Gonzalo Perera
Lo primero que a uno le viene a la cabeza cuando escucha la palabra “ómnibus” es el bondi, colectivo, guagua, o como quiera que se le llame en la jerga popular de los distintos lares a un recurso de transporte que, en principio, tiene una muy fuerte lógica de apoyo. Se trata de la superación del tradicional sistema de carruajes de caballos compartidos por varias personas para cubrir un mismo recorrido, que en el siglo XIX se extendía por buena parte del mundo. Hacia fines del mismo siglo, se le atribuye a Karl Benz la invención del primer vehículo motorizado con tales fines, fundamentalmente para la cobertura de distancias cortas, dentro de una ciudad y sus alrededores para hacer recorridos no realizados por los trenes o, en las ciudades donde las había, líneas de metro.
En momentos en que el transporte automotor era incipiente y costoso, esta apuesta haría posible el acceso de dicho transporte a las grandes masas, al repartir entre varios el costo de un viaje. Eso siguió siendo válido aún en tiempos en que el automóvil comenzó a ser un bien accesible al menos para las capas medias y alcanza con pensar de qué forma concurren a sus tareas cotidianas las clases trabajadoras en muchas ciudades del mundo.
Pero además, ya en décadas más recientes, ya sea por el costo de los hidrocarburos primero, por la sobrecarga de vehículos en las calles de muchísimas ciudades después, y más recientemente, por la necesidad de reducir emisiones generadoras de efecto invernadero, que incluso han hecho surgir versiones de este sistema no basadas en combustibles fósiles, el ómnibus aportaba soluciones de eficiencia (económica, logística, energética, ambiental, etc.) al transporte de las grandes masas.
Como siempre, entre la teoría y la realidad hay un buen trecho. Vaya uno a contarle la teoría del sistema a quien viaja en horas pico como sardina en lata en los bondis que conectan la zona norte de Montevideo o la inmensa ciudad dormitorio de trabajadores que es la Ciudad de la Costa. O cuando a esos mismos enlatados a los trabajadores se les ocurre calcular el tiempo que pierden cada día en ir y venir a su trabajo, o peor aún, calcular su costo y cómo le impacta en su economía familiar. Como siempre, concebir un instrumento no es pecaminoso, puede responder a necesidades lógicas y ser usado felizmente, pero también puede generar desviaciones riesgosas o incluso francamente nefastas.
Basado en el significado en latín de la palabra “ómnibus” (básicamente, “para todo”), que más allá de tildes u otros detalles menores, existe en múltiples lenguas, en las Ciencias Jurídicas, se suele denominar “Ley Ómnibus”a una ley que engloba un conjunto de disposiciones que normalmente deberían ser objeto de tratamiento por separado, pero que alguna circunstancia excepcional, induce a “empaquetar” en una sola. No siendo experto en la materia, pude rastrear ejemplos en diversos países al menos desde mediados del Siglo XIX, en algunos casos con fines perversos, en otros con fines sanos y comprensibles.
Sin embargo, hay algo evidente y que me parece muy significativo que sea enfatizado por muy diversos juristas estadounidenses: el que este “empaquetamiento” debilita la discusión democrática, pues obliga a estudiar y debatir en el tiempo previsto para una ley, una enredadera de leyes, muchas veces referidas a distintos temas, lo cual es obviamente casi un imposible.
Por otro lado, los mismos juristas apuntan a la disminución de la calidad de la elaboración del marco normativo, porque es muy difícil redactar de manera clara y prolija grandes cantidades de artículos diversos al mismo tiempo, y porque además (aunque obviamente ningún gobernante lo admita, las discusiones parlamentarias lo evidencian), muchas veces una ley ómnibus se construye bajo una lógica transaccional: se incluyen 100 artículos, donde realmente al gobierno le interesa que se aprueben 75 y los otros 25 se agregan como moneda de cambio en las negociaciones, que aseguren la votación de lo que es considerado medular.
Por lo tanto, suelen ser leyes artificialmente “infladas”, disminuyendo así aún más la calidad de la tarea legislativa y de la discusión ciudadana. De ahí la fuerte insistencia en recomendar su uso sólo en circunstancias realmente excepcionales y de forma moderada (no es lo mismo empaquetar 10 leyes que 100, obviamente), de modo de no volverlo un mecanismo anti-democrático.
Referirnos a fuentes estadounidenses (por ejemplo: https://www.ucpublicaffairs.com/home/2020/3/24/omnibus-legislation-aka-the-big-uglies-is-this-the-right-move-for-congress-now-by-mark-pacilio), muy lejanas a nuestra visión y de inspiración liberal, nos parece un detalle nada menor, dados los vientos que soplan en nuestras tierras del Sur.
Más aún, la denominación usual, tanto en ámbitos legislativos como periodísticos, de una ley ómnibus en USA es “Big Ugly” (Grande y Fea), lo que no amerita comentarse. Como muestra final de admisión de los riesgos de este recurso legislativo, en varios países del mundo, la Constitución prohíbe la inclusión de ciertas temáticas en leyes ómnibus, como forma de asegurar que al menos ciertos temas no se traten a la ligera y “empaquetados” con vaya a saber qué otro tema.
Muchas de estas cosas las dijimos de mil maneras cuando en Uruguay la LUC (Ley de Urgente Consideración) incursionó en la definición de la legítima defensa, en el funcionamiento de los servicios de inteligencia, en la cartera de tierras del Estado, en la Educación, en las reglas generales de la Economía y en un largo y triste, etc. Las 800 mil heroicas firmas en pandemia y el ajustadísimo triunfo en la consulta electoral que la cuestionaba en sus peores artículos, políticamente han atemperado su aplicación, pero la legislación uruguaya contiene hoy barbaridades. Pero tomar nota: la movilización popular y las firmas defendiendo derechos desde una fuerte base social, siempre salvan, protegen.
Ahora que nos parecemos a 1990 en ambas márgenes del Plata, queda claro el rol de una ley ómnibus en la estrategia de la ultraderecha: aplicar un shock que permita limar los huesos de los trabajadores en beneficio del capital. A pocos días de asumir Milei se habla en Argentina de una mega ley ómnibus, que algún allegado tuvo el mal gusto de llamar “ley tren”, de miles de artículos (entre 3 y 7 mil, se estima). Obviamente ni los legisladores que responden a Milei saben su contenido preciso, pero está muy claro su objetivo. Desmantelar el aparato estatal, destruir todo mecanismo de regulación en manos del Estado, para, en una segunda fase, privatizar todo vestigio de empresa pública. Con 63% de la infancia y adolescencia en condiciones de pobreza, las liberaciones de precios incluidas en la “ley tren” se prevé que impacte ya la próxima semana dramáticamente en el precio de los combustibles y del transporte público. Una ley ómnibus que deja literalmente al pueblo a pie y en la calle, en el sentido de privaciones.
Pero el pueblo a pie en la calle, en el sentido de gran movilización popular, es el gran freno para la ultraderecha. Lamentablemente, Argentina no ha podido construir herramientas que el Uruguay atesora. Nosotros tenemos una única central sindical. Llamando unitariamente a defender los derechos, firmando contra la reforma jubilatoria del despojo. Nosotros tenemos unidad política en el Frente Amplio, que vivirá un congreso de donde saldrá orgánicamente fortalecido y programáticamente sólido. Ambas son las cartas del pueblo de a pie. Para defender derechos y preparar un futuro gobierno popular que los profundice.
Foto de portada:
Acto por la derogación de los 135 artículos de la LUC en febrero del año 2022. Foto: Mauricio Zina / adhocFOTOS.