Gustavo Álvarez
Los partidos de la extrema derecha están en un crecimiento progresivo desde hace 30 años. En los años ochenta, estas organizaciones no lograban alcanzar más del 4% de los votos. Pero fueron subiendo hasta llegar al 8% entre 2007 y 2010, y siguieron al alza con las consecuencias de la crisis financiera. Ahora, a lo largo de los años 2020- 2023, la extrema derecha ha vuelto a dar otro salto, enarbolando el negacionismo climático y las teorías de la conspiración. Es evidente, en términos generales, un cambio de la opinión pública que los ha ido normalizando.
Su normalización en la sociedad, facilitada por otros partidos que han comprado sus argumentos, ha conducido a una participación en gobiernos cada vez más frecuente. No obstante, en paralelo al auge de estas fuerzas, se produce la erosión de los mismos partidos que los han ido blanqueando, los grandes partidos tradicionales de las familias “socialdemócratas” y “populares-conservadores”, europeas, los responsables de la gestión de un modelo que ahora está en cuestión dado, que ni unos ni otros, han sabido resolver los problemas de las sociedades europeas.
Podemos observar cómo la extrema derecha tiene una importante presencia en los cuatro mayores países de la Unión Europea.
En Alemania, después de varias décadas en las que la extrema derecha sucesora del nazismo (NPD) era marginal, la formación “Alternativa por Alemania” irrumpió en el Parlamento federal en 2017 por primera vez desde la reunificación. En Francia, Marine Le Pen estuvo cerca de alcanzar la Presidencia de la República y su partido, hoy en día, es la tercera fuerza del país. En Italia, la normalización de Silvio Berlusconi a los discursos populistas abrió las puertas del poder a Matteo Salvini primero, y posteriormente a Meloni.
En España, el posfranquista Vox ha logrado en tres años convertirse en la tercera fuerza parlamentaria, y hoy es opción de gobierno en España apoyando al Partido Popular, el próximo 23 de Julio.
Tras los resultados de Marine Le Pen en las elecciones presidenciales francesas de 2022 (41% en la segunda vuelta), obtuvieron un 18% de los votos en las posteriores legislativas.
Si se le suman los resultados en Suecia e Italia, el conjunto de partidos de extrema derecha suma actualmente un 17% de los votos en la Unión Europea.
En Italia, el 26% que obtuvieron los “Hermanos de Italia” permitió que un partido de extrema derecha encabezara por primera vez el Gobierno de un país de la Europa occidental desde 1945. Si sumamos a sus socios de la Liga (antigua Liga Norte), el total de votos para la extrema derecha fue del 35%. Con un mayor simbolismo, siendo el país del nacimiento del fascismo, la victoria de la dirigente fascista Giorgia Meloni es un refuerzo a la oleada reaccionaria que pretende arrastrar a los países europeos hacia la negra noche del fascismo que protagonizaron Mussolini, Hitler y Franco en la Europa de entreguerras. Así pues, actualmente Italia es el séptimo país de la Unión Europea con presencia de la extrema derecha en su gobierno nacional.
Más allá de estos cuatro países, en Suecia, los Demócratas Suecos (de orígenes fascistas y supremacistas blancos) lograron adelantar al Partido Moderado (el equivalente al Partido Popular español), con más de un 20% de los votos en las elecciones de septiembre de 2022. Si vamos a Hungría, Orbán ganó en abril de 2022 por cuarta vez consecutiva las elecciones legislativas, valoradas por la OSCE como libres, pero no justas, por distorsiones propiciadas por el gobierno.
Y es que la punta de lanza de la extrema derecha se alza en Hungría y Polonia, los dos únicos países en los que estas formaciones gobiernan desde hace años con importantes
mayorías. Tanto Hungría como Polonia, arrastran serios déficits democráticos y sociales desde la caída del campo socialista. Ambos gobiernos han recortado en derechos y libertades civiles, criminalizando al colectivo LGTBI y a las personas migrantes con una retórica islamófoba, y han puesto a su servicio al sistema judicial.
