Ministerio de Economía y Finanzas en Montevideo. Foto. Mauricio Zina / adhocFOTOS

En busca de coordenadas

Viejos dilemas y nuevos límites en torno a la inversión y la sostenibilidad fiscal en el Presupuesto

Rodrigo Gorga

Uruguay enfrenta una de sus encrucijadas más persistentes: cómo destrabar un estancamiento económico que ya lleva una década y que tiene en los bajos niveles de inversión una de sus marcas estructurales. La inversión en capital fijo —motor del crecimiento junto con el trabajo y la tecnología— sigue siendo endémicamente baja. Y aunque suele asociarse a otros factores, como la escasa calificación laboral, es, en realidad, un nudo que desvela por igual a los proyectos de país de distinto signo político e ideológico. Las novedades tributarias incluidas en la Ley de Presupuesto, en particular la incorporación de un impuesto mínimo global, vuelven a poner sobre la mesa un viejo dilema: cómo atraer inversiones en una economía pequeña, abierta y altamente dependiente del capital externo.

Del mundo a Uruguay

La división internacional del trabajo que se consolidó a partir de la década de 1970 terminó de afirmar a Uruguay como un país especializado en la exportación de materias primas y en la captación de renta sobre sus recursos naturales. Quedó ubicado a medio camino entre las economías basadas en el conocimiento y la tecnología, por un lado, y aquellas que se sustentan en mano de obra abundante y barata, por otro. El nuevo ciclo de globalización forzó la apertura comercial y la liberalización de los flujos de capital, imponiendo un modelo de inserción subordinada al movimiento de los precios de las materias primas. En ese contexto, marcado por la volatilidad y la tendencia descendente de esos precios, las magras tasas de crecimiento de los países sudamericanos encontraron en la apertura al capital extranjero —ya sea bajo la forma de deuda o de inversión directa— una suerte de estrategia compensatoria frente a las restricciones del desarrollo.

Este proceso del Uruguay internacional de las últimas décadas —analizado en el libro Uruguay for Export (Ediciones del Berretín, 2022), coordinado por Rodrigo Alonso, Gabriel Oyhantçabal y Juan Geymonat— combinó persistencias y transformaciones. Entre las primeras, la dependencia de la renta agraria como fuente de divisas; entre las segundas, la mutación de los canales de la dependencia externa: primero a través del endeudamiento y, más recientemente, mediante una profunda extranjerización de la propiedad del capital, que reconfiguró el mapa de los sectores financieros y productivos del país.

Un elemento central de este proceso fue la política pública de atracción de inversiones, que llegó a constituirse en la principal política económica de Estado del Uruguay contemporáneo. Su origen se remonta a la dictadura, pero alcanzó continuidad y profundidad durante los mejores años del ciclo progresista. El instrumento privilegiado de esta estrategia fueron las facilidades otorgadas al capital —exoneraciones e incentivos fiscales de diverso tipo— para atraer inversiones extranjeras a nuestra descampada llanura.

La máxima expresión de esta avenida fueron las zonas francas: enclaves territoriales exentos de impuestos nacionales, concebidos para atraer capitales y actividades orientadas a la exportación. En teoría, su propósito era diversificar la matriz productiva y generar empleo calificado; en la práctica, consolidaron un régimen de excepciones tributarias y laborales que reforzó la dualidad estructural de la economía uruguaya.

Pasado el ciclo de acumulación de capital de la década progresista (2003–2014) —sostenido por el auge de las materias primas y el empuje de China como gran comprador global—, el país volvió a enfrentarse con la misma pregunta de fondo: cómo reactivar los motores del crecimiento en un mundo donde la apertura al capital extranjero ya agotó sus cartas.

No estamos solos

La siguiente gráfica ilustra los efectos del fin del último ciclo de materias primas en América Latina y el Caribe. La región aún no ha logrado recuperar los niveles de inversión extranjera directa de comienzos de la década de 2010, especialmente en el componente que refleja la entrada de nuevos capitales, los llamados aportes de capital, sin expansión significativa de nuevos proyectos productivos.

Como señala la CEPAL en su Informe sobre la Inversión Extranjera Directa en América Latina y el Caribe 2025, la región todavía necesita mejorar sus políticas de atracción de inversión extranjera directa (IED) y articularlas con estrategias de desarrollo productivo, de modo que no solo aumente el volumen de capital que ingresa, sino también su impacto en las economías receptoras.

