Nota.— Este artículo se basa en algunos apuntes preparados por el autor, Alexis Capobianco Vieyto, para su intervención en el conversatorio “Enseñanza y filosofía: escenarios, posibilidades y horizontes”, organizado por la Asociación Filosófica de Uruguay (AFU) durante el mes de marzo, en Montevideo. Algunas de las ideas vertidas en ese conversatorio fueron tenidas en cuenta para la reciente declaración de la AFU –muy crítica– respecto a la «reforma» educativa en Uruguay. Hablamos de una política neoliberal y tecnocrática, inconsulta, inspirada en el «enfoque competencial» o «teoría de las competencias».
No es este el primer texto de Alexis que damos a conocer en nuestra sección educativa El Faro y La Bruma. En febrero, publicamos “Fetichismo tecnológico y educación”; y el año pasado, “Memorias de un conflicto inconcluso en la educación uruguaya”. Asimismo, en el primer número de nuestra revista trimestral en PDF Corsario Rojo, sección Bitácora de Derrotas, incluimos su ensayo “Dos años de enclaustramiento educativo”. Todos estos textos son un valioso aporte al análisis, la comprensión, el debate y la reflexión sobre la educación contemporánea.
La contrarreforma competencial
Las «transformaciones» o «reformas educativas» recorren el mundo, aunque sería más correcto considerarlas contrarreformas. ¿Por qué? Porque van contra todos los elementos más democráticos y progresistas que impulsaron la burguesía revolucionaria de la Ilustración y los sectores liberal-democráticos durante el siglo XIX y gran parte del XX en la educación. Son reformas hechas a imagen y semejanza de la gran burguesía actual, que ya no tiene elementos progresistas, sino que es, por el contrario, cada vez más reaccionaria y parasitaria. Principios como autonomía y cogobierno, educación integral o laicidad se tornan cada vez menos tolerables para el gran capital. Las actuales contrarreformas impulsan un funcionamiento cada vez más verticalista y gerencial, una educación crecientemente mutilada y mutiladora, y están permeadas –además– por un carácter moralizante que es ajeno a las tradiciones de laicidad entendidas en un sentido profundo.
Por estos caminos transita la denominada transformación educativa de Uruguay, pero también muchos otros procesos de reforma a lo largo y ancho de América Latina y del mundo. Es claro, para quien analice con un mínimo de detenimiento, que esta «reforma» va contra nuestras mejores tradiciones educacionales. En uno de los documentos de esta «transformación educativa», el Marco Curricular Nacional de 2022, se comienza con una cita de José Enrique Rodó, pero tal vez ningún autor en nuestra historia fue tan crítico de las orientaciones pragmáticas y utilitaristas que expresa esta contrarreforma como Rodó, quien apuntó a una educación humanística, integral, muy lejana al practicismo extremo del llamado enfoque competencial, que es propuesto como pedagogía única por los autodenominados «reformadores». Mucho se puede discutir sobre otros aspectos de la obra de Rodó, su carácter aristocrático o democrático radical, su posicionamiento con respecto al batllismo y la laicidad, pero nadie puede cuestionar su crítica radical a las tendencias utilitarias propias de la cultura capitalista, que en aquel entonces se expresaban con mucha claridad sobre todo en los países anglosajones. Pero mejor leamos a Rodó y sus palabras al respecto:
“Cuando cierto falsísimo y vulgarizado concepto de la educación, que la imagina subordinada exclusivamente al fin utilitario, se empeña en mutilar, por medio de ese utilitarismo y de una especialización prematura, la integridad natural de los espíritus, y anhela proscribir de la enseñanza todo elemento desinteresado e ideal, no repara suficientemente en el peligro de preparar para el porvenir espíritus estrechos que, incapaces de considerar más que el único aspecto de la realidad con que estén inmediatamente en contacto, vivirán separados por helados desiertos de los espíritus que, dentro de la misma sociedad, se hayan adherido a otras manifestaciones de la vida”1.
Si bien no hay ninguna afinidad entre el pensamiento de Rodó y esta contrarreforma, sí son coherentes los redactores en tomar una frase descontextualizada e insertarla en un documento para intentar darle a esta «transformación» –que no es más que una nueva versión de reformas que tienen un carácter global– cierta legitimidad y cierto color «nacional». Esa legitimidad, ese color, enseguida se pierden cuando uno se introduce en un texto plagado de «neolengua competencial», una jerga que es casi idéntica en todos los países, o que uniformiza documentos que parecen la expresión escrita de lo que Marc Augé llamó no-lugares.
También Carlos Vaz Ferreira, considerado por muchos el filósofo más importante del Uruguay, se expresó claramente contra este tipo de visión pragmatista extrema que subyace al paradigma competencial. En su crítica a las falsas oposiciones y a la fuerte tendencia a “pensar por sistemas”, Vaz Ferreira critica el utilitarismo estrecho de algunas propuestas de Herbert Spencer en relación a la educación. ¿Qué es lo que planteaba el inglés? En primer lugar, priorizar la enseñanza de las ciencias por sobre la de las artes y los idiomas. Su propuesta posiblemente sea una reacción a una tendencia anterior que menospreciaba las ciencias, pero acá se puede ver cómo una idea correcta –enseñar ciencias– se contrapone a otra –enseñar lenguas y artes–, y se absolutiza la primera, cayendo en un pragmatismo estrecho, al que podríamos emparentar con el «utilitarismo realmente existente», propio de las sociedades capitalistas, y no al utilitarismo mucho más elaborado y complejo de pensadores como Stuart Mill.
