La cultura ya no se impone a través de medios de comunicación tradicionales, sino mediante una red de plataformas que personalizan la oferta cultural. Foto: Pablo Vignali / adhocFOTOS.

La hegemonía del entretenimiento

Diego Cubelli (*)

¿Qué pasa cuando un discurso predomina sobre otro? ¿Quién habla? ¿Quién es silenciado? La cultura no solo es reflejo de la sociedad. Es un campo de maniobras donde se disputan intereses y la historia se cuenta de una u otra manera. No es algo ornamental, allí se decide qué es real y qué no. 

Podemos señalar el carácter instrumental de la industria cultural que desentrañó Theodor W.  Adorno. En su análisis supo ver a la cultura de masas como un aparato que consolida la dominación. En este marco es necesario traer al presente su teoría que plantea la estandarización y repetición de formas artísticas no como signos de un avance democrático, sino como mecanismos de una racionalidad que uniformiza el pensamiento. La cultura, bajo el capitalismo, no está al servicio de la reflexión crítica, sino de la reproducción de un orden que niega la posibilidad de transformación. 

Adorno veía en la industria cultural una estrategia de sometimiento sutil pero eficaz. El entretenimiento masivo, en su aparente inocuidad, es en realidad un dispositivo de distracción, de integración pasiva al sistema. Los productos culturales funcionan como válvula de escape que permiten la catarsis sin peligro: una dosis controlada de emoción y disidencia ficticia que asegura la continuidad del sistema. Así, nos volvemos incapaces de imaginar alternativas: la ideología dominante no solo impone sus valores, sino que anula la capacidad de concebir otros mundos posibles. 

Sobre este tema, no podemos dejar de repasar los conceptos que aportó Antonio Gramsci.  Comprendió que la hegemonía cultural no se sostiene por la violencia, sino a través de la construcción de un consenso. La clase dominante, en su afán de perpetuar su poder, no solo controla los medios de producción económica, sino también los de producción simbólica. Para Gramsci, la cultura es el terreno donde se libra la verdadera lucha por la conciencia. La hegemonía no es estática, sino un proceso continuo de negociación, donde las clases pueden —y deben— disputar la narrativa imperante.

En el presente, los mecanismos de dominación cultural que Adorno y Gramsci identificaron en pleno Siglo XX, han mutado y se han sofisticado. La digitalización ha dado paso a una nueva forma de alienación: el imperio del algoritmo. La cultura ya no se impone a través de medios como la televisión, la radio o la prensa, sino mediante una red de plataformas que personalizan la oferta cultural de manera invisible. Lo que vemos, leemos y escuchamos no es casualidad, sino el resultado de un cálculo que prioriza la rentabilidad y la reproducción de la ideología dominante. La ilusión de la elección individual en plataformas de streaming o redes sociales es precisamente eso:  una ilusión. Una “libertad de consumo” que no es otra cosa que una estructura rígida. Donde todo es filtrado, atenuado y reducido a nichos de mercado. 

Así, en ese contexto, las guerras activas en el mundo, la destrucción ambiental, la migración forzosa y la violencia sistémica, se reflejan en narrativas fragmentadas que neutralizan el conflicto. Se producen películas y series que tematizan estos problemas, pero los reducen a experiencias individuales, despojándolos de su dimensión estructural. La hegemonía capitalista ya no necesita silenciar las críticas: le basta con integrarlas en su maquinaria de consumo, vaciarlas de contenido transformador y reciclarlas como entretenimiento. 

Frente a este panorama, la teoría crítica de Adorno y la concepción de hegemonía de Gramsci se constituyen como herramientas imprescindibles para comprender y enfrentar el estado actual de la cultura. La resistencia debe apostar por la ruptura de los patrones impuestos frente a la dominación que nos ofrece el sistema. No solo desde discursos alternativos, sino con prácticas culturales que incomoden y desafíen a las estructuras de poder se podrá subvertir la hegemonía prevalente. 

Decimos entonces que la cultura, entendida en su definición amplia, está en constante tensión. En un mundo donde la industria cultural (término que ha permeado al pensamiento de izquierda), convirtió el arte en mercancía y la conciencia en algoritmo, imaginar alternativas es un acto de resistencia. La cultura es la posibilidad misma del pensamiento crítico. Paul Éluard escribió: “Hay otros mundos, pero están en este”, y es en esos márgenes donde pueden gestarse las nuevas formas de ver, de crear y de transformar la realidad.  

(*) Comisión Nacional de Cultura PCU

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