Otros países donde la extrema derecha gobierna como socios minoritarios de coalición son Estonia, Letonia y Eslovaquia, siendo este país el único miembro de la Unión Europea que cuenta con presencia neonazi en su parlamento. Todos comparten una posición nacionalista, identitaria, tradicionalista y xenófoba. En Eslovenia, la extrema derecha ya ha superado a los democristianos y lideran la oposición. En Bélgica, el partido nacionalista flamenco es la segunda fuerza. En Dinamarca y en Austria han retrocedido y son la tercera, pero sólo después que tanto los socialdemócratas daneses como los cristianodemócratas austríacos, ambos en el gobierno, mimetizasen su discurso. En la República Checa y en los Países Bajos, se mantienen sobre el 10%. En Croacia, Portugal y Rumanía, nuevas formaciones irrumpieron en las últimas elecciones y ya son la alternativa a las tradicionales, como es el caso de la Chega portuguesa.
Por último, Chipre, Bulgaria y Luxemburgo son los países donde la extrema derecha ocupa una menor posición en sus parlamentos.
Aun así, la presencia en los gobiernos no ha sido la única vía para que las políticas reaccionarias regresaran al presente, pues su influencia ha servido para que la derecha conservadora tradicional (y en ocasiones la socialdemocracia) las asumiera dentro de sus programas como algo políticamente aceptable, y con la corta visión de intentar frenar las posiciones electorales de la extrema derecha.
Toda esta situación es el producto de una larga acumulación de descontento con distintos rasgos.
Buena parte de la población europea ha visto que se empobrecía, perdía capacidad adquisitiva, generándole una sensación de insatisfacción, retroceso y miedo ante lo ajeno. Siente una profunda desafección hacia el “establishment político” y ve en las propuestas de la extrema derecha una posible solución a sus problemas.
Amplios sectores de la sociedad son sensibles a una llamada nostálgica, recuerdo de otro tiempo que no era necesariamente más próspero ni más estable, aunque muchos sienten que, por supuesto lo era, y que coincidía con un mayor crecimiento económico, y una mayor prosperidad. Dentro de ese marco desempeña un papel importante el factor identitario. El nacionalismo se asienta en elementos culturales, religiosos, tradicionales y étnicos. Esa mezcla entre identidad y nostalgia conforma un conjunto de elementos que ejerce una atracción transversal en muchos países, a veces con especial intensidad en los sectores más humildes y con situaciones periféricas.
Otro fenómeno vinculado a ese descontento es el abstencionismo, con tasas récord en Francia o Italia. Otras viejas instituciones generan crecientes niveles de desconfianza, como los medios de comunicación tradicionales en muchos países. Así, vemos cómo el capitalismo globalizado ha creado las condiciones que han propiciado el auge reaccionario de la extrema derecha. Si durante años únicamente se percibió la facilidad del acceso de nuevos bienes de consumo, las grandes pérdidas de empleo que se produjeron con las deslocalizaciones industriales han sido algo muy evidente.
Ahora, la inflación derivada de la guerra, dónde Europa secunda en la OTAN al imperialismo yanqui, amenaza con aumentar el combustible de la reacción, erosionando el poder adquisitivo de forma especialmente dolorosa para la clase trabajadora y los sectores populares que contemplan con el sistema desde la lejanía. Con el nacionalismo identitario, la xenofobia y un patriotismo folclórico, el discurso racista junto al discurso antiinmigración como mínimo común denominador.
Y, para terminar, queda claro que la socialdemocracia y la derecha liberal, junto a la falta de unidad de una izquierda cada vez más residual y descafeinada en toda Europa, sin proyectos de vanguardia y poniendo la agenda de derechos por sobre la contradicción fundamental, agregado a una burocracia sindical arraigada a sus sillones y muy lejos de los intereses de clase, han sido determinantes para este auge de la extrema derecha en Europa.
Foto de portada
Santiago Abascal, líder de Vox en España. Foto Cadena Ser