“Ustedes recuerdan que este libro [La educación, de H. Spencer] empieza planteando la siguiente cuestión: ¿cuáles son los conocimientos más útiles? ¿Cuál es el saber más útil? Toda esa primera parte del libro es una defensa de la ciencia contra el arte, contra los idiomas, y en general contra aquellas actividades del pensamiento que no son científicas. La parte positiva, diré, ustedes saben que es, en general, excelente: no tanto la parte negativa. Y precisamente en ese adverbio ‘contra’ que he tenido que emplear, se encuentra la parte débil de esta primera parte del libro […] Se podría formular esto diciendo que la humanidad tiene tendencia a tomar lo complementario por contradictorio. Así, por ejemplo, Spencer, en la época en que escribió su libro, notó, y probablemente tenía razón, que hacía falta una defensa de la ciencia; y la emprendió; pero no pudo limitarse a esto. Inmediatamente planteó una especie, no ya de paralelo, sino de dilema. No se preguntó en qué grado había que estudiar las ciencias, los idiomas, las artes, sino que se preguntó, o poco menos, qué había que elegir. De aquí resulta que toda esta primera parte del libro está escrita en un estado de espíritu hostil a los idiomas y a las artes, y llena, por esto, de errores y deficiencias de razonamiento”2.
Su crítica al pragmatismo, intrínsecamente relacionado con esta tendencia utilitarista, también era muy radical. Al respecto señala Ana Doboué:
“Desde esta apreciación Vaz evalúa al pragmatismo en su postulado que lo valioso es aquello que promete consecuencias prácticas, y lo declara por ello “una doctrina esencialmente funesta” […]. Sostiene que los posibles empleos de una teoría son imprevisibles, y si ese hubiese sido el criterio para investigar y profundizar cuestiones a lo largo de la historia del pensamiento humano, este se habría detenido. Presenta a su favor una serie de ejemplos en los cuales señala la independencia de la doctrina con respecto a las aplicaciones que en el momento que se especulaba siquiera se entreveían. Tanto así que llega a comparar las especulaciones teóricas con el curso superior de un río, que si bien no fecunda la tierra que le bordea por estar encajonado por barrancas es responsable de otras partes del mismo que sí lo hacen. Desecar ese sector implicaría una pérdida vital”3.
¿Qué diría hoy Vaz Ferreira ante un paradigma como el de las competencias, que ha llevado ese practicismo y el desprecio a la teoría a grados tan extremos?
Tal vez, el antecedente más claro de una contrarreforma como la actual sean algunas propuestas de Luis Alberto de Herrera, político que se autodefinía como un liberal conservador, y que era un representante de la oligarquía agraria del Uruguay, muy similar a otros políticos conservadores de América Latina que también expresaban los intereses de los latifundistas. Dice Luis Alberto de Herrera en relación a la formación que deben recibir los hijos de los paisanos: “La educación de nuestros criollitos, más práctica, más eficiente, menos verbosa”, distante de “las ciencias exactas y no exactas, cuyas luces se cruzan y producen por interferencia […] un ovillo de enredos en la mentalidad virgen de los asustados guríes”. Para ello había que difundir “el conocimiento simplista, útil, apropiado a la imperfección de los pagos y de sus hijos humildes”4.
Aquí queda muy claro el carácter utilitarista y pragmático que se propone para la educación de los hijos de los trabajadores rurales. También su orientación clasista y elitista. Son cuestiones que no se expresan con tanta transparencia en los discursos de los reformadores actuales, caracterizados en general por una verborrea políticamente correcta que habla permanentemente de inclusión y diversidad.
Lo que debería llamarnos la atención es que, mientras en el pasado esa tendencia pragmática a nivel educativo era propuesta por un representante de los sectores más conservadores y para un segmento específico de los trabajadores, hoy se ha vuelto tendencia hegemónica (una tendencia que abarca hasta sectores progresistas y de centroizquierda, e incluso hasta algunos militantes de izquierda más radical, a quienes les cuesta mucho trascender el pragmatismo reinante, cuando de educación se trata) y se promueve para el conjunto de los hijos de la clase trabajadora.
El cercamiento de la libertad de cátedra
Estas «reformas» también se encuentran en fuerte tensión con un principio tan «liberal» como el de libertad de cátedra. El paradigma competencial aparece como la pedagogía única, no como una teoría más que el docente podría o no tomar en cuenta, sino como una orientación obligatoria, según la cual debe regir su práctica educativa. Y esto sucede no solo en documentos locales, sino también en los de organizaciones internacionales como el Banco Mundial o la UNESCO. El pedagogismo, como lo llamaba Vaz Ferreira,5 o ciertas tendencias didactistas, tienen una lógica tecnocrática e impositiva cada vez más en la línea de gestión de empresas. El despotismo del capital se impone sobre los derechos y libertades del ciudadano, entre ellos el de libertad de cátedra, que no es más que una extensión de la libertad de pensamiento. Esto expresa, a mi manera de ver, una contradicción del propio capitalismo –de la que habló Marx en sus textos juveniles– entre una esfera política en la que idealmente somos libres, iguales y comprometidos como ciudadanos con la búsqueda del bien común; y una esfera económica real, caracterizada por el egoísmo y un utilitarismo estrecho, en que los seres humanos luchan todos contra todos, terminando la mayoría sometidos a una minoría de propietarios de los grandes medios de producción e intercambio. En otros tiempos, podríamos decir, la educación se regía más por una lógica política, pero la lógica económica tiende a imponerse en este capitalismo senil como una racionalidad incuestionable. Es por eso que la «formación de ciudadanos» ha sido desplazada por la «formación para el mercado». En todo este proceso, las tradiciones de autonomía y cogobierno se vuelven, además, cada vez menos tolerables para gobiernos que siguen las tendencias educativas hegemónicas, expresadas por organismos como el Banco Mundial, la OCDE, y una UNESCO ahora sumada al consenso economicista, cuyo objetivo fundamental es formar «capital humano», como lo plantean claramente en sus principales documentos.
