Comenzó la cumbre mundial del clima en Escocia. Foto ONU.

Ha llegado la hora

Gonzalo Perera

El ser humano es, por esencia, transformador. Dicho esto sin adjetivación ni contextualización, es una frase casi de Perogrullo: nuestra especie modifica su entorno y se modifica con él de forma permanente y dialéctica.

Esto supone contradicciones muy intrínsecas: desde que la especie humana abandonó su estado salvaje de grupos aislados en cavernas, fue, por un lado, adquiriendo la capacidad de vivir más y mejor para buena parte de la misma, pero, al mismo tiempo, fue perdiendo la capacidad de enfrentar los desafíos de la Naturaleza (y de sus propias contradicciones como colectivo ante ellos) como una única especie.
Si la expectativa de vida al nacer hoy en muchos países duplica o triplica la de un par de siglos atrás, la supervivencia media de un humano de esos países, si fueran librados a la vida salvaje de la era de las cavernas, seguramente sería mínima. Y en buena parte del planeta, la expectativa de vida no aumenta de siglo a siglo, sino que se mantiene constante o incluso decrece. Hambrunas, falta de higiene elemental, carencia de asistencia médica elemental del siglo XX.
La pandemia de la miseria, callada y pertinaz, que no golpea más que a los olvidados, a los más de abajo, nunca cosecha titulares. Sin negar los muy graves efectos de la COVID 19, no cabe duda de que si no hubiera golpeado salvajemente a los países más ricos, no habría sido jamás objeto de tanta atención. Es bienvenida la apuesta a resolver un problema sanitario que afectó a millones de personas, y a ello sumamos todos nuestros esfuerzos. Da lástima constatar que problemas de tal tipo existen hace tiempo y poco ocupan a los grandes medios hegemónicos, pues sólo golpean a los jodidos de siempre, a las clases explotadas hasta la hambruna. Nada en el mundo, ni siquiera las pandemias, escapa a un cierto sesgo de clase. No quiere decir esto que el privilegiado no pueda contagiarse, sino que, ante cualquier amenaza, mucho más frágil es quien de todo carece, incluso de visibilidad pública.
Toda la temática ambiental puede ser pensada como una gigantesca pandemia: poniendo en riesgo toda forma de vida humana en menos de 70 años, pero no pega igual en el Country que en el Cante, evidentemente. Las contradicciones de clase aparecen aun cuando la especie humana arriesga su supervivencia.
Vivir con hambre y morir de hambre no es actual, sino que lisa y llanamente no es humano, en cualquier formulación temporal.
Que algunos humanos sientan hoy un vacío existencial por no saber qué más incorporar en su rutina cotidiana de consumo mientras otros se desvelan para resolver su alimentación cotidiana, es aberrante. Peor aún, que el planeta entero acuse en su posible extinción los efectos de los excesos de una selecta minoría, es inmoral.
El ser humano, diría Don Julio Anguita, es el Universo que intenta conocerse y transformarse a sí mismo. El paradigma ambiental basado en la no intervención humana o en borrar toda huella de la misma, es absolutamente imposible. Desde el arte rupestre, a Internet y el arte virtual, nuestra especie existe y crea. Sin embargo, crear y transformar no es sinónimo de destrucción descontrolada, insensible o irresponsable.
Refugiémonos lo más posible al amparo de las razones simples, las que todos entendemos. Hay temas intrínsecamente complejos, por cierto que sí, pero no cubramos de mantos de palabras complicadas lo que puede ser dicho de manera simple.
La existencia actual de la especie humana en nuestro planeta depende en buena medida del recurso creciente a los cursos de agua, a las fuentes de energía, a la provisión de alimentos, a la constitución de grandes comunidades, a la existencia de medios de comunicación y transporte, a los avances de la Ciencia Médica para sobrellevar a los 75 años lo que era mortal a los 35 años un siglo atrás.
Ahora bien, si en pos de mantener ese curso histórico agotamos el agua, contaminamos el planeta con nuestra propia basura, afectamos fatalmente nuestras fuentes de alimentación, exterminamos especies esenciales para el equilibrio de nuestros ecosistemas y, por si fuera poco, cambiamos radicalmente nuestro clima, si seguimos así más que nuestro futuro, construiremos nuestro obituario como especie.
En estos días se desarrolla en Glasgow, Escocia, la COP26, una cumbre impulsada por la ONU para intentar detener a tiempo la catástrofe a la que el cambio climático global puede conducir a nuestro planeta. Esa instancia da para negaciones, aceptaciones hipócritas, impulsos decididos y un muy largo etc. Nuestro gobierno nacional aparece como suscriptor de declaraciones de dudosa eficacia, la Intendenta Departamental de Montevideo aparece asumiendo desafíos concretos en el cambio de la matriz energética del transporta público y en general, en la neutralización de emisiones productoras de efecto invernadero (causa del calentamiento global que va friendo nuestro planeta) hacia el 2040. Hay de casi todo pues, y una reflexión a tres niveles se impone.
El primer nivel es muy general y transversal. Todo estudio científico actual anuncia que, de no cambiar drásticamente nuestra matriz energética, nuestra manera de producir y vivir en sociedad, no hay vida esperable para más de dos generaciones de humanos, y en un creciente marco de cataclismos. Digámoslo así: si no cambiamos, nosotros no veremos la gran catástrofe, pero nuestros nietos o bisnietos muy probablemente sí. Los acuerdos internacionales de efectivo cumplimiento (no meros saludos a la bandera) y los compromisos efectivos como los de la IDM son absolutamente indispensables.
Un segundo nivel es autocrítico, la necesaria asunción por parte de nosotros, la izquierda política y social, el Frente Amplio, de este mayúsculo desafío. En primer lugar, por lo dicho: va la vida de nuestros descendientes en ello. Pero, en segundo lugar, y hablar claro no es ofender, porque no le hemos puesto la atención necesaria. Si la derecha propone una intervención ambientalmente fatal, muchas veces desde nuestro FA le criticamos sus aspectos financieros, administrativos, etc., y aparentemente nos cuesta decir lo más elemental: lo que hace trizas el ya deteriorado medio ambiente en algunos de sus sistemas más críticos, debe ser en primer lugar rechazado por ello.
El tercer nivel es el sistémico. Imaginemos un mundo en el cual todo es mercancía que puede sumar capital. Imaginemos un mundo donde el capital debe crecer siempre a una tasa de reproducción tan alta como sea posible. Si ese mundo, como el nuestro, tiene recursos finitos, en materia de agua dulce, alimentos, condiciones ambientales en general, es más que obvio que el aumento de rentabilidad a expensas de la explotación de dichos recursos no puede prosperar indefinidamente, Más aún, cuanto más avanzada esté la explotación de dichos recursos, más cerca del techo está el sistema y más insalvable es su lógica interna.
Atendiendo a la Ciencia, autocriticando nuestras posturas, sin inocentadas ni ingenuidades, pocos argumentos son tan fuertemente anticapitalistas como la consideración de la muy posible catástrofe ambiental y sus graduales anticipos. Porque en un sistema donde todo vale por lo que produce y reproduce para regocijo de unos pocos y privación de la inmensa mayoría, el oxígeno que respiramos, los mares que bañan nuestras costas, los suelos de cuyo fruto nos alimentamos, nos recuerdan una y otra vez que ha llegado la hora que Fidel Castro anunció en 1992: o salvar al capital o salvar la Humanidad.
Por nuestra común y querida Humanidad: ha llegado la hora.

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