Amor a Cuba

Gonzalo Perera

Hace décadas, la gran orquesta de música popular cubana “Los Van Van”, impuso un tremendo éxito, de esos que todo el mundo tararea por las calles de La Habana y otras localidades de la isla (un tema que “está pegao”), titulado “No soy de la gran escena”. La razón de ser del tema: una protesta del fundador de Los Van Van, bajista y director de la banda mientras vivió, Juan Formell, contra el hecho de que en los espacios que los medios cubanos por entonces dedicaban a la cultura, no se diera cuenta de su obra y de la de otros brillantes músicos populares como Adalberto Álvarez, Revé, etc. Si alguien piensa que el pueblo cubano es dócil o fácil de arrastrar, no tiene la menor idea de cómo es el pueblo cubano.

El estribillo del tema mencionado dice “vamos a ser sinceros, los cubanos somos rumberos”. Si, el pueblo cubano es rumbero, bailador, festivo y más en general extrovertido, simpático, hospitalario. Pero también es rebelde, perseverante, decidido, crítico. Además, es educado, estudioso, informado, combativo, resistente, tenaz, sacrificado, esforzado.

Cuba, el verde caimán del Caribe, no es el paraíso en la Tierra. No por el muy filosófico e inapelable “nada humano es perfecto”, sino por un argumento no menos lógico, pero más político.  No hay ningún lugar en este planeta, absolutamente ninguno, que pueda ni remotamente postularse para paraíso mientras el sistema capitalista global lo conduzca. No hay espacio previsto para la felicidad cuando manda el capital. 

Pero, a pesar de eso, sí se puede amar a Cuba. 

Por su rica y diversa cultura. Que desde siglos tiene sabor a caňa, buen tabaco y ron, que habla en Carpentier y Guillén, pero también en los tambores batá, en la tradición santera yorubá y su sincretismo con el cristianismo, en la tradición Abakuá, en los ritos del Palo Congo. Es la muchedumbre  que “va arrollando” por las calles con la conga en sus diversos estilos, que rompe en una rumba de cajón o con salidor, tres-dos y quinto, que hace bailar con “el bárbaro del ritmo” Benny Moré, Juan Formell y tantos otros, que juega dominó, ajedrez y pelota (baseball, en su origen), que arrulla el oído con la Vieja Trova Santiaguera o con Silvio Rodríguez y las diversas generaciones de la Nueva Trova, que se suspende en el aire con Alicia Alonso, que hace fintas en el ring con la exuberancia de Téofilo Stevenson y tantas, tantas cosas más, que no entran en página alguna. 

Pero también porque su gente es amable. Amable en el sentido literal, que se puede amar, no en el sentido de gentileza. Porque su gente no es mutante, no está exenta ni de las fortalezas ni debilidades humanas, pero para quien conoce Cuba con mente y corazón abiertos, seguramente encuentre gente que se hace amar, en las mil formas distintas que el amor tiene, que, por supuesto no se trata solo del “amor galante”, sino también de la amistad, del compañerismo, de todas esas variantes que tiene esa palabra que a veces nos causa pudor, cuando es nuestra razón de ser: el amor.

Justamente, a Cuba se la puede amar también, y muy particularmente, por una tremenda historia de amor. Que, por momentos, si se piensa fríamente, parece hasta una locura y por otro, lo más sensato y lógico del mundo. Porque una revolución siempre es un gran acto de amor. Porque implica dedicar hasta la vida a que todos, en particular el otro, el prójimo, pueda vivir con dignidad plena. Y si la búsqueda de arreglar los propios asuntos y que los demás revienten se llama vil egoísmo, la búsqueda de la felicidad del prójimo sacrificando o exponiendo hasta el pellejo propio se llama amor.

