20220930 / Mauricio Zina - adhocFOTOS/ BRASIL/ SAN PABLO/ POLITICA/ Marcha de artistas por la democracia en el centro de San Pablo en Brasil. En la foto: Marcha de artistas por la democracia en el centro de San Pablo en Brasil. Foto: Mauricio Zina/ adhocFOTOS

Gonzalo Perera

‘O Brazil no conhece o Brasil” canta la divina e inmortal Elis Regina en mis oídos. Al hacerlo me recuerda impresionantes contradicciones: por un lado el país emblemático para el turismo (Brazil, en inglés), visto siempre como playas paradisíacas, garotas y garotos que le hacen  honor, caipirinha y muy poco más. Por otro, el país real, el de todos los días, el Brasil de los millones de trabajadores cuyo sudor hace posible el mito del “Brazil”. 

Si por sus dimensiones geográficas y poblacionales Brasil bien merecería ser un continente, su complejidad social lo hace casi un espejo de la Humanidad.

Los uruguayos que vivimos en la frontera con Brasil guardamos una relación afectiva muy especial con ese gigante.

Esa relación tan particular suele tener sólidas bases materiales o culturales. Como mero ejemplo, sin mayores pretensiones de marcar tendencia, permítame compartir mi caso, Desde la infancia a la adolescencia, me dormía escuchando una vieja radio bajo la almohada. Del otro lado, mera cuestión de potencia, lo que entraba con claridad era un par de emisoras brasileras. Por ende, en la memoria sonora, en la identidad sonora personal, están esos sonidos, los de la música y los de la locución propagandística. La música de Brasil, como la de Cuba, no precisa presentación. Es cuestión de escucharla y ya, su belleza es evidente. Pero uno no llega a Vinicius, Tom Jobim, Joao Gilberto, María Betanhia o Gal Costa por un azar caprichoso, por una casualidad. En general uno llega siguiendo las reglas de la buena escucha, si el/la artista que te fascinó cita con especial esmero a otro, hay que buscar y escuchar. Y así, la música florece, explota en belleza, que, tratándose de Brasil, solamente citar los grandes nombres llenarían esta nota, Conste pues, que muchas menciones faltan, por la absoluta imposibilidad de mencionar a todos, con un mínimo sentido de justicia.

Ese Brasil (que no Brazil), tan querido, que en estos días vive definiciones fundamentales. No siempre las decisiones electorales marcan una cruz de caminos como la que va a vivir el pueblo de Brasil en estos días. De un lado está  Lula, que por más alianzas que haya tenido que hacer representa  y de forma visceral, con todas las cretinadas que le han hecho vivir), el Brasil progresista, el de los trabajadores en sí y para sí.  Representa  una ocasión única, histórica: los dos gigantes de América Latina, México y Brasil, con gobiernos progresistas que, más allá de sus limitaciones, configuran un escenario regional nunca antes visto.

Del otro lado, la demencia y el fascismo bolsonarista. El que desconoce todo derecho humano básico, el que dejó morir millones por considerar el COVID una “gripecinha”, el que reivindica dictaduras y sus terroristas de Estado.

Es difícil, muy difícil, concebir una disputa electoral como la que vivirá Brasil en los próximos días. Porque no es izquierda contra derecha la cosa. Es progresismo contra fascismo. El triunfo de Lula es una puerta a una nueva era luminosa en nuestra región, ni más ni menos. Un triunfo de Bolsonaro, es sepultar la región, literalmente. Sepultarla en la mentira, en lo más burdo del confesionalismo,  en  el racismo, en la misoginia, en la homofobia, en la fobia a todo aquel que es distinto, es seguir incendiando la Amazonia, es seguir instalando  la irresponsabilidad y el fascismo como línea de conducción en una de las grandes potencias del mundo.

Es tan feroz y amplia la disyuntiva, que uno quiere pedirle opinión y auxilio a Caetano Veloso, a Chico Buarque, a Cazuza, a Ivone Lara.

A Sócrates, el doctor del fútbol, que hizo de su talento y elegancia con la pelota herramienta para la lucha por la democracia desde el inolvidable Corinthians, cuya camiseta hizo brillar dentro y fuera de la cancha.

