Por Gonzalo Perera
La semana comenzó con una noticia que ocupó un espacio muy central en todos los medios: el horrible y absolutamente condenable asesinato de tres jóvenes funcionarios del cuerpo de Infantería de la Armada Nacional. Frente a ese trágico evento, que tiene familias, amigos, y muchos dolores detrás, sólo cabe expresar nuestra solidaridad y profunda congoja. El hecho ameritó la declaración de duelo nacional, una rápida y eficaz investigación que ubicó al presunto homicida y sus presuntos cómplices, así como reacciones políticas y sociales claras, responsables y sensibles, como las del FA o el PIT-CNT (también reacciones lamentables, pero que vamos a ignorar en la ocasión).
Porque, sin quitar un ápice de trascendencia a la tragedia antes referida, hay otras situaciones horrorosas y recurrentes que no concitaron tanta atención, al punto que por momentos parecían simple relato morboso o mero incremento en la estadísticas. Es a esos otros horrores y su relativa desatención, a los que me quisiera referir. Básicamente, se trata de las víctimas de la cultura dominante.
Cerca de una comunidad muy sentida para rochenses y olimareños, estos mismos días, la crónica roja relataba hechos inenarrables, como un padre llevando al extremo su propia negación con tal de asegurarse que la mujer que lo había abandonado, no lo haría sin pagar el precio más caro imaginable: sus propios hijos. Este hecho claramente se encuadra en el marco de la violencia doméstica, pero también de género, pues la intención del acto es el castigo a una mujer que abandona a un varón que la considera su pertenencia y por ende, privada de tal derecho.
No critico la declaración de duelo nacional por el episodio que afectara a los jóvenes funcionarios de la Armada, pero a mi juicio, este segundo hecho vaya si amerita declarar duelo nacional, reflexionar en profundidad sobre sus causas mas allá de las anécdotas o detalles circunstanciales y actuar a fondo, por su gravedad intrínseca, pero también por no constituir un hecho aislado sino por el contrario ser parte de un proceso continuo de una intensidad tal que el COVID-19 pasa a ser un episodio menor a su lado.
En los dos últimos meses, la situación en materia de femicidios, de episodios de violencia de género y doméstica ha sido de una extrema gravedad: estamos ante una genuina epidemia en nuestro país.
Todas las semanas son varios los casos de este tipo de violencia, que no pueden formar parte de ninguna forma de “normalidad” digna de la especie humana. Es además un fenómeno sistémico: más allá de que el actual gobierno evidentemente no es muy sensible a esta problemática, en la raíz de esta atrocidad está la cultura dominante, la visión hegemónica en este país capitalista dependiente, con fuerte impronta patriarcal.
Antes de analizar con más precisión, sumemos el surgimiento, como punta de un iceberg, de una miserable red de explotación sexual de menores en proceso de investigación, que al momento ha involucrado a una veintena de personas, en su casi totalidad hombres. Ninguna de las personas involucradas es un beneficiario de los planes del MIDES o personas que vivan en barrios “de contexto crítico” (léase: pobres), a los que señalaban con el dedo, a fines del año pasado, los energúmenos que llamaban a “la mano dura” con un profundo prejuicio clasista. No, los explotadores de menores son empresarios, profesionales, personas “bien”, en muchos casos con vinculaciones políticas y sociales relevantes.
Ambas situaciones merecen un accionar enérgico, pero sobre todo para poder prevenir y finalmente revertir su curso, es imprescindible entender su lógica malsana y golpear ahí, en sus cimientos.
Un concepto esencial al sistema capitalista es el de propiedad privada: este objeto es mío y no tuyo, y sólo yo puedo decidir su uso o destino.
Un concepto medular en el patriarcado, es la cosificación de la mujer, que pasa a ser un objeto y no una persona sujeto de derechos, sino un bien sujeto a voluntades ajenas y eventualmente transable o negociable.
Si se sintetizan ambas, la mujer, en tanto objeto, puede ser propiedad privada de un varón que disponga qué puede y debe hacer, o puede ser vendida o alquilada a quien pague la cifra adecuada.
Mientras sobrevivan estos pilares conceptuales, por supuesto que se puede prevenir, contener, atenuar más o menos los problemas de la violencia de género, de la trata de mujeres, de la explotación sexual de menores, pero no se podrán jamás erradicar. Aún con las mejores políticas sociales, la mejor policía, la mejor justicia, mientras no derribemos estos dos pilares de la cultura hegemónica, siempre habrá quien violente, abuse o trafique con mujeres, menores, o migrantes sin papeles.
Es necesario machacar hasta el hartazgo que todo lo importante en este mundo es propiedad de todos en común y de nadie en particular, que mujeres y varones tenemos exactamente los mismos derechos, somos personas, no objetos, y somos por pleno derecho dueños de nuestros cuerpos, pensamientos y acciones por igual, y que ser menor y estar en pleno crecimiento merece particular respeto y atención.
Me dirán que esto se llama hacer una Revolución y que es utópico. Responderé si y no.
Que se trata de hacer una Revolución y cambiar de raíz el sistema, si, claramente, ese es el objetivo final. Que, por las dudas y ante tanta mala intención que se despliega públicamente, no es sinónimo de andar a los tiros o tomar nada por asalto. Las revoluciones son transformaciones radicales de la estructura de la sociedad, sus formas posibles son múltiples y en estas páginas queda más que claro que la hoja de ruta trazada para ello es avanzar en democracia. Pero el objetivo final es ése: cambiar el mundo de base.
Sobre que sea utópico, diré muy claramente no. Utópico es pensar que pueda perdurar una sociedad enferma de violencia, asolada por la desigualdad obscena que condena a la miseria absoluta a enormes partes de la especie humana mientras brinda fortunas imposibles de disfrutar en vida a muy pocos, una sociedad llena de guerras, de explotaciones, que envenena el propio planeta, su aire y sus aguas, que extingue especies, que vive de guerra en guerra, que ahora conoce el fenómeno novedoso de una pandemia que afecta simultáneamente a todo el planeta, y un largo etc. Vamos, una sociedad así es absolutamente inviable, nos condena al extermino por decisión ajena o irresponsabilidad propia, pero no tiene otro final que el fin de nuestra especie.
Si se necesita una prueba más, invoco a George Floyd, la reciente víctima de la violencia policial sobre la población afroamericana en USA, país minado en sus raíces mismas por el racismo, basado en un esquema muy similar al de género. Quien desciende de esclavos y tiene la piel más oscura que quien desciende de los esclavistas, es cosificado y considerado objeto, privado del derecho al trato igualitario, y es objeto de violencia social, económica, cultural y física.
Hoy USA está en llamas y Trump las piensa apagar con nafta, enviando el ejército a las calles a reprimir a las multitudes que no soportan más y se levantan bajo la consigna (traducción literal ) “Las vidas negras importan”. Por supuesto nos solidarizamos con esta causa, una prueba más de que es hora de decir: “¡Basta!”.
Nada más realista que afirmar que la cultura dominante mata, y, apelando a la razón y al instinto de supervivencia, proponer cambiarla desde sus bases, para terminar con tanto horror y espanto, abriendo así paso a la esperanza.