El asalto al saber teórico
Es importante aclarar que la teoría de las competencias no descarta totalmente los contenidos ni las teorías, pero los subordina claramente a la formación para las competencias, y estas competencias son para el mercado, concebido como algo dado, incuestionable, y eterno. Los defensores de esta concepción, consciente o inconscientemente, viven en un eterno presente, no hay horizonte futuro en este mundo, porque la historia ha llegado a su fin. Los contenidos estarán –y en eso tienen razón los promotores de esta teoría– pero miniaturizados, reducidos a un mínimum, transformados en un simple medio para la formación en competencias. ¿Y cuáles son las competencias? Más allá de todos los eufemismos, resulta muy claro cuáles son cuando se realiza una lectura de los documentos del Banco Mundial: son competencias para el mercado, para una adaptación pasiva al mundo en que vivimos, que es concebido como intransformable. En este sentido, es importante señalar algunas peculiaridades del mercado laboral actual y sus diferencias respecto a otras etapas del capitalismo. Este se encuentra cada vez más polarizado entre una demanda mayoritaria de mano de obra de baja calificación, y otra minoritaria de trabajadores altamente especializados. Y parece bastante claro, por la pauperización de los programas y de la formación, así como por la insistencia en el tipo de competencias que se plantean, que el destino asignado a la educación pública es el de proveer la mano de obra de baja calificación, profundizando de esta forma los procesos de segregación educativa ya existentes. ¿Qué utilidad tiene conocer sobre la historia y prehistoria de la humanidad, sobre operaciones matemáticas complejas o sobre las principales teorías científicas y filosóficas, para alguien que se lo considera destinado a trabajar en un servicio de reparto de comidas, como vigilante de una empresa de seguridad privada o como vendedor en un comercio? Parece claro que con ciertas competencias «básicas», como la comunicacional, computacional (que le permita seguir una serie ordenada de instrucciones), y alguna más, basta y sobra. Todos los demás conocimientos –tradicionalmente enseñados en la educación pública– se transforman en un sobrecosto innecesario desde la lógica economicista extrema que predomina. En estas cuestiones, el Banco Mundial se expresa con toda claridad en las fundamentaciones del préstamo para la «reforma» en Uruguay:
“Uruguay necesita enfocarse no solo en la cobertura y la calidad de la educación, sino también en su pertinencia, alejándose del tradicional currículo rígido y enciclopédico y acercándose a un modelo que prepare a todos los estudiantes para un mercado laboral en rápida evolución. Aprovechar esta oportunidad requiere acumular suficiente capital humano y físico para aumentar la productividad en una forma sostenible a mediano y largo plazo”6.
Otra vez “el Banco Mundial metido a educador”, como señalara en su momento el maestro Soler.
En los documentos de la contrarreforma y en los discursos de los tecnócratas uruguayos defensores del enfoque competencial, “formar para la vida” es uno de los eufemismos preferidos (en otros lugares usarán este u otros eufemismos similares). Saben que una expresión como formar para el mercado es profundamente rechazada. Va no solo contra los posicionamientos de los sindicatos y organizaciones estudiantiles, sino también contra tradiciones pedagógico-educativas muy arraigadas en nuestro país y en América Latina en general, donde el movimiento de la Reforma Universitaria alcanzó una gran dimensión histórica y cultural. Se dice, en este sentido, que la educación no debe ser propedéutica, como si la educación terciaria o universitaria no fuera parte de la vida de decenas de miles o, a esta altura, centenas de miles de estudiantes en Uruguay, y decenas de millones en América Latina. ¿Contradice el carácter propedéutico de la enseñanza la formación de ciudadanos o, incluso, la formación para el trabajo? Claro que no, pero sí contradice la necesidad de mano de obra de baja calificación. La vida es vista bajo la óptica del mercado. Se concibe a este como la instancia que debe regular toda la existencia social. La vida se reduce al trabajo en el marco de esta sociedad mercantil. Queda subordinada al mercado. No sólo los contenidos son radicalmente empobrecidos: también se mutila la formación y las posibilidades vitales de las futuras generaciones.
Si en la Antigüedad se tendía a absolutizar la teoría y despreciar la práctica, hoy predomina la tendencia contraria: despreciar lo teórico y someterlo a lo práctico, lo que se expresa claramente también en la llamada «aula invertida», que es una de las propuestas que suelen promover los defensores del enfoque competencial. Señala Niko Hirtt al respecto:
“En verdad, la pedagogía invertida, pero también la pedagogía llamada de ‘enfoque por competencias’, comparte con la pedagogía ‘tradicional’ –al menos en el sentido caricaturesco que difunden– la misma visión reductora de la relación entre teoría y práctica. Según estas concepciones, el saber teórico sería una vulgar ‘información’ que bastaría con oírla de la boca de un profesor, leerla en Wikipedia o descubrirla en una emisión científica juvenil como C’est pas sorcier (‘No es por arte de magia’), para poder asimilarla. Entonces, solo quedaría pendiente utilizar este saber en ejercicios y problemas, que se hacen en casa en la llamada visión ‘tradicional’, o en el aula en la concepción educativa ‘invertida’. En el enfoque basado en las habilidades, se plantea primero el problema (‘definición del contexto’), antes de mandar a los estudiantes a mirar un video o buscar en Wikipedia los elementos teóricos que les faltan para resolverlo. En ambos casos, se afirma que la teoría solo tiene sentido en la medida en que está al servicio de la práctica”7.
Y en esta defensa dogmática de la subsunción del saber teórico a la práctica, en que la teoría se transforma en verdadera sierva de la práctica (concebida esta última, además, en forma extremadamente estrecha), se cae en una fuerte contradicción: quienes defienden la primacía de la práctica por sobre la teoría, lo hacen desde un saber teórico que se pretende incuestionable: el del enfoque competencial. Los adalides contrarreformistas se suelen presentar –o son presentados– como «expertos», poco importa en este sentido que muchos de ellos no tengan práctica docente o la hayan tenido en un lejano pasado, o en niveles educativos muy diferentes a aquellos en los que quieren imponer sus recetas. Es un autoritarismo teórico que exalta la práctica, pero desconociendo a quienes realizan efectivamente la práctica pedagógica. En los hechos, desprecia la práctica de los docentes, en nombre de un practicismo teórico absolutizado. También desconoce a la práctica como criterio para determinar el grado de validez o la «terrenalidad» de las teorías. No se considera relevante que este tipo de «reformas» se hayan aplicado, ni que los resultados obtenidos estén muy lejos de los prometidos; o que los supuestos males que iban a conjurar no solo no se solucionaron, sino que se profundizaron. Una y otra vez vuelven a aplicar las mismas recetas, porque lo que subyace son posicionamientos ideológicos bastante inmunes a la crítica y a la racionalidad, e intereses muy concretos que aspiran a su realización. Sin duda, a estos dogmatismos teóricos promocionados como la panacea universal, les cabe el dicho es peor el remedio que la enfermedad.
