Gonzalo Perera
El 30 de agosto es el Día Internacional del Detenido Desaparecido. Semejante fecha amerita varias reflexiones.
El origen histórico de la desaparición forzada como recurso para destruir y eliminar personas, y, además, desconcertar y tratar de quebrar psicológicamente a sus allegados, no es evidente.
Porque el 1 de setiembre de 1939 comenzaba una de las páginas más tenebrosas de la historia, con la invasión nazi de Polonia, cabe mencionar el decreto de Hitler llamado “Nacht und Nebel”(Noche y Niebla) por el cual se ordenaba a las tropas nazis que capturaran como prisioneros a soldados aliados o resistente de los países ocupados, a ejecutarlos de manera reservada, ocultando sus restos y todo indicio sobre su destino final, a los efectos de lacerar a los que no podían saber sobre la suerte de los suyos. Sin embargo, más allá de esos y otros antecedentes, la insania sistematizada de la desaparición forzada, es parte de la historia más reciente y transcurre dentro del continente americano, en su norte, su centro y su sur.
En el norte del continente americano, hacia 1962, cuando la instalación de la revolución socialista en Cuba era un hecho consolidado y un ejemplo referencial para toda la izquierda en América Latina, el imperialismo yanqui toma la firme decisión de no permitir prosperar el “mal ejemplo”, a cualquier costo. Con el avance de la década del 60, las crecientes evidencias de que la agresión imperial en Vietnam estaba condenada al fracaso (incluyendo la creciente y fuerte resistencia dentro de la población estadounidense a la guerra de invasión), esta decisión se reforzó e hizo que el “a cualquier costo” de la frase anterior superara todo sadismo antes visto.
En el centro de América, en Panamá, está el Instituto del Hemisferio Occidental para la Cooperación en Seguridad (WHINSEC, por sus siglas en inglés) , nombre actual de la otrora “Escuela de las Américas”, que desde 1963 a 1984 jugó un rol fundamental para el adoctrinamiento del personal militar y policial de toda América Latina en la “Doctrina de la Seguridad Nacional”, y para la capacitación, impartida por personal militar y de las distintas agencias se seguridad estadounidenses (CIA, etc.) en técnicas de “inteligencia y contrainteligencia” o “contrainsurgencia”. Eufemismos éstos para lo que allí realmente se enseñó: a torturar, reprimir, a generar el espanto, a desatar el Terrorismo de Estado sobre pueblos con aspiraciones de libertad y dignidad, y completamente indefensos ante el despliegue coordinado de todo el aparato de seguridad nacional de varios países. Si bien la instalación de un centro de “capacitación” militar en Panamá, bajo diversas denominaciones, es una constante desde 1946 (inicialmente ubicadas en la estratégica zona del canal de Panamá), es en 1963 (no casualmente, dada la decisión imperial repasada previamente) que adquiere su rol de academia del horror y la barbarie. Cuando en 1984 y como consecuencia del tratado Torrijos-Carter, la Escuela es cerrada en Panamá (aunque reabierta en suelo estadounidense), y las instalaciones militares de USA son sacadas de la zona del canal, con nuevas designaciones hasta la actualmente vigente, por sus “cátedras” habían pasado personajes como: Hugo Banzer (dictador boliviano), Roberto D’Abuisson (líder de ultraderecha en El Salvador y responsable intelectual del asesinato del obispo Oscar Arnulfo Romero), los dictadores argentinos Jorge Rafael Videla, Emilio Massera, Leopoldo Fortunato Galtieri y Roberto Viola, el terrorista batistiano y anti-cubano Luis Posada Carriles, Vladimiro Montesinos (el eje de la corrupción y violencia fujimorista en Perú), los chilenos Manuel Contreras (jefe de la terrible DINA, Dirección de Inteligencia del pinochetismo) y el propio Augusto Pinochet. Apenas algunos nombres, para clarificar la clase de lacra que allí se concentraba y como allí encontraban los puentes de contacto personal entre sí, que serían importantes a la hora de regionalizar la represión con el vuelo del Cóndor.
Es en el sur y a través de la sincronizada ejecución del “Plan Cóndor” en al menos Chile, Argentina, Paraguay, Uruguay y Brasil, donde se ve con mayor claridad el impacto de los aprendizajes “importados” del canal de Panamá.
Entre otras técnicas utilizadas para instalar el terror más salvaje en la sociedad, los aparatos represivos del Cóndor sistematizaron el recurso a la desaparición forzada de personas. Una forma superior de la crueldad, llevada a un grado de mal absoluto, que poco tiene para envidiarle a Auschwitz.
La detención y ejecución o muerte en tortura de una persona, es una barbarie imperdonable. Ante todos sus seres queridos, compaňeres, familiares, es una inmensa inyección de dolor, imposible de imaginar para quien no la experimentó en carne propia. Pero es una historia que, siendo espantosa, tiene un cierre. Es una horrible tragedia, pero que al menos aproximadamente se puede narrar: en tal fecha y de tal modo detuvieron a la persona, sufrió la violencia ejercida de forma no siempre del todo conocida y no siempre con autores claramente identificados, y en tal fecha, a causa de esa violencia, falleció. Si bien la maldad encerrada en esta simple frase es inmensa, el que haya un relato al menos aproximado de la tragedia, con un final cerrado, conocido, permite disparar los mecanismos de duelo propios a una pérdida semejante. Duelos dificilísimos, crueles, que a menudo sólo son posibles con mucho apoyo y acompañamiento. Pero que pueden iniciarse, porque hay un desarrollo de la tragedia con un final conocido. Ahora si ese final no existe, el nivel de perversidad del criminal y de dolor de los seres queridos, es mucho más terrible.
Esa figura es la del detenido desaparecido. Alguien que se sabe que fue detenido en tal fecha y circunstancia y punto. Quizás haya algún testigo de su presencia en algún centro de reclusión, pero no se sabe si vive o falleció, simplemente no está en ningún lado. La expectativa, ansiedad y desesperación que se hace vivir a los familiares de la persona desaparecida, que obviamente esperan y ansían saber que aún vive, mientras temen lo contrario y deambulan por oficinas de fascistas que hasta se permiten rezongarlos o aleccionarlos sobre cómo debieron “haber tenido cuidado antes”, constituyen un nivel de dolor y sufrimiento que, si no existe el Averno, merecería crearse para los autores de semejantes atrocidades.
Cuando pienso en un rostro para toda la inmundicia que puede albergar un homínido, veo el rostro de Jorge Rafael Videla en una entrevista televisiva de los grandes alcahuetes llamados Bernardo Neustdat y Mariano Grondona. Cuando le hicieron una complaciente pregunta sobre “los rumores de desapariciones” y Videla, sintiéndose omnipotente, miró con frialdad a la cámara y con firme voz dijo “un desaparecido es simplemente alguien que no existe”. Con esa frase daba por contestada la pregunta, pero no entendió que revelaba todo el modus operandi aprendido en Panamá: desparecer no es sólo matar y hacer sufrir: es pretender borrar, dejar sin historia ni relato.
Se equivocó el crápula dictador. Las personas desaparecidas están alojadas en el corazón de todo el movimiento popular. Son esas fotos que interpelan y reclaman al único demonio desatado por el Cóndor en nuestra región. Existen y son lo más doloroso, pero también precioso de la memoria de los pueblos. Existen y son todos nuestros. De todo el campo popular, sin división alguna. Los desaparecidos existen y nos unen.
Foto de portada:
Marcha del Silencio. Foto: Santiago Mazzarovich / adhocFOTOS.