Como se reparte el peso de la estructura tributaria uruguaya
Por Rodrigo Gorga (*)
El pasado lunes 2 de junio, el Ministerio de Economía y Finanzas presentó al Parlamento el proyecto de Rendición de Cuentas correspondiente a 2024. Este documento ofrece un panorama de la situación fiscal del país, de cara a la discusión sobre el Presupuesto Nacional para el próximo quinquenio, que concentrará buena parte de la atención política en la segunda parte del año. Aunque por momentos esta discusión invisibiliza un aspecto clave, la moneda tiene dos caras: el gasto y la recaudación.
En marzo de este año, el Instituto de Economía de la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de la República publicó el documento de trabajo “Estructura Tributaria en Uruguay: las fuentes del financiamiento del Estado y su efecto redistributivo”, elaborado por los investigadores Mauricio De Rosa, Fernando Isabella, Agustina Quéijo y Joan Vilá. Se trata de un insumo clave para las discusiones fiscales que se avecinan.
Cuando se habla de impuestos en la discusión pública, muchas veces se parte de supuestos que no siempre están respaldados por la evidencia. Uno de ellos es la idea de que en Uruguay existe una presión tributaria excesiva, al punto de que “la sociedad no aguanta más impuestos”.
También se habla muy poco sobre cómo se distribuye la carga tributaria entre los distintos sectores de la sociedad, como si todos contribuyéramos por igual al Estado y los esfuerzos estuviesen bien repartidos. Sin embargo, los números presentados por los especialistas en el informe del Instituto de Economía sugieren una realidad diferente.
Uruguay recauda una proporción del producto que, lejos de ser alta, se podría considerar intermedia: relativamente elevada si se la compara con la región latinoamericana (la más desigual del planeta), pero baja en comparación con los países desarrollados. Un dato en el que vale la pena detenerse. Pero cuando se empieza a hilar más fino en las fuentes de la recaudación y su impacto redistributivo, las sorpresas pueden ser aún mayores.
De dónde vienen y de qué están hechos
El principal impuesto en Uruguay es el IVA, un tributo al consumo que se aplica sobre las ventas y compras que realizan los ciudadanos. Junto con el IMESI —que grava específicamente algunos bienes y servicios— representa más del 50% de la recaudación total. Aunque la distribución de su carga no es equitativa entre los diferentes estratos sociales. Un hogar que gana 20.000 pesos por mes destina casi todo su ingreso al consumo, mientras que uno que gana diez veces más puede ahorrar una parte significativa. El resultado es simple: quien menos tiene, proporcionalmente paga más.
En nuestro sistema existen impuestos con efectos más igualitarios, como el IRPF —que alcanza tanto las rentas del trabajo como las del capital— y el IASS sobre las jubilaciones. Salvo las rentas del capital, que tributan a una tasa plana, las otras dos aplican tasas progresivas que gravan más a los ingresos más altos. Sin embargo, presentan dos problemas.
El primero es que no alcanzan a todos: casi la mitad de los trabajadores no lo pagan por estar por debajo del mínimo no imponible. Esto, si bien da cuenta de la precariedad de los ingresos de muchos trabajadores, también limita el efecto redistributivo del impuesto, ya que la base de contribuyentes es relativamente pequeña.
El segundo problema es el desbalance entre la tributación del capital y la del trabajo. Mientras los salarios tributan con tasas progresivas, las rentas del capital —como intereses o dividendos— lo hacen a tasas fijas, muchas veces menores. Además, existen múltiples mecanismos de exoneración y deducción. El resultado es que, según el estudio reciente del IECON, el esfuerzo tributario efectivo es mayor para el trabajo que para el capital. Quienes vivimos de un sueldo aportamos en promedio el 24% de nuestros ingresos, mientras que las rentas del capital pagan en promedio el 19%. Eso, sin contar a quienes directamente no tributan.
Además del mencionado IVA, solo un 37% de la recaudación proviene de impuestos a la renta, incluyendo el IRPF y los que recaen sobre empresas. Los ingresos más altos provienen mayoritariamente de rentas del capital, que tienen un tratamiento más favorable. También se componen de servicios profesionales que muchas veces pueden reportar menos ingresos de los efectivamente obtenidos.
El gasto tributario: la plata que no se ve
Pero hay otra dimensión más opaca aún: el gasto tributario. ¿Qué es? Es la plata que el Estado deja de recaudar por otorgar exoneraciones, beneficios fiscales o tratamientos especiales. En lugar de gastar dinero directamente, deja de cobrarlo. El problema es que muchas veces estas decisiones dependen de criterios administrativos, sin control político ni evaluaciones sistemáticas. Y se trata de mucho dinero como para no ser discutido.
Según datos oficiales citados en el documento, el gasto tributario representa el 6,4% del PIB. Para tener una referencia: es más que todo el presupuesto anual del Ministerio de Salud Pública. Se trata de un presupuesto paralelo, con beneficiarios muchas veces invisibles, pero con un impacto muy significativo. En muchos casos, constituye la principal política de desarrollo productivo del país.
El 60% de ese gasto tributario está orientado a actividades empresariales. Se otorgan exoneraciones al IRAE, al IVA, al patrimonio. Y muchas veces se hacen sin exigencias claras, con criterios demasiado amplios y sin diferenciar entre sectores de actividad.
En el último tiempo, han salido a la luz casos de otorgamientos de beneficios sin seguimiento adecuado, que terminan en grandes pérdidas para la sociedad: el cierre de plantas en zonas deprimidas del interior del país o el despido de decenas de trabajadores por Zoom son algunos ejemplos que interpelan.
Una estructura con dilemas
Lo cierto es que algunos de los objetivos del sistema tributario, como la promoción de la equidad, quedan relegados con la estructura actual. Si bien el IRPF tiene un diseño progresivo —el 50% de su recaudación proviene del 10% con mayores ingresos— y algo similar ocurre con el IASS, donde el 75% de la recaudación se concentra en el 10% de mayores jubilaciones, la estructura general no logra revertir las desigualdades de origen.
Lo contrario ocurre con los impuestos indirectos como el IVA y el IMESI. Aunque hay bienes básicos gravados a una tasa reducida del 10% (frente al 22% general) o directamente exentos, estos impuestos recaen proporcionalmente más sobre los sectores de menores ingresos. El 10% más pobre de la población paga el 17% de su ingreso en IVA, mientras que el 10% más rico no llega al 10%.
El efecto conjunto de ambos tipos de impuestos genera una forma en U: los sectores medios pagan menos que los más pobres y los más ricos. Este resultado no es un accidente, sino parte de un diseño tributario que ha priorizado históricamente los impuestos al consumo, por su facilidad de recaudación y su menor visibilidad política.
Esa misma comodidad atraviesa también las discusiones sobre presupuesto y déficit fiscal, donde el foco suele estar puesto exclusivamente en el gasto. Pero la moneda sigue teniendo dos caras. Y esa comodidad tiene un precio: la desigualdad que se supone debería combatirse.
(*) Economista.