Pauperización educativa y ultraespecialización
En los niveles superiores de la educación, este camino pragmático y utilitario a ultranza conduce a la hiperespecialización y al profesionalismo estrecho. Al respecto, señalaba ya en la década del 60 el matemático José Luis Massera:
“En la presencia de ese alud (de nuevos conocimientos), la integración de lo concreto, en la enseñanza, no puede ya efectuarse en el examen directo, en cierto modo ingenuo, de lo concreto mismo, si no es apoyándose fuertemente en una visión generalizadora de ese concreto, a la vez analítica y dialéctico-sintética, sólo posible partiendo de conocimientos relativamente sólidos en las disciplinas científicas básicas ‘abstractas’. La importancia de las ciencias básicas no es, pues, por una inclinación malsana a un cientificismo abstracto, sino, en última instancia, persiguiendo el mismo fin de recuperación de lo concreto; por lo que muchos pensamos que, en la Universidad moderna, debe colocarse un importante énfasis en la enseñanza de las ciencias básicas. Y esto no sólo a los fines de la ciencia misma, sino también de la formación y práctica profesionales. No creemos posible superar la estrechez de la especialización (especialización que, por otra parte, es en mayor o menor grado inevitable en la actualidad) ni integrar lo especial y parcial en la totalidad concreta, si no es en base a una visión científica amplia y bien fundamentada. De otro modo, el especialista se convierte en un ser incomunicable, incapaz incluso de aportar su saber especial para una comprensión profunda de la ‘totalidad concreta’, y/o en un ciego aplicador de recetas pragmáticas, cuyo sentido y significación reales él mismo no comprende”[1].
Y agrega en nota al pie un comentario y una cita que profundizan esta idea:
“Nos parecen plenamente compartibles, en este sentido, las opiniones que da P. Bourtayre […]. Hablando de las tendencias que se manifiestan en el capitalismo a retacear la enseñanza y la investigación de las ciencias básicas, afirma: ‘Es una política miope: la movilidad de los dominios en que se efectúan las rupturas científicas es tal, actualmente, que los ingenieros, los técnicos, los cuadros, no pueden durar a menos que su formación sea, de entrada, no excesivamente especializada, sino, al contrario, fundada sobre una cultura científica general que les permita situarse en el seno de una disciplina dada y reconvertirse de una especialidad a otra en el marco mismo de esta disciplina. Ahora bien, semejante formación no puede adquirirse más que en el contacto con docentes que sean también investigadores; y desde el momento mismo en que se debilitara considerablemente el esfuerzo en la dirección de la investigación básica, la enseñanza superior cesaría de ser lo que es, es decir, una enseñanza en ligazón directa con la práctica y con los resultados de las investigaciones en curso. Aunque el desarrollo, en el seno mismo de las Universidades, de las investigaciones y enseñanzas de tipo aplicado y tecnológico sean necesarias, no por ello deja de ser indispensable que la parte dedicada a la investigación fundamental en la Universidad se mantenga como el eje esencial”9.
Podría parecer que existe una coincidencia entre la formación a nivel universitario en especialidades técnicas para Massera, y uno de los objetivos del paradigma competencial: la posibilidad de reconversión de un área laboral a otra. Pero esa similitud es superficial. Si profundizamos un poco, podemos encontrar una diferencia fundamental: el matemático uruguayo está hablando –en un contexto diferente en muchos aspectos– de la formación. No de una mano de obra de baja calificación que cumplirá funciones diversas que no requieren grandes conocimientos, sino de especialistas, muchos de los cuales, como fruto de la misma dinámica de desarrollo capitalista, se han transformado en trabajadores asalariados también, pero de muy alta cualificación. Por el contrario, Masssera está criticando una concepción que es, asimismo, practicista. Rechaza la formación que antepone el «saber hacer», que en este caso genera ultraespecialización y transforma el saber teórico en un mero instrumento subordinado a objetivos prácticos. En esta visión pragmatista y hostil a la teoría, mientras los trabajadores no especializados serán formados en conocimientos teóricos elementales y poco profundos (para su posible inserción en empleos que requieren habilidades muy básicas), los especializados, en cambio, serán formados con mucha mayor profundidad, pero sólo en aquellos conocimientos teóricos que son considerados necesarios para desempeñar su tarea. La cultura general, en ambos casos, será una asignatura pendiente. Si los primeros son condenados a la barbarie de trabajos monótonos y probablemente riesgosos en más de un sentido, los otros padecerán lo que Ortega y Gasset llamó la “barbarie del especialismo”. En su estrechez de miras, estás visiones profesionalizantes ignoran que la investigación en ciencias básicas, los conocimientos que en principio no tenían aplicación alguna, se pueden transformar en descubrimientos clave para determinados desarrollos tecnológicos. Y algo más: que, ante la dinámica misma del mundo tecnológico y laboral de hoy, lo que mejor permite la readaptación de un trabajador especializado es, precisamente, una sólida base teórica, como señala Massera. Pero nada de esto importa, porque la lógica que subyace a las orientaciones educativas pragmáticas prevalecientes es profundamente inmediatista. Ese inmediatismo muy propio del capital en su “hambre canina de plusvalor”, al decir de Marx. Y si no importa la enseñanza que puede redituar en resultados a largo plazo, menos relevancia tendrá aún una formación integral que permita la realización del ser humano y sus potencialidades. La supuesta lógica individualista propia de la sociedad capitalista conduce así al sometimiento del individuo, a la modelación y mutilación de su existencia en función de fines ajenos, todo para alimentar el imparable movimiento de autovalorización del capital, que exige tantos o más sacrificios que algunos de los más crueles dioses antiguos.
