútbol tengo especial simpatía por el que tiene el coraje de meterse en la cancha a sudar, acalambrarse, recibir un patadón, hacer el ridículo, ser puteado en todos los idiomas existentes y alguno recién inventado, dejar el alma bajo un sol rajante, o una lluvia copiosa, o un frío cruel. El futbolista, el trabajador del fútbol, el que realmente sabe lo que cuesta cada gol, o cada partido sin recibir goles.
Al mismo tiempo tengo muy poca afinidad con dos especies circundantes a las canchas: el plateísta y el comentarista, en éste último caso exceptuando cuando comenta con inteligencia algún ex futbolista (o alguien que trabajó en el fútbol, como técnico, preparador físico, etc.), que sabe y comunica lo que es estar en la cancha y que la pelota te pique mal justo antes de llegar a tu pie, para a consecuencia de ese pique, imprevisible, pegarle con la canilla y mandarla a la tribuna mientras todos los plateístas te insultan de manera enardecida, y los comentaristas, que nunca jugaron más que en la playa, digan que te falta categoría, que te asustaste, que te pesa la camiseta, o cuando pasan a insinuar que estás haciendo mucha noche de parranda, mucha joda, arrojándote (muy literalmente) a las fieras.
Para el plateísta que va a la cancha a desahogar sus problemas familiares, laborales, sus frustraciones o conflictos personales no resueltos, putear a un gurisito, casi siempre de origen muy humilde o netamente pobre, es flor de catarsis. Para el comentarista que arruina carreras de botijas, con tremendo futuro, con apenas un par de comentarios ofídicos (ejemplos sobran), sus sesudos análisis muchas veces les valen elevarse al nivel de personajes públicos, personas de renombre, prestigio y buen pasar, en base a muchas horas de micrófono o cámara, sin que ello signifique poseer más capacidades que la de ser empleado fiel (para no decir alcahuete) de un patrón con mucho poder.
Una cosa tiene en común los plateístas y comentaristas: y es que nunca están ahí, donde se resuelve todo, nunca dan vuelta un partido que parecía perdido, nunca dejan la vida por el equipo, marcando individualmente como una sombra al rival más talentoso durante todo el partido, nunca pierden, pero tampoco ganan campeonatos. Porque nunca están ahí donde se gestan los grandes hechos del fútbol, dentro de la cancha, sino que siempre se ubican muy por arriba de la cancha, física, social e intelectualmente (al menos desde su autopercepción, no caracterizada por humilde y fidedigna).
Si el desarrollo de las luchas populares tiene por alegoría una cancha de fútbol, es bastante fácil identificar los que están en la cancha, sudando y haciendo, bancando patadones y dolores, el barro que hace que la pelota pese una tonelada y los pozos que rompen articulaciones. También se reconocen los plateístas, cómodamente ubicados, criticando al que la suda por lo mal que hace lo que es muy fácil (cuando todo es fácil, si se ve desde la tribuna) y, por cierto, los comentaristas, que aprovechan la oportunidad para ironizar y botijear al protagonista que la pelea y por supuesto, alimentar copiosamente sus egos.
Obviamente, si los que sudan “allá abajo” (material y simbólicamente) llegaran a ganar el campeonato, el plateísta los abrazará, besará, les pedirá autógrafos y “selfies”, y el comentarista pedirá la nota exclusiva, para cubrir de elogios al antes denostado. Unos y otros, plateístas y comentaristas, les dirán a los que ganaron en base a su esfuerzo empecinado, muy enfáticamente, que “nosotros siempre apostamos a ustedes”. Esto último es absolutamente indiscutible: los plateístas y los comentaristas siempre apuestan al ganador.
En estos días, un tremendo proceso, invisibilizado por los medios hegemónicos y minimizado por algunos más, entra en su proceso de síntesis. Nos referimos al Congreso del Pueblo, instancia de acumulación programática, de gestación de ideas y masas dispuestas a luchar por ellas, tendientes a generar, desde la base de la sociedad, un cambio profundo y radical que comienza en medidas concretas, en hechos, no en meros ríos de palabras. Una instancia donde se congregan quienes entienden que el país necesita un modelo de sociedad netamente distinto, pero empezando desde donde estamos parados hoy, desde las arenas movedizas en que el gobierno neoliberal del malla oro y para el malla oro ha sumido a la gran mayoría de nuestra gente. Donde se reúnen, discuten, proponen y sintetizan quienes piensan distintos sobre los qué, cómo y cuándo hay que hacer para alcanzar transformaciones profundas. Donde se sintetiza para impulsar lo que surja de ese proceso desde toda esa base social y poner sus resultantes a disposición de todo aquel que crea en otra forma de vivir. Que no es mediante transferir permanentemente recursos de los sectores populares al gran capital que nuestro pueblo, las personas que sufren en su carne y en sus huesos las consecuencias de los ajustes neoliberales (y de sus políticas de “vacío del sobre de la quincena” e hiperconcentración de la riqueza), puede aspirar a una vida digna, como todo ser humano merece.
Si alguien piensa que es cosa fácil llevar adelante un semejante proceso durante el gobierno de la regresión, con herreristas al volante y fascistoides por doquier, con corrupción, narco negocios y entrega de recursos soberanos hechas prácticas institucionales, con marcos represivos como los instalados por la LUC como referencia normativa, con defensas encendidas de terroristas de Estado y reescritura de la Historia, con destrucción de la Educación Pública, etc., pues bien, ese alguien o es un gran ingenuo, o es francamente tonto, o es un oportunista que sabe bien la dificultad involucrada y no le sirve que se note.
Si alguien piensa que hoy en Uruguay, es cosa fácil que, en un pueblo del interior profundo, este proceso haya llegado a ser materia de elaboración para 17 organizaciones sociales distintas que se despierte, que en el mundo de los sueños todo es fácil, pero en la cruel realidad el barro llega hasta arriba de los tobillos.
Todo este proceso del Congreso del Pueblo gestó mucha gente sudando y corriendo por toda la cancha, aguantando patadas y hasta un juez que las cobra todas en contra. También expuso plateístas que gritan desde el odio, desde la comodidad o desde la obsesión por sus expectativas individuales. También tuvo sus comentaristas, que criticaron con fiereza o ningunearon con desdén, incluso manifestando ideas progresistas, pero que “no es así que se debe jugar”, que apretar los dientes y dejar el alma en la cancha lo más colectivamente posible “es cosa de otras épocas”.
En todo caso, son los que se embarran, se animan a entrar a la cancha y tomar partido, los que protagonizan todas las hazañas. Sin más enemigos que los de “la pública felicidad” porque sólo está excluido de esta síntesis quien se autoexcluye.
Anímese pues, lárguese al barro si realmente quiere ganar la vida digna que nos merecemos todes.
Foto de portada:
A la cancha. Foto: Javier Calvelo/ adhocFotos.