Intrincada relación entre Economía y Seguridad Pública

Pablo Da Rocha (*)

La economía y la seguridad pública son dos pilares fundamentales en el desarrollo de cualquier sociedad. Aunque a menudo se analizan de manera independiente, su relación es tan profunda que cambios en una pueden afectar significativamente a la otra. Esta relación no solo es compleja sino también bidireccional: una economía robusta puede contribuir a una mayor seguridad pública, mientras que un entorno seguro es esencial para el crecimiento económico sostenido. Esta columna pretende explorar cómo estos dos factores se relacionan mutuamente y las implicaciones que esto tiene para la formulación de políticas públicas.

Existe una correlación significativa entre el desempleo y la criminalidad. Las tasas de desempleo elevadas pueden llevar a un aumento en la incidencia de delitos, especialmente en comunidades donde el acceso a oportunidades económicas es limitado. El desempleo prolongado puede generar desesperación y frustración, impulsando a algunos individuos a participar en actividades delictivas como una forma de supervivencia. Numerosos estudios dan cuenta de una correlación entre altos niveles de desempleo y el aumento de la actividad delictiva, como delitos contra la propiedad, robos y hurtos. Sin embargo, muchas veces hemos señalado que correlación no implica, causalidad.

De modo, que para la conveniente elaboración de políticas públicas, conviene seguir la metodología de describir y explicar, para proponer, es decir, no basta con manejar las cifras de delito, se requiere un intento por profundizar en sus causas, en los factores que inciden, es decir, procurar encontrar una explicación acerca del origen de las cosas, solo de esta manera las propuestas en materia de política pública puede resultar eficaz. ¿No será acaso, que la violencia en general, y el crimen en particular guardan alguna clase de relación con la desigualdad?

La desigualdad económica es otro factor que puede exacerbar la inseguridad pública. Sociedades con grandes brechas entre ricos y pobres tienden a experimentar más tensiones sociales, lo que puede desencadenar violencia y criminalidad. Las zonas donde la pobreza es más pronunciada suelen ser también las más afectadas por la violencia, ya que la falta de acceso a recursos básicos crea un ambiente propicio para la criminalidad.

Ciertamente, los gobiernos que cuentan con mayores recursos económicos pueden invertir más en fuerzas policiales, tecnologías de vigilancia, y programas de prevención del delito. Es posible incluso, que estas inversiones, si se realizan de manera efectiva, puedan reducir la criminalidad y mejorar la seguridad pública. Sin embargo, no parecen ocuparse de las causas, sino más bien de sus consecuencias. Es decir, destinar más recursos para “combatir el crimen” sin atender las causas que le dieron origen, -que como es dable esperar se asocian al modelo de acumulación capitalista, basado en la explotación- genera más desigualdad, porque no incorpora en su “cura” revertirlo. Es más se corre el riesgo, dada la ausencia de procesos de rehabilitación real y de inserción a la sociedad, que las brechas entre ricos y pobres se agudicen.

Desde 2020 hasta la fecha, los datos sobre la inseguridad en Uruguay muestran varias tendencias en la criminalidad, según estadísticas oficiales. Por ejemplo, el número de homicidios ha tenido algunas fluctuaciones. En 2020, se registraron 341 homicidios, cifra que aumentó a 306 en 2021, y luego a 383 en 2022. En 2023, el número de homicidios se mantuvo estable con 382 casos. Estos datos muestran un aumento de alrededor del 12% en comparación con 2020 y un incremento del 24,8% respecto a 2021.

Según cifras oficiales, las rapiñas y hurtos, dos de los delitos más comunes, han mostrado una tendencia a la baja en los últimos años. Para 2023, las rapiñas disminuyeron casi 10% en comparación con 2022, y los hurtos un 5%. Sin embargo, estas cifras tienen sabor a poco, en primer lugar, porque no suelen ser atravesadas por la violencia severa, a diferencia de los homicidios que últimamente, a pesar de que siguen siendo las más significativas, son las que se vinculan con un nuevo tipo más cruel, sobretodo en las que se asocia a “ajuste de cuenta” entre bandas. Por otro lado, está la violencia estructural, que se expresa en las denuncias de violencia doméstica -basada en género- que revela un patrón histórico-cultural atravesado por el patriarcado y exacerbado por el capitalismo. Lo que dificulta particularmente su abordaje.

En efecto, la violencia doméstica ha mostrado un aumento sostenido en los últimos años. En el tercer trimestre de 2023, se registró un incremento del 3,3% respecto al mismo período en 2022 y un aumento del 10,1% en comparación con 2019.