Considero que las citas de estos diversos autores, que abarcan un período de más de un siglo, y que tienen entre sí muchas diferencias filosóficas y políticas, nos muestran que el pragmatismo y el utilitarismo estrechos no son una novedad, sino una tendencia permanente en el capitalismo, que cuando se dan determinadas condiciones políticas favorables intenta subordinar en una forma extrema la educación a su concepción economicista.
Ajuste educativo y pseudohumanitarismo psicologista
A estas «reformas» tampoco son ajenos otros objetivos económicos más inmediatos, como la eterna preocupación por reducir «el gasto», o, por lo menos, «contenerlo». Hay todo un discurso psicologista pseudohumanitario que nos habla de los terribles traumas que causaría al estudiante repetir un curso, o el no egresar en una edad estándar de los diversos grados educativos. Pero para la concepción hegemónica de educación, en realidad, lo que menos importa son los estudiantes, aunque insistan una y otra vez con su supuesta «centralidad». Tras estos discursos nos encontramos con el cálculo económico, donde el estudiante es visto como un producto, que, como en una fábrica cualquiera, debe ser elaborado en un determinado lapso de tiempo, debiéndose evitar que este sea mayor al estándar, puesto que esto implicaría un gasto mayor. Que todos aprendemos diferente y en distintos tiempos se plantea como fundamento en contra de la repetición, pero este argumento parece ser más coherente con la repetición: tal vez un estudiante, en un momento de su vida, necesite hacer en más tiempo lo que a otro le lleva menos. Si hubiera una preocupación real por este problema, y si el cursar no tendiera a transformarse en un trámite cada vez más burocrático, la respuesta a la repetición o a los bajos egresos de tal o cual ciclo no sería la actual, sino que implicaría grupos más reducidos que permitieran una formación un poco más personalizada, mejores salarios docentes, tutorías y otras políticas que poco tienen que ver con las que se han impulsado, por lo general, en los últimos años. Tampoco se desconocerían las causas más profundas de determinados fenómenos, para lo que nos tendríamos que remitir a una estructura económica y social profundamente desigual; y a problemas culturales que van mucho más allá del ámbito educativo, y que son propios del capitalismo contemporáneo.
Es claro que el logro de una cantidad cada vez mayor de egresos no va en sintonía necesariamente con la calidad. La respuesta debería ser no una retirada elitista, sino que la cantidad no sacrifique la calidad, una preocupación real por la universalización educativa y no una pseudouniversalización pretendidamente inclusiva. Pero en nuestras sociedades se ha impuesto una obsesión por que los números educativos cierren, importando mucho más la apariencia que la realidad. Esto señalaba Mark Fisher, refiriéndose a la medición de desempeños de trabajadores, en particular docentes:
“Ocurre entonces un cortocircuito ineludible: el trabajo comienza a orientarse a la generación de representaciones más que a los objetivos oficiales del trabajo mismo. Según un estudio antropológico efectuado sobre la administración a nivel local en el Reino Unido, ‘se hace más esfuerzo por asegurar que los servicios ofrecidos por la autoridad local sean representados correctamente que por mejorar concretamente dichos servicios’. Esta inversión de las prioridades es uno de los principales síntomas de un sistema que, sin hipérbole alguna, puede caracterizarse de ‘estalinismo de mercado’. Lo que el capitalismo tardío toma del estalinismo, para repetirlo, es esta primacía de la evaluación de los símbolos del desempeño sobre el desempeño real”10.
Lo específicamente educativo importa en realidad cada vez menos. Lo relevante son determinados índices, mucho más relacionados con exigencias para alcanzar el grado inversor, o buenas evaluaciones de las calificadoras de riesgo, que con una preocupación por mejoras educativas reales.
También se expresa este psicologismo –muy coherente con cierto subjetivismo extremo muy en boga hoy– en los «mandatos» educativos que nos dicen que hay que responder a los «intereses de los estudiantes». La educación es visualizada como un servicio a la carta que debe satisfacer los deseos de los consumidores, y no como un ámbito fundamental de la República para formar los nuevos ciudadanos, y para que estos vayan conociendo sus derechos, y también sus deberes para con la comunidad. Estas fórmulas presuponen, además de una mentalidad muy propia de las sociedades consumistas, la idea de que el niño ya viene con intereses formados en una supuesta interioridad inmaculada, desconociendo cómo el medio y las expectativas circundantes condicionan el desarrollo de ese «yo interior». Es una visión que contribuye a que se cierren posibilidades, y no a que la institución educativa abra ventanas a nuevos mundos e intereses.
Respecto a la idea de Spencer según la cual la educación siempre debe ser «agradable» a los niños, Vaz Ferreira señalaba lo siguiente:
“Esta idea es buena y verdadera dentro de cierto grado. Es claro que la enseñanza buena toma bien en cuenta la organización mental del niño, y, por consiguiente, tiende a producir más placer que la que no se adapta a ella. Pero se ve claramente que nuestro autor no supo detenerse en los términos justos; e inmediatamente generaliza su proposición, le da una forma absoluta, y nos dice que siempre, en todos los casos, toda enseñanza debe ser agradable, y que, si no lo es, debemos desecharla y renunciar a ella. Esta ya es una idea falseada. El que tenga un poco de experiencia en materia de enseñanza, ése, desde luego, lo sabe. Aun no teniéndola, podría haberse previsto, a priori, que el aprender no puede ser agradable siempre; y aún algo más: no sólo que no puede serlo, sino que en absoluto no debe serlo; que el espíritu debe encontrar alguna resistencia que vencer, aunque no sea sino para educarse; que la facilidad absoluta, que el agrado continuo en la enseñanza, debe tender indudablemente a debilitarla y a quitarle algo de su poder educativo y estimulante. La idea era buena; el grado no es el justo”11.
