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El primer hito internacional que puso sobre la mesa el debate sobre los crecientes problemas ambientales que enfrenta la humanidad se realizó en Estocolmo, en 1972. Allí comenzó el debate que dio lugar en 1974 al 5 de junio Día Mundial del (Medio) Ambiente.
Desde esa década hasta la actualidad han pasado sucesivas conferencias con representantes de todos los continentes, cumbres y contracumbres, foros científicos sobre el cambio climático y la pérdida de biodiversidad, estímulos y fondos para la reducción de emisiones de carbono, incorporación de prácticas sustentables, creación de instituciones nuevas para atender el tema, medidas de conservación…
Cabe entonces hacernos la pregunta: si toda la humanidad parece hablar de desarrollo sostenible y cuidado del ambiente, ¿por qué la atención global que se le da al tema no se traduce en un cambio profundo en cómo vivimos y producimos? Habría que comenzar por diseccionar un poco el problema. ¿Somos todos igualmente responsables? ¿Somos y seremos todos igualmente afectados por la crisis ambiental en marcha?
Por ejemplo, la agricultura y la industria a escala global consumen más del triple de agua que las personas, en un mundo donde según estimaciones de 2019 más de 2.000 millones de personas no acceden con regularidad al agua potable. Simultáneamente, en un mundo que cada vez produce más bienes y servicios (el PBI global ha tendido al aumento sostenido, con un breve estancamiento en la pandemia COVID-19), sin embargo, aún hay más de 800 millones de personas que no cubren sus necesidades nutricionales.
El sistema vigente parte de la propiedad privada y la lógica de mercado como estándares idóneos para el funcionamiento de la economía y la administración de recursos. Entonces, el crecimiento económico además de un aumento en la producción bruta, expresa que hay sectores de la población que se benefician particularmente de las actividades que toda la humanidad realiza. Sin ir muy lejos, en América Latina el 10% más rico de la población posee casi seis veces más riqueza que el 50% más pobre. Esta desigualdad económica también se traduce en cómo los modos de vida inciden en el problema ambiental. Siguiendo el mismo ejemplo, y tomando las renombradas emisiones de carbono como referencia, el 10% de personas más ricas en Latinoamérica emiten casi diez veces más que las personas pobres.
Pero además del beneficio/perjuicio, deberíamos reflexionar si toda la humanidad está eligiendo este rumbo. Esta cuestión nos enfrenta al debate sobre el poder de los Estados y el poder económico. Si las grandes mayorías del mundo tienen como herramienta hacer valer su voto eligiendo gobiernos que defiendan sus intereses, pero los Estados parecen tener un poder relativo frente a las decisiones del poder económico (que no es electo por nadie), ¿qué nos queda? La organización colectiva, la movilización y la lucha. Precisamos un cambio cultural profundo que debe traducirse en un cambio económico y político, también profundo, donde la vida y no el lucro sea el centro. Pasá a la acción.
Foto de portada
Marcha en el Día Mundial del Agua por el centro, en Montevideo. Foto: Nicolás Celaya /adhocFOTOS.