Una mirada integral implica muchas políticas y muchas dimensiones sobre el tema. Atraviesa tanto al Ministerio del Interior, como a las autoridades de varios ministerios, como organismos del artículo 220 de la Constitución de la República. Posiblemente las dificultades que atraviesan los sucesivos gobiernos para dar una respuesta satisfactoria al tema, se vincule en la forma de cómo lo encara en el sentido transversal. Dicho de otro modo, encarando tantas las consecuencias como las causas, pero por sobretodo dándole continuidad y seguimiento a las políticas que se implementan. La respuesta tradicional suele ser la misma a escala mundial: aumentar penas, cambiar el código penal,  bajar la edad de imputabilidad, castigos y más castigos; incluso se asumo que la prisión y la penitenciaría resultan el “final de la historia”, en lugar de asumirlo como apenas parte del proceso.

Estos datos se reflejan en el sistema carcelario de nuestro país. Uruguay ha mantenido una población penitenciaria alta en relación con su tamaño. Hasta mediados de 2023, el país tenía una tasa de encarcelamiento de más de 300 presos por cada 100.000 habitantes, una de las más altas de la región. Si bien, sucesivos gobiernos han tomado medidas para reducir la superpoblación carcelaria, sigue siendo un desafío importante. Estos datos reflejan un panorama mixto en la seguridad del país, que demuestra la necesidad de un abordaje integral y transversalizado.

Así pues, y también, la inseguridad y la violencia tiene impactos sobre la economía. 

La seguridad pública es un factor clave para la atracción de inversiones, tanto nacionales como extranjeras. Los inversores buscan entornos estables y seguros donde sus activos no estén en riesgo de ser dañados o robados. Un entorno seguro también promueve el desarrollo de negocios locales y el turismo, lo que puede estimular el crecimiento económico. Por el contrario, altos niveles de criminalidad pueden desincentivar la inversión, ahuyentar el turismo, y obstaculizar el crecimiento económico.

La seguridad pública también influye en la productividad laboral. En entornos inseguros, los trabajadores pueden sentirse temerosos o preocupados, lo que afecta negativamente su rendimiento laboral. Además, el crimen puede interrumpir las operaciones comerciales, causando pérdidas económicas significativas. La violencia y el miedo al crimen también pueden provocar ausentismo laboral y una mayor rotación de empleados, lo que incrementa los costos para las empresas.

Los costos asociados al crimen son elevados y pueden tener un impacto negativo en la economía de un país. Estos costos incluyen desde los recursos necesarios para el sistema de justicia penal (policía, cárceles, tribunales) hasta las pérdidas económicas derivadas de robos, vandalismo, y otros delitos. Incluso, las víctimas del crimen pueden experimentar pérdidas directas e indirectas significativas, tanto desde el punto de vista material financiero, como de daños psicológicos provocados por el trauma. 

Políticas Públicas: Integración de Economía y Seguridad

Las Políticas Públicas que promueven el desarrollo económico pueden ser una herramienta eficaz para mejorar la seguridad pública. Programas que fomenten el empleo, la educación y la inclusión social pueden ayudar a reducir las tasas de criminalidad al ofrecer alternativas viables a la población en riesgo. Por ejemplo, iniciativas para apoyar a pequeñas y medianas empresas en zonas marginales pueden contribuir a reducir la violencia al generar empleo y estabilidad económica.

La Educación y la capacitación profesional son esenciales para romper el ciclo de la pobreza y la criminalidad. Programas que ofrezcan educación accesible y capacitación laboral pueden reducir significativamente el riesgo de que los jóvenes recurran al crimen. La inversión en la Educación no solo mejora las perspectivas económicas de los individuos, sino que también fortalece la cohesión social, lo que a su vez mejora la seguridad pública.

Reformas en el sistema de justicia penal, orientadas a la rehabilitación en lugar de solo el castigo, pueden contribuir a reducir la reincidencia y mejorar la seguridad pública. Además, un sistema de justicia eficiente que garantice el estado de derecho es fundamental para el crecimiento económico, ya que crea un ambiente de estabilidad y confianza para los inversores y ciudadanos.

A modo de resumen, la relación entre la economía y la seguridad pública es compleja y multifacética. Ambos factores se influyen mutuamente, creando un ciclo que puede ser virtuoso o vicioso, dependiendo de las políticas implementadas. Para lograr un desarrollo sostenible, es crucial que los responsables de la formulación de políticas entiendan esta relación y diseñen estrategias integradas que aborden tanto los desafíos económicos como los de seguridad pública. Al final del día, una economía próspera y una sociedad segura son las dos caras de la misma moneda, y el equilibrio entre ambas es fundamental para el bienestar de cualquier sociedad.

(*) Economista.

FotoFoto: Javier Calvelo / adhocFOTOS

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