Esta absolutización de los supuestos «intereses» de los estudiantes agudiza los aspectos reproductivos de la educación, lo que se torna más problemático en un contexto como el actual, donde la maquinaria publicitaria condiciona –en forma heterónoma– necesidades, deseos y mandatos. Que la educación deje de lado la transmisión de gran parte del patrimonio cultural de la humanidad porque eso no se adecúa a los supuestos «intereses» de las nuevas generaciones, implica el empobrecimiento cultural de los nuevos y futuros estudiantes, la privatización de un conocimiento al que podrán acceder solo algunos, y también un grado menor de libertad para la mayoría. Por este camino, las nuevas generaciones contarán con menos elementos y herramientas conceptuales para enfrentarse a las múltiples formas de opresión y explotación existentes en nuestras sociedades.
Los perdedores de las competencias
Los más perjudicados por estas «reformas» son, sin dudas, los sectores populares. Pero a nivel popular no deja de imperar tampoco el sentido común dominante, que es fuertemente utilitarista y pragmático. Existen tendencias críticas en la ideología de los sectores subalternos respecto a esta «filosofía espontánea» de las sociedades capitalistas, pero que se han debilitado, en tanto también lo han hecho las fuerzas contrahegemónicas. Coherentemente con esto último, las ideas de izquierda radical o socialistas están lejos de tener el alcance que tuvieron en otros momentos. Esto conduce muchas veces a algo que señala Niko Hirtt: una alianza entre los intereses inmediatos de los estudiantes y sus familias, y los tecnócratas neoliberales, promovida por la promesa de estos últimos de una educación sin esfuerzo, que permita una rápida inserción en el mercado laboral.
“Para los hijos del pueblo y sus padres, el problema se plantea de manera completamente diferente. Ciertamente desde un punto de vista individual, lo que esperan de la escuela es que les asegure el acceso al empleo, que les brinde una capacitación que optimice su competitividad en el mercado laboral. Entonces, se podría ver una cierta convergencia con las expectativas del capital […] Y, es importante resaltar que, en la lucha por cambiar el mundo, el conocimiento es un arma cada vez más importante. Comprender la economía, comprender la historia, comprender las ciencias y las técnicas, manejar múltiples formas de expresión y lenguajes, desde la forma literaria escrita hasta las matemáticas, desde el discurso oral hasta la expresión corporal (…) eso es lo que necesitan hoy las clases explotadas, objetivamente para comprender el mundo y cambiarlo. Porque nadie más lo hará en su lugar. Sin embargo, ocurre que los hijos del pueblo no disponen hoy en día más que de un único medio y un único lugar para aprender todo esto: la relación privilegiada y viva con un docente debidamente formado, dentro de este organismo público, proveedor de instrucción, formación y educación, que se llama la escuela”12.
Lo que plantea Hirtt no deja de ser muy complejo: la necesidad de que los sectores populares desarrollen una visión a largo plazo, capaz de ir más allá de un presente visto como eterno. Pero vivimos en culturas cada vez más inmediatistas, que buscan vías cortas para llegar a sus objetivos; mientras que la educación es, por el contrario, una «senda larga» que va a contracorriente del mundo de hoy. Así lo ha expresado Massimo Recalcatti:
“La obligación de la escolaridad es beneficiosa, porque se sustenta sobre una promesa que está en la base de todo proceso formativo. Es una promesa capaz de hacer existir un goce más fuerte, más potente, más grande que el que se consigue perversamente con el consumo inmediato y la adicción compulsiva a la presencia del objeto. Este otro goce, este goce adicional, sólo puede alcanzarse a través de la senda de expresión y del deseo: es el goce de la lectura, de la escritura, de la cultura, de la acción colectiva, del trabajo, del amor, del erotismo, del encuentro, del juego. La promesa que la Escuela sostiene hoy, fatalmente a contracorriente, es que el deseo humano, para desplegarse, para volverse capaz de realización, necesita algo que sepa encarnar la Ley de la palabra. Porque sin esa Ley no hay deseo, sino sólo deshumanización nihilista de la vida”13.
Pero ese inmediatismo social y cultural no es una fatalidad. Es producto de una determinada estructura social, condiciones históricas y tendencias ideológico-culturales dominantes. Si bien hay una poderosa maquinaria económico-mediática que lo produce y reproduce constantemente, también son claras las consecuencias profundamente negativas de esa cultura cortoplacista a nivel social, cultural y ecológico. No menos claras son las relaciones de explotación que están en su base más profunda.
Todo este panorama educativo se complejiza aún más, en tanto todas estas reformas, que limitan los contenidos y empobrecen la formación en general, se llevan adelante en momentos en que se ha extendido la obligatoriedad de la educación. En muchos países, se ha establecido que toda la educación secundaria sea obligatoria. ¿Pero cuál es el objetivo de esta extensión de los años de enseñanza obligatoria, de que esta se extienda hasta el bachillerato? Es claro que no es para funciones propedéuticas, porque los mismos promotores de las reformas se muestran explícitamente contrarios a la formación para niveles terciarios o para la universidad. Tampoco parece ser el objetivo que los estudiantes amplíen su cultura general y se inserten con más elementos para ejercer sus derechos como ciudadanos. Se alargan los años, pero sin profundizar ni enriquecer la educación. El objetivo parece vincularse más con generar condiciones para la inserción de los padres en el mercado laboral y/o de control social de los adolescentes. Esto acentúa los elementos represivos de las instituciones educativas y también su carácter burocrático. Más que la formación de las futuras generaciones, importa la permanencia de los estudiantes en los locales educativos, y las promociones y egresos que se transformarán en «indicadores de gestión». Mientras la mayoría de los docentes seguirán tratando de transmitir el patrimonio cultural de la humanidad, las instituciones educativas son orientadas hacia otras funciones que son muy difíciles de expresar abiertamente, todo lo que no hace más que abonar el malestar docente, y también estudiantil. Si la postura liberal extrema –contraria a la obligatoriedad, aun de la escuela primaria– es rechazable, puesto que “la ignorancia no es un derecho” como sostuvo en algún debate José Pedro Varela, tampoco parece tener mucho sentido esta combinación de aumento de los años de obligatoriedad y pauperización educativo-cultural. Resultaría hoy pertinente reflexionar sobre estas cuestiones, para que el aumento de los años de obligatoriedad no se tienda a convertir en niveles de aprendizaje inversamente proporcionales.
