Gonzalo Perera
Evidentemente, el hecho de la semana es el triunfo de Lula en Brasil, que decíamos una semana atrás que era absolutamente necesario a nivel regional (e incluso internacional) para dar cobijo a la esperanza. Lula ganó, no de forma apabullante, pero sí de forma clara e indiscutible, con una ventaja de un 1,8% de los votos efectivos, lo cual equivale a unos dos millones de votos de diferencia (casi el electorado uruguayo entero). Si bien el fascista Bolsonaro no hizo ningún reconocimiento directo de su derrota, ordenó a su equipo comenzar la transición. Más aún, ante alzamientos producidos en muchos estados, donde militantes fascistas (entre ellos muchos camioneros) cortaron rutas, donde algunos hicieron el saludo nazi y otros tantos fueron a los cuarteles a pedir a los militares que dieran un golpe de Estado que impida el relevo presidencial, el propio Bolsonaro tomó distancia. Aunque no drástica, obviamente, diciendo que las protestas contra el sistema electoral las entiende y son acto de libertad de expresión, pero cortar rutas afecta la vida societaria. Algo así como: “Estoy con ustedes gente, pero ahora no es el momento”.
Obviamente, lo medular es que ganó Lula, y con él, el pueblo brasilero, los pueblos de la región y del mundo. Ganó además por un margen que no da cabida a que Bolsonaro pueda encontrar eco a nivel internacional para desconocer las elecciones.
Sin embargo, nos queremos ocupar aquí de algo que una semana atrás estimábamos posible, pero que con los datos a la vista, impacta. 58 millones de brasileros votaron a Bolsonaro, después de tenerlo todo un período en un gobierno que por momentos parecía autoparodiarse. Esa cifra impresionante que votó por un energúmeno fascista, obliga a pensar más profundamente un proceso que se está dando, con matices, en toda nuestra América Latina. Un proceso que consiste en dos corrientes: por un lado el viraje de buena parte de los países de la región a gobiernos de signo progresista, en algunos casos de segunda generación como Chile, y en otros, como Colombia, estreno absoluto. Pero al mismo tiempo, en todos nuestros países las derechas racionales (y a veces las propias fuerzas de izquierda) pierden adherentes o votantes que se vuelcan hacia partidos o movimientos de clara filiación fascista. Gobiernos progresistas enfrentando a duros núcleos fascistas puede ser el gran común denominador para la región en los próximos tiempos. Insistimos que con matices, con especificidades, con distintas intensidades, pero la tendencia general parece ser ésa. La pregunta es cómo actuar ante tal escenario.
Obviamente, las respuestas en diversas realidades específicas también deben tener sus particularidades y matices propios. Pero en todo caso, se buscan pautas generales, que luego puedan interpretarse en cada contexto.
Una reacción casi inmediata ante el crecimiento del fascismo es que amplios sectores del pensamiento progresista moderen su tono y busquen reducir la grieta, tender puentes, etc., rebajando contenidos programáticos para no irritar a “la bestia”.
Nadie aquí se va a oponer al diálogo, al argumento. Nunca vamos a confundir radicalismo con berrinche. Pero nos parece, muy sinceramente, que ante el fascismo, las rebajas programáticas de la izquierda no sólo no lo combaten, sino que incluso lo alimentan.
A nuestro juicio esto es un hecho ampliamente laudado por la Historia. Licuar las propuestas de los partidos de izquierda, ha sido, en la Europa de 1920-1940 o en la de comienzos de siglo XXI, un factor clave para el crecimiento de los movimientos fascistas o neofascistas.
Pero a su vez, esto no es coincidencia, sino que tiene que ver con las características, orígenes y formas de crecimiento del fascismo. Donde el elemento que queremos destacar es el muy fuerte componente de clases trabajadoras (enajenadas, obviamente, pero de extracción trabajadora) y capas medias bajas, que se incorporan a las filas fascistas y es, en general, sus incorporaciones lo que explica la expansión de las camisas negras o similares.
El fascismo, como expresión extrema de la imposición de los intereses del gran capital, siempre cuenta en sus filas con grandes empresarios o representantes del gran poder concentrado. Núcleo básico y muy duro, pero numéricamente reducido. Un segundo núcleo fundamental del fascismo es el de reducidos sectores de capas medias enfermizamente ideologizados, encendidos por el odio y el desprecio hacia el distinto, fervientes anticomunistas y antidemocráticos, muchas veces con pasado (o a veces frustración) militar. Siendo altamente ideologizados y de capas medias, este núcleo militante “de hierro” suele ser en donde seleccionan los fascistas sus referentes de masas, y sus “cuadros” a la hora de constituirse en partido. Estos dos grupos, que siempre están, aunque a veces intenten pasar desapercibidos, juegan un rol crucial.
Pero cuando el fascismo crece, es cuando estos núcleos permanentes encuentran vectores para propagar discursos de odio en las clases trabajadores y sectores populares. No se propagan institucionalmente, por grandes elaboraciones discursivas u opciones electorales muy seductoras, sino que, básicamente, se expanden en las raíces de la sociedad, desde múltiples ámbitos.
Pongamos un ejemplo: no es fácil ser camionero en el enorme Brasil. El diálogo camionero-camionero es quizás más frecuente que el diálogo entre el camionero y su familia. Y por soledad, por búsqueda de amparo, muchos camioneros brasileros en las últimas décadas se acercaron a las iglesias de denominación evangelista que han actuado como sembradoras de discursos terriblemente regresivos. Aparece un Bolsonaro, se difunde en las referidas iglesias, un camionero se lo cuenta a otro, éste a otro y al cabo de cierto tiempo es el candidato al que apoyan ciegamente y por el cual cortan rutas. Disculpando el esquematismo necesario para la síntesis de algo tan complejo: ¿Alguien piensa sensatamente que al camionero en cuestión le va a cambiar su postura el que el programa del partido de izquierda X o Y sea más moderado? Uno tiende a pensar que sólo será posible que cambie si otros camioneros que sean de izquierda (o personas de ámbitos de socialización que no le hagan poner “la guardia en alto”) hagan el trabajo de hormiga de desinstalar las “explicaciones” delirantes, las instigaciones al odio, etc. Para ello, una gran ayuda es que los partidos de izquierda fomenten y se acerquen a las organizaciones sociales, sus propuestas programáticas más profundas y se muestren capaces de “llevarlas”, mostrando que la izquierda no duda en afectar al poder para defender al trabajador, mientras que el fascista, llegado a ese punto, más allá de ladrar y mostrar los colmillos, obedecerá a la voz de su amo, defendiendo al gran capital aunque eso requiera pasarle por encima al trabajador que antes sedujo.
Al fascismo se lo combate de forma radical. No el radicalismo del discurso incendiario, sino el radicalismo de ir a las raíces. A las raíces de la sociedad y del campo popular, para hacer construcción programática no “para” estos sectores, sino “con” ellos. Siendo capaz de atacar las bases mismas del poder, de la explotación sistémica, para que así la comunicación de trabajador con trabajador, vecino con vecino, muestre la realidad más allá de los delirios y griteríos de los prepotentes para abajo y sumisos para arriba.
Una sociedad con raíces enfermas de fascismo, para curarse requiere una izquierda siempre fiel a sus raíces.
Foto de portada:
Concentración de militantes de Jair Bolsonaro en la ciudad de Santos, Brasil. Foto: Mauricio Zina/ adhocFOTOS.