Es desde este ángulo que, al menos a esta altura de la vida, pienso y siento esa Revolución que un 26 de julio, hace 70 años, se hizo visible, para 6 años después hacerse victoria y cambio de era en la isla, en toda América Latina y en el mundo entero, e hizo familiares e inolvidables nombres y rostros, como los de Fidel, Raúl, Ernesto (o más bien “El Che”), Camilo y tantos otros.

Porque a medida que la vida avanza, uno se persuade que el amor es todo lo que importa y vale, pero también que es rara avis, un bicho esquivo, un sentimiento que no es fácil, ni mucho menos frecuente, tener la ocasión de experimentarlo, en casi ninguna de sus manifestaciones. En un mundo concebido para ser en la medida que se tiene, se posee, se priva al otro de lo que es mío y sólo mío, convengamos que el amor, que es mano tendida, sea al que ya le cuesta caminar por el peso de los años, como al que recién da sus primeros pasitos, o que simboliza la voluntad de entrelazar sueños y construir en conjunto dos personas del género que sean, no es precisamente “el plato del día”. Bien por el contrario, estamos en un mundo donde abunda la gente sola, completamente sola, particularmente indefensa cuando ya es muy mayor, porque nadie tiene tiempo para dedicarle 5 minutos, dos frases y una sonrisa, pues corre detrás de los artículos de consumo y pagar las tarjetas de crédito que los compran (y de “ganarse” los fondos que permiten acceder a las tarjetas), en la espiral histérica que desde el poder se impone. Estamos en un mundo donde mucha gente no intercambia una palabra cara a cara con otro ser humano por días. Vaya uno a entender cómo se puede encontrar el amor así. Pero si el amor además es construcción para todos, cambio desde las raíces, dignidad y humanización, contención y apoyo para el más débil, pues parece locura o milagro, o quizás, inversamente, de lo poco saludable que se puede ver en un mundo que cada día parece más cruel.

Porque si se piensa en los que empiezan la vida, en los niños, que por centenares de millones pasan hambre en el mundo, o en los 200 millones de niños que duermen en las calles cada noche, uno se siente abrumado. Hasta que se recuerda, como decía Frei Betto “que ni uno solo de ellos es cubano”. Ahí uno vuelve a apreciar las dimensiones de esa inmensa historia de amor que sin duda tuvo un hito fundamental el 26 de julio de 1953, una suerte de primer beso, donde nada termina, sino que más bien algo nuevo y hermoso empieza a crecer y madurar.

Puede parecer cursi, o quizás lírico, pero, al menos por esta vez no quiero ocuparme del bloqueo asesino e inmoral. Ni de todos los escollos que debe sortear día a día el pueblo cubano. Ni del cinismo de los miserables que le exigen a Cuba cumplir con las más duras pruebas, cuando ninguna de ellas las cumple ni siquiera en su versión más diluida en sus propios lares. De los que le piden cuentas de libertad a un pueblo siempre amenazado de invasión, bloqueado, agredido y aun así educado, cuidado, atendido, perfectamente capaz de resolver por sí solo, cuando en los países “examinadores” las libertades que se ejercen incluyen la libertad de pasar hambre, la libertad de morir de frío (o ser prendido fuego vivo) de noche por vivir en la calle, la libertad de no poder educarse y tomar decisiones sobre la propia vida con lucidez, la libertad de elegir por cuál de las cien señales de los medios hegemónicos vas a recibir el único mensaje que se transmite, la libertad de decidir con qué competidor (en cualquier terreno, porque todo es competencia), te vas a obsesionar hasta enfermarte. La libertad pues de odiar, discriminar y segregar. 

No, por una vez vayamos a lo que me parece el fondo y la explicación del 26 de julio y toda la Revolución: un inmenso acto de amor. Y si es necesario definir de qué se trataron estas palabras, pues digamos simplemente que fue una tímida declaración de amor a Cuba.

Foto de portada:

Fidel junto a pioneros cubanos, siempre fue un hombre que le gustaba estar cerca de la juventud. Foto: Archivo. Cubadebate.cu.

Compartí este artículo
Temas