Cabe señalar, asimismo, que estas «reformas» están permeadas por lo que Mark Fisher llama voluntarismo mágico, íntimamente relacionado con el emprendedurismo, en el que tanto foco hacen los partidarios de la teoría de las competencias:
“La propagación del voluntarismo mágico fue un factor crucial para el éxito del neoliberalismo. Incluso, podríamos decir que este voluntarismo constituye algo así como la ideología espontánea de nuestra época. Por ejemplo, las ideas de la autoayuda se volvieron influyentes en los programas de TV más populares. El caso de Oprah Winfrey es probablemente el mejor ejemplo, pero otros programas como los británicos Mary, Queen of Shops y The Fairy Jobmother promueven de modo explícito el emprendedurismo psíquico característico del voluntarismo mágico. Estos productos nos aseguran que las trabas a nuestro potencial productivo son internas. Si no tenemos éxito, es porque no hacemos el trabajo necesario para reconstruirnos. La privatización del estrés ha sido una parte central del proyecto cuya meta principal fue la destrucción del concepto de lo público, ese concepto del cual depende, fundamentalmente, el confort psíquico. Necesitamos con urgencia una nueva política de salud mental organizada en torno del problema del espacio público”14.
Estas tendencias predominantes, que depositan toda la responsabilidad en los individuos, que apuntan a la despolitización y promueven formas extremas de individualismo, están estrechamente relacionadas con la depresión creciente que predomina en nuestras sociedades, y que afecta muy fuertemente a adolescentes, y cada vez más a los niños. Se bombardea constantemente al conjunto de la sociedad con la idea de que hay que triunfar, y que el «éxito» depende de cada uno de nosotros. Pero el contraste entre las expectativas generadas y la realidad es abismal. ¿Puede extrañar que esto produzca frustración, malestar profundo y depresión como un fenómeno cada vez más generalizado?
Considero relevante realizar una reflexión sobre este utilitarismo realmente existente en las sociedades capitalistas actuales, llevado a su extremo con la hegemonía neoliberal. La sociedad que está obsesionada por lo útil es la única sociedad en que el valor de cambio predomina sobre el valor de uso. Tal vez en ninguna sociedad fue tan fuerte el utilitarismo como en esta (un utilitarismo de sentido común, no uno más refinado como el de Stuart Mill). ¿Pero cuál es la utilidad a la que se apunta?, ¿En qué consiste «La Utilidad» a la que se subordinan todas las otras utilidades? En realidad, no importa producir para satisfacer necesidades, si eso no posibilita el proceso de valorización del capital. Podemos ver cómo inversiones muy útiles a nivel social no son realizadas, si ellas no ofrecen ganancias; o cómo se fabrican objetos deliberadamente obsolescentes –es decir, potencialmente inútiles– para poder dinamizar los ciclos económicos, para poder perpetuar el movimiento infinito y nihilista de valorización del capital. Por supuesto que se producen objetos útiles, pero eso está subordinado a la búsqueda de ganancia que permita la valorización del capital. Esa es la gran «Utilidad» que reina, y a la cual se ven sometidas la mayor parte de las actividades sociales. En la búsqueda de esa «Utilidad» no importa someter y destruir a la naturaleza, ni tampoco mutilar y destruir vidas humanas, puesto que el movimiento imparable del capital por lograr su valorización transforma en prescindibles muchas vidas, a las que ve como simple instrumento, al igual que a la naturaleza.
Síntesis y reflexiones finales
La teoría de las competencias y los actuales procesos de «reforma», que se implementan en muchos países, están caracterizados por un fuerte utilitarismo y pragmatismo. Se orientan contra nuestras mejores tradiciones educativas, que siempre fueron muy críticas de todo practicismo estrecho. Sin embargo, se pueden encontrar antecedentes claros de estas concepciones en las propuestas de algunos de los políticos más conservadores, como en el caso de Uruguay. Llama la atención cómo estas visiones educativas hoy son compartidas por un espectro político mucho más amplio, que incluye a sectores progresistas, e incluso algunos militantes de izquierda radical, que no pueden ir en este punto más allá del pragmatismo hegemónico.
La teoría de las competencias no es propuesta como una «teoría más», una perspectiva entre otras, sino como una suerte de pedagogía única, obligatoria, a la que se debe someter todo el sistema educativo y el conjunto del magisterio y el profesorado. Esto se encuentra en fuerte tensión con la libertad de cátedra, con la idea de que la docencia es una profesión autónoma.
Asimismo, esta concepción educacional es hostil a la teoría. Esta última se ve subordinada a la práctica, se convierte en una suerte de «sierva de la práctica». El saber teórico no desaparece totalmente, pero se ve fuertemente disminuido y sometido a fines supuestamente útiles.
Si en los niveles primario y secundario las tendencias educativas estrechamente pragmáticas y utilitarias apuntan a un saber teórico mínimo y poco profundo, en los niveles terciario y universitario, en cambio, esta concepción conduce a una fuerte especialización, que supone un saber teórico más profundo, pero solo en aquellos campos ligados con la práctica profesional. En ambos casos hay un empobrecimiento cultural y una mutilación educativa, contraria a todo principio de educación integral.
La teoría de las competencias es, en general, tributaria de lo que hemos denominado psicologismo pseudohumanitario. Muchos de las políticas que se impulsan en base a esta concepción apuntan a objetivos económicos bastante claros, entre ellos la reducción del gasto educativo. Pero estas finalidades no se presentan en forma explícita, sino justificadas en función de la «centralidad de los estudiantes», los «derechos de los estudiantes» o fórmulas parecidas. Asimismo, el logro de determinados índices de promoción y egreso es fundamental para obtener una evaluación positiva de los organismos de crédito o las calificadoras de riesgo.