A  Dorival Caymi, justo antes de irse para Maracangalha, donde su vida era tan pero tan plena.

A Jorge Amado, José Mauro de Vasconcelos, a Lucia Bettencourt, y sus tintas tan ricas en palabras.

A Oscar Niemeyer, su imaginación y su capacidad constructiva y constructora.

A los trazos y colores de Cándido Portinari, Manabu Mabe, o Anita Malfatti. 

Para hacerla breve y detener la enumeración, a  todas y todos quienes desde Brasil le regalaron belleza, alegría, color, sentimientos profundos a absolutamente todo el mundo.

Porque así lo siento, en la piel y en las tripas, si Ud. me disculpa, querido lector. No se juega en Brasil una opción electoral, sino muchísimo más. Se juega una disputa civilizatoria, entre la sensatez y la barbarie, entre la sensibilidad y la insania. No es Lula contra Bolsonaro y su prodigiosa fábrica de mentiras, es una de esas raras ocasiones en la que se vota por la luz o el oscurantismo.  Quede claro que nadie piensa que el triunfo de Lula será solución fácil de ningún problema, pero es  absolutamente evidente que un triunfo de Bolsonaro puede ser un ingreso directo y “exprés” al mismo averno.

Ante semejante pulseada y desde el lugar del afecto de décadas, es que queremos pedir lo mejor para el gran pueblo brasilero.

Al que no lo reflejan las grandes cadenas de comunicaciones, ni algún futbolista advenedizo que no merece mención en el mismo espacio que Sócrates y su democracia corinthiana.

Brasil, el inmenso, colorido y tan contradictorio, el excepcionalmente rico en toda forma de manifestación cultural, este fin de semana pasará por un suerte de prueba de identidad. Debe resolver si quiere ser profundamente  Brasil con Lula o si está dispuesto a seguir siendo Brazil con Bolsonaro, nada más ni nada menos.

Pocas decisiones tan cruciales para la región como la de este fin de semana. Obviamente, habrá que estar de pie sea cual sea la decisión que el votante brasilero tome, pero vaya que no es igual un escenario que otro.

Cuando Lula llegó al gobierno en Brasil, en su discurso de asunción, planteó con una crudeza tal su objetivo principal, que fue imposible contener las lágrimas. Su meta, dicha con toda claridad, era que todo brasilero comiera cuatro veces al día. Un objetivo tan sencillo, tan claro y verificable, que revela además una historia previa de carencias nutricionales (eufemismo de hambre), al menos en mi caso “me bajó a tierra”. La brutalidad del hambre al que se intentaba – y se logró- combatir, aparecía muy por encima de cualquier análisis geopolítico, por más válido que fuera.

Estamos hoy en el mismo punto. Los análisis de correlación de fuerzas regionales con los que comenzamos, son absolutamente válidos. Pero antes y más allá de esas consideraciones, hay algo tan simple como comer o no comer, poder vivir o no, que está muy en juego en esta disyuntiva.

Pase lo que pase, la felicidad no estará a la vuelta de la esquina. Pase lo que pase, no será el fin de la Historia.

Pero para quien mira esta disyuntiva de manera no neutra, ni fría, ni anestesiada, sino cargada de afectos, de recuerdos, de admiración a la belleza y rechazo a la explotación asquerosa, ambas tan presentes en el Brasil real, es imposible negar que se tiene el corazón en la mano y que uno u otro resultado, más allá de sus complejidades políticas, hará de este fin de semana un alivio o un tormento.

Notará, querido lector, que no manejé encuestas ni predicciones. No veo el menor sentido de tal incursión, a tan poco de la definición concreta. 

En otros tiempos, una consigna se hizo título cinematográfico: “Pra frente Brasil”,  referencia a que Brasil debe y puede seguir adelante y no retroceder más aún, en cualquier momento.

Pero en esta circunstancia sólo voy a invocar el gran nombre: BRASIL.

Foto de portada:

Marcha de artistas por la democracia en el centro de San Pablo en Brasil. Foto: Mauricio Zina/ adhocFOTOS.

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