Pablo Da Rocha y Florencia Tort
Aunque esta columna suele centrarse en el análisis económico, esta vez se hará una excepción. A pocos días del domingo 24, cuando el país definirá su futuro en las urnas, las propuestas económicas de los candidatos ya están sobre la mesa y la mayoría de los votantes parece haber tomado una decisión. Sin embargo, los debates presidenciales siguen siendo una herramienta fundamental para aquellos que aún están indecisos. Reflexionar sobre la calidad y el formato de estos intercambios puede ser clave para fortalecer nuestra democracia.
El formato de los debates presidenciales es una herramienta esencial para que los ciudadanos evalúen a los candidatos. Sin embargo, no todos los formatos logran cumplir con ese objetivo. En el reciente debate entre Orsi y Delgado, quedó claro que el formato utilizado limitó el intercambio directo, ya que ambos candidatos expusieron de manera independiente, siguiendo un guion preestablecido, sin confrontar ideas ni profundizar en sus diferencias. Esto plantea una pregunta clave: ¿cómo debería ser un debate presidencial para realmente ayudar a los indecisos?
A nivel internacional, existen diferentes formatos de debates que han sido implementados con mayor o menor éxito. Por ejemplo, en Estados Unidos los debates suelen incluir moderadores que formulan preguntas directas a los candidatos y permiten un tiempo limitado para responder y contraargumentar. Este modelo fomenta un intercambio más ágil y puede evidenciar fortalezas o debilidades en tiempo real, pero también corre el riesgo de caer en discusiones superficiales si los moderadores no son rigurosos o si los candidatos priorizan ataques sobre propuestas.
En otros casos, como en Francia, los debates suelen tener una estructura más libre, con los candidatos discutiendo frente a frente y gestionando sus tiempos de intervención. Esto permite una confrontación más directa y auténtica, aunque puede generar tensiones excesivas si no se establecen reglas claras. En contraste, el modelo británico da un rol más destacado al público, que plantea preguntas directamente a los candidatos. Esto acerca la discusión a las preocupaciones reales de los votantes, aunque el tiempo disponible puede resultar insuficiente para tratar temas complejos.
La historia de los debates en nuestro país es un testimonio del compromiso con lo mejor de nuestra democracia. Como práctica, ha sido una invitación constante a fortalecerla, basándose en argumentos sólidos y en el diálogo con la ciudadanía, más allá de las promesas y las campañas. El reciente debate presidencial es una muestra de ello.
El primer gran debate público en Uruguay tuvo lugar en 1980, en el marco del plebiscito sobre la reforma constitucional. En plena dictadura, Enrique Tarigo destacó por su elocuencia al defender la vía democrática como el único camino posible para el país. Su intervención reforzó no solo el respeto hacia el adversario político, sino también la importancia del derecho fundamental a elegir. El resultado de aquel plebiscito, con el triunfo del «NO», abrió la senda hacia la recuperación democrática y preparó la retirada del régimen militar.
Desde entonces, han transcurrido más de 40 años de democracia ininterrumpida, con numerosos debates que han ofrecido espacio y voz a los representantes electos por el pueblo. Sin embargo, es interesante observar cómo los temas discutidos han evolucionado en énfasis, argumentos y propuestas de futuro. A pesar de ello, hay elementos que persisten en el tiempo, como la cuestión ideológica, un concepto que en ocasiones se tergiversa, trivializa o incluso demoniza.
El formato utilizado en Uruguay tiene sus méritos, como la equidad en los tiempos de exposición y el respeto por el orden establecido. Sin embargo, al evitar prácticamente cualquier interacción directa, pierde la riqueza del debate como intercambio de ideas. Cuando los candidatos simplemente exponen siguiendo un guion, el evento puede convertirse en una extensión de la propaganda de campaña, más que en una herramienta para informar al electorado. Los indecisos, en lugar de ver confrontación de visiones, escuchan discursos preensayados que no les permiten comparar cómo reaccionan los candidatos ante los desafíos del otro.
En este contexto, resulta especialmente llamativo el intento de Álvaro Delgado por desacreditar el uso de la ideología como marco para definir propuestas y estrategias. Durante el debate, el candidato señaló en repetidas ocasiones que su programa no responde a ideologías, sino a pragmatismo y resultados. Sin embargo, es un contrasentido que alguien que aspira a liderar un país minimice la importancia de la ideología, ya que esta es el motor que define la orientación de las políticas públicas, las prioridades del gobierno y las soluciones que se ofrecen a los problemas de la sociedad.
La ideología no es un concepto abstracto ni un obstáculo, como Delgado pareció sugerir, sino una guía que permite a los ciudadanos entender qué valores y principios están detrás de las decisiones de un candidato. Desestimar su importancia equivale a negar la naturaleza misma de la política. En contraste, Yamandú Orsi no ocultó sus convicciones, dejando claro que sus propuestas nacen de una visión de justicia social y un compromiso con la inclusión, pilares de una ideología que prioriza a las personas sobre los intereses de mercado.
