Gonzalo Perera
En setiembre del 2009, un Parlamento en el que el FA era mayoría, aprobó la ley 18.859. Una ley muy breve y simple, con apenas dos artículos, por lo cual vale la pena transcribirlos.
Artículo 1º.- Declárase el día 11 de abril de cada año «Día de la Nación Charrúa y de la Identidad Indígena». Artículo 2º. (Acciones públicas conmemorativas). – En esa fecha, el Poder Ejecutivo y la Administración Nacional de Educación Pública dispondrán la ejecución o coordinación de acciones públicas que fomenten la información y sensibilización de la ciudadanía sobre el aporte indígena a la identidad nacional, los hechos históricos relacionados a la nación charrúa y lo sucedido en Salsipuedes en 1831.
La fecha elegida en el primer artículo no es antojadiza: la masacre de Salsipuedes ocurrió el 11 de abril de 1831. A orillas del arroyo Salsipuedes, Fructuoso Rivera, fundador del Partido Colorado, convocó a los principales caciques charrúas y a toda su comunidad, considerada el último gran colectivo de la Nación Charrúa a una reunión amistosa, sobre la cual cayeron por sorpresa las tropas comandadas por el coronel Bernabé Rivera, hermano de “Don Frutos”. Los asesinados, capturados y obligados a servir a familias criollas, los enviados como ejemplares exóticos para exhibición en París, no terminaron con la población charrúa. De hecho, la participación obsesiva de Bernabé Rivera en perseguir a los sobrevivientes hizo que finalmente cayera en una emboscada y pagara con su vida. Pero la masividad, deliberación y alevosía de la matanza de Salsipuedes es la que identifica el proceso del intento de exterminio de la Nación Charrúa en la categoría que le corresponde: la de Genocidio.
Han colaborado a clarificar la naturaleza de los hechos, la lectura de la Historia provista por los defensores de Rivera, principalmente del Partido Colorado, aunque, para el punto, también desde el Partido Nacional se haya pretendido dar un rol de acto fundacional, y no de barbarie genocida, a aquella masacre de 1831.
Por aquello de “para muestra, basta un botón”, es interesante analizar la lectura de esos hechos de Julio María Sanguinetti, quien, en un editorial de EL PAÍS del 19 de abril del 2009 expresara: “No hemos heredado de ese pueblo primitivo ni una palabra de su precario idioma, ni aún un recuerdo benévolo de nuestros mayores, españoles, criollos, jesuitas o militares, que invariablemente los describieron como sus enemigos, en un choque que duró más de dos siglos y los enfrentó a la sociedad hispano criolla que sacrificadamente intentaba asentar familias y modos de producción, para incorporarse a la civilización occidental a la que pertenecemos”.
Sanguinetti nos coloca inmersos en la civilización occidental, por lo cual se justificaría un exterminio a las civilizaciones alternativas, las que naturalmente se desprecian y consideran inferiores y agresivas. Si esto no es la definición de genocidio, dígame Ud. querido lector, qué cosa es. Más aún, se menciona explícitamente a los modos de producción instalados por la cultura hispanoamericana y la disfuncionalidad de los charrúas ante esos modos de producción. La instalación de la propiedad privada como bien supremo, y la generación de un sistema de explotación de la riqueza de nuestros campos, exigía terminar con los díscolos “salvajes”, aunque hayan sido la primera línea de combate al lado del Karaí Guazú, Artigas. Nuevamente querido lector, el exterminio de un colectivo entero para poder instalar un sistema de producción, se llama genocidio. Pero, además, hay un último argumento que no puede faltar a la cita y es el “modus operandi” del genocida. En todo genocidio, además de la matanza sistemática, hay un saqueo voraz. Cuando el Imperio Otomano primero y la República de Turquía después, llevaron al pueblo armenio a su genocidio, sus huestes se apropiaron de casas, propiedades, bienes personales y todo objeto de valor que estuviera en las manos de un pueblo pacífico y trabajador. Igual procedimiento siguieron los nazis cuando se propusieron exterminar al pueblo judío europeo, y recordemos que la insania del saqueo fue tal, que a los judíos que en los campos de exterminio iban a las cámaras de gas, previamente se les extraía hasta los dientes de oro de sus bocas. Las lacras que ejecutaron el Plan Cóndor, los violadores, asesinos, secuestradores y torturadores por quienes hoy algunos se desvelan para que terminen sus días en sus casas, eran además de todo eso, más que “rastrillos”, como se denomina en nuestras calles a los que manotean todo objeto que se les pone a tiro, verdaderas aspiradoras. Pues en las casas donde entraban por la violencia en la noche para llevarse a alguien, se llevaban también todo lo que pudiera tener valor y no estuviera clavado al piso. El genocidio charrúa, según lo revelan diversos historiadores colorados y blancos, “liberó” para el usufructo de “familias criollas”, las tierras donde los charrúas habitaban circulaban o tenían bajo su control. Lo que, por una, dos, tres vías, se llega a la conclusión que fue un genocidio, no hay duda de que fue un genocidio.
Como el pueblo armenio no fue exterminado, tampoco lo fue el pueblo judío, tampoco lo fue la izquierda y los luchadores sociales de nuestra región y tampoco lo fue la Nación Charrúa. Hoy en el Uruguay, según se usen datos de organismos internacionales o de censos nacionales, hay entre unas 80 mil y unas 180 mil personas descendientes de charrúas y otros pueblos originarios. Para dar idea de su dimensión, es la población de dos departamentos medianos del interior del país. Mucha gente, muchísima gente, que hasta 2009 se intentó invisibilizar y desligar de su pasado, como intenta comenzar a reparar la ley 18.859, no casualmente aprobada en un gobierno del FA.
La construcción cultural hegemónica del Uruguay “la Suiza de América”, del “como el Uruguay no hay”, era la de un país completamente europeo en su genética y en sus costumbres. Viviendo en París, durante el segundo gobierno de Sanguinetti, sentí una rara mezcla de asombro y vergüenza al ver que la embajada uruguaya en Francia organizaba una velada donde un músico compatriota interpretaba a Debussy. No tengo nada contra el músico en cuestión ni mucho menos contra Debussy, pero eso me sonó muy claramente a una acomplejada manifestación de “miren cuán parecidos a Uds. somos”. Hasta no hace mucho, para decir que algo se había hecho “a lo bruto”, se decía “a lo indio”. Y si el término “indio” es de por sí cuestionable, más lo es identificar la brutalidad con nuestras culturas originarias. Pero ése era el discurso hegemónico al respecto, construido desde la inmensa mayoría de la historia oficial colorada y blanca, desde una visión eurocéntrica y occidentalista, que en pos de la “racionalidad y modernidad”, como tantas veces hemos escuchado, intenta justificar algo tan irracional, salvaje y retrógrada como un genocidio.
No es fácil rescatar la historia real detrás de esas brumas, de tantas décadas de prejuicio y negación.
Negación de los horrores, de quiénes somos como comunidad, contándonos a todos, incluyéndonos, descubriéndonos incluso, cuando muchos han sido dejados fuera del dato y del relato, durante tanto tiempo. Pero la ley 18.859 fue un primer paso, que suele ser el más difícil de dar. El trabajo activo a nivel histórico, antropológico, cultural en el más amplio sentido, debe ser tarea permanente. Porque se trata de volver a conocer el legado de los más leales seguidores del Karaí Guazú.
Foto de portada:
Integrantes de Nación Charrúa, durante una sesión de la Cámara de Representantes, en el Palacio Legislativo, en abril del año pasado. Foto: Pablo Vignali / adhocFOTOS.