Gonzalo Perera
Sepa disculpar, querido lector, la autorreferencia, pero la mía es la vida que mejor conozco y en ella hay experiencias que creo pueden ameritar compartirse.
Hace exactamente 57 años me tocó en suerte venir al mundo, en la ciudad de Rocha, capital del departamento de mismo nombre. Lo menciono sin mayores pudores porque nada tuve que ver con eso, que fue obra y gracia de mis viejos. Viejos que justifican decir “me tocó en suerte”, porque no eran divinos, sino que por el contrario eran inmensa y profundamente humanos y queribles, que se quisieron, quisieron e hicieron sentir queridas a muchas personas, entre las cuales a mí. Tanto así, que, aunque físicamente están ausentes desde hace más de una década, para mí están todos los días presentes.
Cuando uno cumple ya unas cuantas vueltas al sol, tiende a mirar en perspectiva todo lo que vio cambiar a su alrededor. Si pienso que el primer teléfono en mi casa rochense era el 565 y que conseguir línea con mi abuela paterna en Montevideo podía demorar hasta 24 horas, cuando hoy tenemos 8 números en los teléfonos y el celular (cuya capacidad apabulla a la de las computadoras con que empecé a trabajar cuando ya era docente universitario) me permite videoconferencias sin cortes con la muy querida parte de mi familia que reside en Australia, la dimensión de los cambios tecnológicos es obvia. Pero hay otros cambios no menores, que me gustaría repasar sobre este período vivido, muy breve para la Historia, pero muy intenso.
Viví los años del terror en su mayoría como niño y adolescente, pues la mayoría de edad llegaría ya con la dictadura cayéndose a pedazos. Quizás por eso, siempre he creído que hay que retratar las miserias y grandezas de la dictadura cotidiana. Porque si la dictadura fue el horror de las desapariciones forzadas, de los robos de bebés, de los asesinatos, la tortura y todas las bestialidades que aún hoy algunos pretenden atenuar o justificar, también fue, como genuina expresión del terrorismo de Estado, una fuerte presión que sacudía a la inmensa mayoría de la población. Por ejemplo, a un niño de apenas 7 años, que jugaba tirado en una alfombra, mirando de reojo una televisión en blanco y negro en la que, en uno de los tantos nefastos comunicados de las Fuerzas Conjuntas, aparecían las caras y los nombres de amigas y amigos de mis hermanos mayores, personas para mí grandes, pero que recién se asomaban a la vida y que habían estado en mi casa jugando conmigo, en esa misma alfombra, pocos días antes. Como no tenía dudas que esas personas eran gente buena, lo que estaba diciendo la televisión en su contra tenía que ser mentira. De algún modo, el que la TV miente para mí se instaló ya desde entonces y crecer ha sido una permanente verificación de esa precoz convicción, pero convengamos que hubiera preferido tomar conciencia de ello de una manera menos traumática para mí y sobre todo, para las caras que aparecían en el infame comunicado. O por ejemplo, un poco más grandecito, acostumbrarme a que si un partido de fútbol o de básquetbol se picaba, alguno me iba a pegar, pero agregando el peor insulto que creía manejar:” ¡tupamaro, comunista!”. Claro, era imposible esperar que “sutilezas» como la diferencia entre un tupamaro y un comunista, fueran apreciables en ese entonces. Me cruzo cada tanto con alguno de los que me dedicaban esos versos, y contra el sonsonete de la derecha, no les guardo rencor alguno, porque no sabían lo que decían, eran simplemente una suerte de termómetro del nivel de violencia e ignorancia instalada en nuestra sociedad.
Vino la “recuperación democrática”, y con ella, pese a tener a Sanguinetti en el gobierno, las esperanzas de grandes cambios latían. Durarían lo que un lirio: la incitación gubernamental a la desmovilización popular un proyecto novedoso para Canal 5 que fue hundido antes de zarpar (a los grupos 4, 10 y 12 ¡no se los toca ni se les compite!) la represión ordenada por un Manini Ríos sobre el movimiento estudiantil en el IPA, la abyecta Ley de Caducidad y la manera terrorista de defenderla contra el voto verde, fueron más que suficientes para hacer trizas las expectativas.
Vino Lacalle Herrera y al país le pasó una aplanadora por arriba. Desindustrialización, corrupción, ajuste sobre ajuste. En mi vida, si bien terminé en ese período el doctorado en Matemática, siendo docente de grado 3 de la Universidad de la República (en una escala de 1 a 5), no pasaba del día 20 de cada mes sin contar moneditas, y se me complicaba para cubrir los gastos básicos, incluso de alimentación. De comprar libros o vacaciones, ni hablemos. Tanto así que sobre el final del período me postulé a cargos docentes en el hemisferio norte, pensando siempre en volver, pero tras unos años de hacer experiencia, y, hablando clarito, pasar a ganar sueldos muy superiores que, si mantenía un estilo de vida relativamente austero (aunque incomparable con el apretar cinturones permanentes al que me había acostumbrado), podría ayudar a mis viejos, comprar algún techo para que estuvieran tranquilos y volver al Uruguay con más “aire”.
Tras concretar esos planes en París, poco duró ese “aire”, pues las urnas proclamaron el “gobierno divertido” de Jorge Batlle, el de “los argentinos son todos unos ladrones del primero al último”, el de la disculpa sollozando ante Duhalde y, con una manito de los Peirano, el país estalló en mil pedazos, en tragedias, con el aeropuerto tapado de jóvenes que se iban para no volver, y con niños comiendo pasto. Y uno mismo, ya grado 5 para ese entonces, zafando de no poder mantener una familia con hijas chicas, pero gracias a los contactos que dejó la etapa parisina y las invitaciones a pasar, por ejemplo, un semestre trabajando en Francia, perdiendo muchos kilos por la obsesión de ahorrar, que afectó la salud, pero limpiando deudas que parecían impagables.
Los 15 años de gobierno del FA fueron los primeros en que no oía cada rato “crisis” y en los que vi a muchísima gente mejorar. Vi Plan de Emergencia, pero también vi clases trabajadoras volver a comer asado y por primera vez, empezar a tomarse vacaciones cada tanto. No vi cosas que hubiera deseado (a nivel del sistema financiero o de los medios de comunicación, por ejemplo), pero vi milagros, como la Universidad de la República instalada en mi Rocha natal. Para mí, es mucho más que resucitar a Lázaro. Trabajar allí desde hace 10 años, poniendo un granito de arena para formar colegas más jóvenes, y mucho más talentosos que yo, es la más clara señal de que los sembradores de odio e ignorancia, autores de los infames comunicados de mi infancia, van perdiendo y van a perder. Las ganas de crear y creer puede más, incluso que algunos excesivos pudores o moderamientos en la izquierda que a veces, sin quererlo, nutren las reconquistas de la derecha.
Navegando esos mares agitados, con el gobierno más de derecha desde la dictadura, me encuentro en esta etapa de mi vida. Apostando a creer e intentar crear. Entendiendo como nunca que, si la prudencia es virtud, el exceso de moderación es una de las mayores imprudencias, pues permite resurgir al único demonio que vi azotar nuestro país. Ejerciendo la memoria, no como un derecho, sino como un deber. No sólo sobre los horrores que requieren verdad y justicia como deber moral, sino sobre cómo vivimos, qué sufrimos, qué celebramos y en qué momentos nos equivocamos, o no dimos la talla.
La memoria no es opción, es una tarea, no para añorar nada, sino para construir el futuro.
Foto de portada:
Estudiantes en una manifestación. Foto: Santiago Mazzarovich / adhocFOTOS.