En el reciente debate, la ideología fue utilizada de manera acusatoria por uno de los candidatos, cuestionando su existencia como fundamento de un partido político. Esta negación es, en sí misma, un rechazo al acto de posicionarse frente a los desafíos de nuestra época. La demonización de la ideología tiene una larga historia, estrechamente vinculada al rechazo del marxismo, cuya influencia continúa incomodando a muchos, no por su supuesta obsolescencia, sino por la amenaza que representa para la burguesía.
Bajo la Doctrina de la Seguridad Nacional, la ideología marxista fue convertida en el eje de una narrativa que asociaba lo subversivo con lo delictivo, calificándolo como una amenaza para la «sociedad de bien». Este marco persiste, de forma más sutil, en ciertos discursos que buscan una pretendida «neutralidad», difícil de sostener desde la ciencia social y, mucho menos, desde la política.
Gramsci, uno de los grandes referentes del marxismo, subrayó la relación intrínseca entre ideología y hegemonía. Según él, las ideas dominantes no solo reflejan las necesidades de las clases en el poder, sino que perpetúan su posición. En contraposición, la ideología, arraigada y perteneciente a la clase obrera, pensada como lucha contrahegemónica, es esencial para desafiar y desarticular las estructuras del poder capitalista.
Negar la importancia de la ideología no solo debilita el debate político, sino que nos aleja de la batalla cultural necesaria para transformar nuestra realidad. La ideología no es solo un posicionamiento; es la base desde la cual interpretamos y actuamos en el mundo.
Gramsci lo expresó con contundencia: “Odio a los indiferentes. Creo que vivir quiere decir tomar partido. Quien verdaderamente vive no puede dejar de ser ciudadano y partisano. La indiferencia y la abulia son parasitismo, son bellaquería, no vida.” En un mundo cada vez más complejo, tomar partido es no solo un acto de ciudadanía, sino una forma de resistencia frente a la indiferencia y el conformismo.
En consonancia con lo planteado, un cambio útil para el formato uruguayo sería incorporar bloques específicos de intercambio directo, manteniendo un equilibrio que evite el caos, pero fomente la interacción. Por ejemplo, dedicar una parte del debate a preguntas cruzadas entre los candidatos podría ser muy enriquecedor. Esto les permitiría cuestionarse mutuamente y argumentar en defensa de sus propuestas. También se podría incluir la participación de moderadores que formulen preguntas incisivas y requieran respuestas claras. Otra opción sería integrar a ciudadanos en el proceso, permitiendo que planteen sus inquietudes directamente a los candidatos.
La clave está en encontrar un balance entre estructura y espontaneidad. Por un lado, es importante mantener reglas que garanticen el respeto y eviten interrupciones constantes, pero también es esencial diseñar el debate de forma que los candidatos no puedan simplemente repetir sus discursos. Esto implica establecer mecanismos para que los moderadores puedan pedir aclaraciones, exigir profundidad en las respuestas y evitar evasivas.
Adoptar estas modificaciones podría transformar los debates presidenciales en un espacio verdaderamente útil para los ciudadanos. Un formato que combine exposición, interacción directa y preguntas del público ofrecería una visión más completa de las propuestas y capacidades de los candidatos. Los indecisos necesitan algo más que discursos: necesitan ver a los candidatos en acción, respondiendo a cuestionamientos, defendiendo sus ideas y mostrando cómo enfrentan la presión del debate real.
Si queremos que los debates cumplan con su objetivo, es necesario repensar su formato. El reciente encuentro entre Orsi y Delgado fue un paso importante, pero no suficiente. El desafío es transformar estos eventos en instancias donde las diferencias entre proyectos de país queden claras y donde los ciudadanos, especialmente los indecisos, puedan tomar una decisión informada.
Si bien el formato del debate pudo limitar el intercambio directo, las fortalezas de Yamandú Orsi quedaron claras. Con serenidad, claridad y un enfoque en las necesidades de la gente, Orsi presentó propuestas concretas que reflejan un compromiso real con el desarrollo del país y la justicia social. Su experiencia como gestor y su visión de un Uruguay inclusivo lo posicionan como la mejor opción para liderar los desafíos que enfrentamos.
Este domingo 24, la elección no es solo entre dos personas, sino entre dos modelos de país. Con Orsi, apostamos a un Uruguay que crezca para todos, donde el progreso llegue a cada rincón y nadie quede atrás. Tenemos todo para ganar, y, sobre todo, un futuro para construir juntos y juntas. ¡A votar con esperanza y convicción!