El estancamiento económico en perspectiva
Rodrigo Gorga (*)
Uruguay lleva más de una década creciendo poco. Aunque hay bastante acuerdo en el diagnóstico de estancamiento, no sucede lo mismo con las causas ni con las salidas. Este artículo propone una guía para recorrer las principales interpretaciones de ese fenómeno y lo que podría implicar cada una para el nuevo gobierno y para el país.
Los desafíos son claros: bajo crecimiento, más desigualdad y tensiones sociales crecientes. Hay muchas personas –incluso con empleo– que no logran acceder a condiciones de vida dignas, con altos niveles de pobreza infantil y problemas en la seguridad que son urgentes atender. Ya no se discute tanto el diagnóstico, sino cómo interpretar estas trabas que parecen difíciles de superar.
Un ciclo que se agota
Miremos hacia atrás. Luego de la crisis de 2002, Uruguay atravesó una etapa de expansión (2005-2015) bajo gobiernos del Frente Amplio, con crecimiento económico, políticas distributivas y ampliación de derechos. Sin embargo, no se transformó sustancialmente su estructura productiva: se mantuvo la dependencia de materias primas y hubo escasa inversión en ciencia y tecnología.
Cuando el contexto internacional se tornó menos favorable, ese ciclo se agotó. Comenzó entonces una prolongada etapa de bajo dinamismo.
El Frente Amplio perdió en 2019. La coalición que asumió no logró revertir el estancamiento ni contener el deterioro social.
Al dejar el poder en 2025, lo hizo con una economía apenas más grande (1,4% de crecimiento anual) y con más pobreza, algo inédito en sus gobiernos.
Su desempeño no evitó el regreso del Frente Amplio. Pero el escenario ahora es otro: más incertidumbre global, menos recursos públicos y falta de mayorías parlamentarias. El FA vuelve con más desafíos y sin poder aplicar las recetas del pasado.
Aunque Uruguay sigue siendo institucionalmente estable, no es inmune a los cambios que afectan a otras democracias. La falta de respuestas a los problemas económicos y la sensación de que “no hay rumbo” han alimentado una crisis de representación en todo Occidente. La gente desconfía de los partidos y surgen nuevas fuerzas. Sectores como los trabajadores informales, precarizados o desempleados sienten que la política ya no los representa. La democracia ejemplar que exhibe Uruguay invita a diagnosticarnos como sanos, pero quizás sólo seamos asintomáticos.
No sería la primera vez que Uruguay atraviesa una etapa de estancamiento prolongado. Entre 1955 y 1972 el país vivió un proceso marcado por el freno en la producción ganadera y el estancamiento industrial, acompañado por graves desequilibrios macroeconómicos: déficits fiscales persistentes, crisis bancarias, inflación explosiva, endeudamiento externo y fuga de capitales. A este cuadro se sumaron devaluaciones reiteradas con la intención de reactivar las exportaciones, que terminaron alimentando aún más la inflación. Las tensiones sociales aumentaron: los trabajadores reclamaban aumentos salariales para compensar la pérdida del poder de compra y todos los actores con capacidad de presión adoptaron estrategias para defender su parte del ingreso. Así, se consolidó una economía sin crecimiento, con inflación estructural y con una distribución del ingreso en disputa permanente. La respuesta institucional fue cada vez más represiva: se congelaron precios y salarios, se interrumpió la negociación colectiva y se establecieron mecanismos de control directo. Este ciclo de estanflación, conflicto social y medidas de ajuste culminó en una crisis institucional profunda que desembocó en la ruptura democrática de 1973.
De esta forma, la que a comienzos de los años 50 era celebrada como la ‘Suiza de América’ terminó cayendo en una dictadura cívico-militar, con un sello autoritario con claro acento latinoamericano.
¿Qué lecturas existen hoy sobre el estancamiento?