El saldo del período de apertura y liberalización fue una economía con una fuerte presencia de capital extranjero en la producción y niveles de endeudamiento crecientes, pero sin un dinamismo productivo sostenido. El resultado es un estancamiento persistente, acompañado de una estructura exportadora todavía concentrada en recursos naturales y de una capacidad fiscal erosionada por décadas de incentivos tributarios a la inversión.

Desde los parques tecnológicos hasta las plantas de celulosa, las zonas francas simbolizan esa paradoja: un país que ofrece soberanía fiscal y ambiental a cambio de inversión extranjera. Pero este modelo no se limita a los enclaves; atraviesa el conjunto de la política económica. En los años de estancamiento, el gasto tributario —las exoneraciones y beneficios fiscales otorgados al capital— creció en más de 2.000 millones de dólares, incluso mientras la inversión total permanecía estancada.

Los dilemas del presupuesto

El dilema de la economía uruguaya actual completa el cuadro del estancamiento productivo con restricciones cada vez más severas en el frente fiscal. A un déficit que supera el 4% del PIB se suma una trayectoria de endeudamiento público en ascenso que, de mantenerse, podría agravar las condiciones de acceso al crédito y profundizar la dependencia financiera del país. En ese marco, la discusión presupuestal se desarrolla entre dos urgencias: la necesidad de sostener la inversión y el gasto público, y las presiones por mantener la estabilidad fiscal en un contexto internacional menos favorable al endeudamiento barato.

En este marco, el diseño presupuestal fija como uno de sus objetivos centrales para el quinquenio la reducción del déficit fiscal, que pasaría del nivel actual a 2,6% del PIB hacia 2029. Esto supone que, hacia el final del período, el Estado cubriría con sus ingresos los gastos corrientes —sin contar los pagos de deuda—, iniciando así una senda de estabilización de la deuda pública.

La novedad de esta llamada “consolidación fiscal” —término que a menudo funciona como eufemismo de lo que en otros contextos se denomina ajuste— es que la mejora de las cuentas públicas no se apoya en recortes del gasto, sino en un aumento de la recaudación. En efecto, el gasto se mantiene constante como proporción del PIB, lo que, si bien evita un achique inmediato y mejora las perspectivas de sostenibilidad, deja sin refuerzo las demandas sociales y los compromisos programáticos del período.

El aumento de los ingresos proyectado en el presupuesto proviene, en parte, de novedades tributarias que reabren el debate sobre la estrategia de seducción al capital internacional. Una fracción significativa de la mejora fiscal descansa en la llamada “eficiencia recaudatoria”: un plan de modernización de la Dirección General Impositiva orientado a fortalecer el cumplimiento mediante nuevos mecanismos de fiscalización y un mayor control sobre los contribuyentes, basado en la percepción del riesgo.

La otra parte del aumento de los recursos públicos proviene de cambios en el sistema tributario que han concentrado buena parte del debate político en las primeras semanas de tratamiento parlamentario del presupuesto. El más relevante es la implantación del impuesto mínimo global, que grava a las empresas multinacionales con ingresos anuales superiores a 750 millones de dólares y que se espera aporte unos 360 millones adicionales a la recaudación.

El nuevo tributo surge de un acuerdo internacional impulsado por la OCDE para evitar que las grandes corporaciones trasladen sus ganancias hacia jurisdicciones de baja tributación. En la práctica, si Uruguay no aplicara el impuesto, esos ingresos terminarían siendo recaudados por otros países donde las casas matrices declaran utilidades. Su adopción marca, por tanto, un giro en la política fiscal uruguaya: durante cuatro décadas, el país compitió por atraer capitales ofreciendo exoneraciones impositivas, y ahora se ve obligado a revisar esa estrategia en un escenario global donde la “carrera hacia abajo” en la tributación corporativa empieza a encontrar límites.

El presupuesto, ley madre de todo gobierno, abre más puertas de las que cierra. Queda abierta la pregunta de cómo obtener más recursos para atender las situaciones de vulnerabilidad que no pueden esperar cinco años más y, al mismo tiempo, cómo construir la catapulta del desarrollo: una senda que todavía no está trazada.

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