Por Gonzalo Perera
En esto tiempos, no pocas personas de gran capacidad intelectual, dedican su pensamiento a sobresalir individualmente, complacer y justificar al poder, agasajar su ego, escalar posiciones, atacar causas dignas, ironizar sobre dolores ajenos muy profundos. Construyen en su conjunto el pensamiento cretino. Los que por más que se revistan de palabras edulcoradas o eufemismos, por más que disimulen sus intenciones o lisa y llanamente finjan, son materia gris al servicio del poder y del permanente ataque a los débiles, a los excluidos, a los rebeldes, a los que desde la base de la sociedad cuestionan sus mismas raíces.
En una categoría un poco menos desagradable, están quienes ponen su inteligencia al servicio de cuestionar más ampliamente, pero a nivel superficial, evitando meterse en los temas más álgidos, haciéndose los distraídos frente a flagrantes injusticias, midiendo sus palabras de forma de evitar caer en la categoría cretina, pero, al mismo tiempo, sin jamás poner en cuestión ninguna estructura de poder. Nunca toman partido en nada que duela: son los Poncio Pilatos del discurso y por ello, estrictamente funcionales al poder.
Uno puede suponer que estas categorías son propias de nuestra época y no es así, han existido en todos los momentos de la Historia, pero la mayor facilidad de acceso a las comunicaciones de los tiempos actuales nos hacen tropezarnos todos los días con dichos o escritos de estos tipos de pensadores. Los que, por acción u omisión, por impulsar o no enfrentar, prestan muy fieles servicios al sistema.
Pero también, por ser la rebeldía parte de la naturaleza humana, cada tanto aparece quien piensa para cuestionar y cambiar la realidad que le rodea, por considerarla injusta e insoportable, y algunos están incluso dispuestos a por ello pagar el precio del descrédito, de la condena social, persecución o limitación de su pensamiento, de verse privados de recursos muy básicos. Así como los que piensan para servir no son cuestión de una época particular, los que piensan para transformar la realidad han existido, existen y existirán mientras haya seres humanos sobre la Tierrra.
Pero naturalmente, hay pensamientos que llegan más lejos, más profundo, calan más hondo, se hacen acción en generaciones de seres humanos a lo largo y ancho de todo el planeta, siempre orientando acciones transformadoras, revulsivas. En esa gran galería del pensamiento crítico y francamente revolucionario, quizás no abunden tanto los nombres, pero cada uno es merecedor de particular reconocimiento.
Esa galería es diversa y no exenta de contradicciones, por cierto. Por ejemplo, seguramente corresponda incluir allí al maestro nazareno que murió crucificado en el Gólgota, pero seguramente también a Giordano Bruno, que casi 16 siglos después fuera quemado en la hoguera por quienes se decían seguidores del nazareno.
Pero claro está, no es lo mismo decirse seguidor que serlo. No es lo mismo repetir las palabras que reinterpretarlas y vivirlas en cada realidad concreta.
Si de alguna manera uno tuviera que rescatar una figura emblemática de esa galería, probablemente mire en el espacio y el tiempo hacia Tréveris, allá por el 5 de mayo de 1818, cuando nacía el hombre que justamente enfatizara que “los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo”, en la famosa Tesis XI sobre Feuerbach. El pensamiento al servicio de la transformación, de la revolución, pleno y fermental: Carlos Marx.
Si a un pensador aliado al poder hay que medirle su “éxito”, seguramente haya que considerar el número de adherentes o aplausos que concita, pero a un pensador revolucionario hay que valorarlo muy diferente, básicamente a través de dos factores.
El primero es casi evidente: en qué medida alentó a personas de distintas épocas y procedencias a levantarse contra el poder, a transformar su realidad y no meramente interpretarla, a afectar el núcleo mismo de las estructuras de dominación de su lugar y época.
El segundo, dado que el poder no aprecia el ser desafiado, es cuántos odios, furias, persecuciones, agravios y maldiciones, ha despertado su nombre y su obra entre los poderosos, los que todo lo tienen, los que nada quieren ceder.
Si empezamos por el segundo factor, pocos personajes históricos han sido tan vilipendiados, calumniados y demonizados como Carlos Marx. Pocas obras han sido tan quemadas, escondidas, causa de prohibición o persecución como las suyas. Porque su nombre y su obra no es pensamiento académico, sino que es lisa y llanamente construcción revolucionaria. Porque es pensamiento revolucionario en sí y porque ha despertado y ayudado a organizar conciencia de clase, a erigir organizaciones políticas que no persiguen acceder a un capitalismo más piadoso, sino a una sociedad radicalmente distinta, sin explotados ni explotadores. Cada letra escrita por Carlos Marx se ha visto reflejada en muchas, demasiadas, gotas de sangre regadas en la defensa de los intereses de las clases trabajadoras. Cada letra de su obra ha sido pilar para erigir organización consciente de los explotados para conquistar derechos, uno tras otro, en cada rincón del planeta.
Pocas personas y pocas obras son auto proféticas: Marx no estudió la realidad solamente, no interpretó la realidad solamente, sino que desde su obra la transformó y desde su impacto impulsó e impulsa un proceso constante de transformaciones. No enunció la tesis XI sobre Feuerbach: la realizó.
El adjetivo marxista ha sido usado por la derecha de todo el planeta como insultante. Todo un blasón. Atención, no nos referimos solamente a las derechas fascistas, a los procesos dictatoriales. También nos referimos a versiones más vestidas de seda de la derecha. En las elecciones de 1994, se dio un debate televisivo entre el mayor titiritero de la derecha uruguaya de las últimas décadas, Julio María Sanguinetti, y Tabaré. Sanguinetti casi no polemizó, sino que se limitó, de manera obsesiva, a tildar a Tabaré de “marxista”, una y otra vez. Más allá de cual fuera su estrategia electoral, esa adjetivación compulsiva de quien siempre ha tenido la preservación del poder entre ceja y ceja, el que siendo presidente encubrió terroristas de Estado, el que se jactó de no haber perdido nunca una huelga contra ningún sindicato, es uno de los mejores ejemplos que tenemos en Uruguay de cuánto honor implica ser llamado marxista.
Obviamente nada más lejano a nuestra intención que hacer de Marx una figura esculpida en bronce o de su obra material litúrgico. Nada más lejano a su método para abordar la realidad y los procesos históricos. Además, sobre lo sagrado no puede crecer nada superador, transformador, y la realidad se debe transformar todos los días. Así la metodología marxista debe adaptarse, contextualizarse, pulirse permanentemente. Sólo así es pensamiento vivo, sólo así es legado revolucionario y construcción científica.
Pero somos parte de un gran colectivo humano que atraviesa todo el planeta, dedicado a intentar entender, interpretar y recrear en cada momento y situación, el legado de Carlos Marx. De hacerlo no de forma literal y mecánica, sino concreta y transformadora. Con el deseo de ser capaces de seguir transformando realidades desde una herramienta tan potente, que incluye transformar cada día nuestra propia capacidad de interpretarla y ponerla en práctica.
El colectivo de quienes no queremos simplemente decirnos marxistas, sino ser marxistas.