También se sostiene –desde esta concepción educativa– que la enseñanza y el aprendizaje deben orientarse según los «intereses» de los estudiantes, lo que se suele justificar en nombre de la centralidad del «sujeto» de la educación. Pero esta visión no toma en cuenta que esos supuestos intereses no son un producto original y «auténtico» de individuos absolutamente independientes, sino que están en gran medida condicionados en forma heterónoma por diversos mecanismos sociales, entre ellos los grandes medios de comunicación, en general hegemonizados por el gran capital. A su vez, esta visión tampoco considera que la educación debe abrir nuevas perspectivas e intereses. Subordinarse a los supuestos intereses de los estudiantes no hace más que acentuar los elementos reproductivos de la educación, debilitando sus aspectos democratizadores.
Por último, existe una fuerte cultura inmediatista, que también es hegemónica entre los sectores populares debido a condicionamientos ideológicos y presiones materiales. Sin embargo, como señala Nico Hirtt, los intereses a largo plazo de las clases subalternas van en un sentido muy diferente de algunos de sus intereses más inmediatos. En este sentido, puede ser «conveniente» en el corto plazo el empobrecimiento de la formación para una inserción más rápida en el mercado laboral, pero esto cercena a los sectores populares una de las principales posibilidades para acceder a conocimientos que les permitan comprender la realidad, acrecentar su cultura general y reflexionar críticamente sobre su situación dentro de la sociedad. Este inmediatismo está fuertemente asociado con una cultura nihilista, caracterizada por la pérdida de sentido. A su vez, el voluntarismo mágico –promovido por las actuales tendencias pedagógicas dominantes– también contribuye a esa pérdida de sentido y a un malestar muy extendido, que probablemente estén asociados con los fenómenos de depresión creciente y conductas autodestructivas, en tanto se generan expectativas de triunfo individual –por ejemplo, con el emprendedurismo– que contrastan fuertemente con las posibilidades reales en sociedades tan desiguales y en economías tan precarizadas como las capitalistas, lo que lleva al individuo a culpabilizarse de sus supuestos fracasos.
Es fundamental retomar nuestras mejores tradiciones educativas, aquellas que apuntaron a una educación integral, y que establecieron principios como la autonomía y el cogobierno. Las actuales «reformas» imponen modelos homogéneos a los diversos estados, que intentan que la educación se subordine cada vez más a las necesidades del gran capital. Las fuerzas contrahegemónicas deben apoyarse en esas tradiciones educativas democráticas para promover una verdadera alternativa en educación, que avance contra las tendencias mercantilizadoras y privatizadoras. Es parte insoslayable de una lucha más amplia por una sociedad donde se superen las relaciones de explotación y dominación existentes. Una lucha que también contribuya a construir un sentido de la existencia que se contraponga a las tendencias ultraindividualistas hoy reinantes, en tiempos caracterizados por fuertes derivas nihilistas.
Alexis Capobianco Vieyto
Fuente: https://kalewche.com/escenas-de-la-larga-marcha-del-capital-contra-la-educacion-publica/
NOTAS
1 José Enrique Rodó, Ariel, Menorca, textos.info, 2016, pp. 11-12, https://www.textos.info/jose-enrique-rodo/ariel.
2 Carlos Vaz Ferreira, Estudios pedagógicos, serie II, Barcelona Talleres Gráficos, 1921, pp. 10-11.
3 Ana Doboué, La comprensión de la pedagogía de Carlos Vaz Ferreira en relación a sus ideas filosóficas: lógicas, epistemológicas y éticas, Montevideo, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación-UDELAR, 2017, p. 26.
4 Cit. por Gerardo Caetano, El liberalismo conservador, Montevideo, Ed. de la Banda Oriental, 2021, p. 175.
5 El filósofo uruguayo ya había advertido a principios del siglo XX sobre esta tendencia en la pedagogía, en su libro Lógica Viva. Dentro de su estudio sobre la falacia de falsa oposición, señala: “La historia de los procedimientos pedagógicos, de su boga, de su desuso, de las discusiones a su respecto, no es, en la mayoría de los casos, más que una historia de este sofisma. Llegan los pedagogistas a la conclusión de que es bueno y conveniente hacer que sea el niño quien descubra lo que se le quiere enseñar; en seguida concluyen que el otro procedimiento, el natural, que consiste en enseñar propiamente el maestro al niño, es malo. Se aplica, así, un buen procedimiento, pero desterrándose completamente otro procedimiento que también era bueno. No había incompatibilidad entre los dos: eran complementarios; pero a causa de haberlos tomado por contradictorios, uno fue excluido; y si bien se ganó por un lado, se perdió por otro”. C. Vaz Ferreira, Lógica Viva, Montevideo, Cámara de Representantes de la República Oriental del Uruguay, 1963, p. 44.
6 World Bank, Strengthening Pedagogy and Governance in Uruguayan Public Schools Project (P176105), 2021, p. 8, disponible en https://projects.worldbank.org/en/projects-operations/project-detail/P176105.
7 Nico Hirtt, “Escuela digital y aula invertida: dos Virus Troyanos del liberalismo escolar”, en Viento Sur, oct. 2020, disponible en https://vientosur.info/escuela-digital-y-clase-inversa-dos-virus-troyanos-del-liberalismo-escolar.
8 José Luis Massera, Ciencia, educación y revolución. Montevideo, Ediciones Pueblos Unidos, 1970, pp. 83-84.
9 Ibid., p. 84.
10 Mark Fisher, Realismo capitalista, Bs. As., Caja Negra, 2016, p. 58.
11 Vaz Ferreira, op. cit., pp. 14-15.
12 Hirtt, op. cit., p. 9.
13 Massimo Recalcatti, La hora de la clase, Barcelona, Anagrama, 2016, pp. 80-81.
14 Fisher, op. cit., p. 108.