Una brújula en disputa
Con espíritu de mapa más que de sentencia, propongo un esquema tentativo. No se trata de categorías cerradas, sino de trazos gruesos en un panorama incierto. En contextos de estancamiento, se intensifican los debates sobre cuáles son las trabas al crecimiento y cómo removerlas. Las distintas interpretaciones del estancamiento no son neutras: estructuran la discusión sobre los modelos de país que expresan las diversas fuerzas políticas y sociales. Por eso vale la pena detenerse a recorrerlas.
Una primera lectura, de corte más liberal o conservador, sostiene que el problema es que el Estado obstaculiza al sector privado. Se lo ve como un aparato grande, ineficaz y dominado por intereses corporativos, como los sindicatos. La solución sería mejorar el clima de negocios, bajar costos y enfocar el gasto en áreas como la educación.
Esta visión supone que el crecimiento, si se logra, traerá más empleo y mejores salarios.
Y ante los problemas sociales, como la inseguridad o la pobreza infantil, esta perspectiva apela a focalizar las políticas públicas en sectores vulnerables y reforzar el orden, entendiendo por ello la capacidad del Estado para contener el conflicto social y aplicar el punitivismo para atender situaciones de desborde. El concepto de orden que plantea no se limita al plano social, sino que también remite a una idea de estabilidad institucional y previsibilidad económica, y moral, asociado a valores como la familia tradicional.
Esta visión gana terreno cuando lo público se percibe como caro e ineficiente. En ese clima florece la figura del trabajador independiente como ideal: cada uno arreglándoselas por su cuenta en un mundo sin certezas ni amparo colectivo.
Frente a eso, otras miradas apuestan por un Estado activo, que no es freno sino parte de la solución. Estas pueden agruparse bajo el concepto de “crecimiento con distribución”, una familia de visiones que conviven dentro del Frente Amplio. Se concibe al Estado como un actor clave para sostener la cohesión social, corregir desigualdades y remover obstáculos al crecimiento.
Dentro de esta familia se ubica una perspectiva que busca reactivar la inversión y aumentar la productividad, sobre todo en el sector exportador. Se propone reformar sectores que sólo operan en el mercado interno (como las empresas públicas), para mejorar su eficiencia y reducir costos. Las reformas en áreas clave como la educación, el transporte y la salud deberían eliminar distorsiones y ampliar las soluciones basadas en el mercado.
Las empresas públicas, en esta perspectiva, deberían ser gestionadas con criterios más cercanos al sector privado: sustituir a sus directorios de designación política por equipos técnicos especializados, operar con mayor flexibilidad, e incluso, en algunos casos, abrir su capital a socios privados. No se propone una privatización directa, pero sí una transformación que las acerque al funcionamiento de una empresa privada, orientada por objetivos de eficiencia y reducción de precios, muchas veces en tensión con otras metas que priorizan los directorios de origen político. Las ganancias de eficiencia que se buscan permitirían reducir costos y, por esa vía, impulsar la productividad y el crecimiento.
No se trata de achicar el Estado, sino de hacerlo más eficaz: con mejor gestión, buena regulación y políticas públicas que alcancen tanto a los más pobres como a quienes están atrapados en trabajos de baja calidad. El crecimiento, aquí, no es sólo un medio: también es una condición para sostener la cohesión social en tiempos de escasez fiscal, sin grandes narrativas de conflicto de clase ni cruzadas por la liberación nacional.
Otra mirada, de perfil más desarrollista, plantea que no alcanza con crecer: es necesario cambiar la forma en que se crece. Propone transformar la estructura productiva mediante planificación, políticas industriales e inversión en ciencia y tecnología. El objetivo es diversificar la matriz exportadora, generar empleo calificado, reducir la vulnerabilidad externa y avanzar hacia un país más soberano.
Para lograrlo, el Estado debería captar una mayor parte de la renta de los recursos naturales y no depender del tipo de cambio bajo como única herramienta para redistribuir ingresos. Esta política mejora los salarios reales en dólares, pero perjudica a sectores industriales que no pueden competir con el agroexportador.
Hace falta un Estado más presente, dispuesto a orientar el rumbo. Esto implica una reforma tributaria progresiva que grave al gran capital y revise las exoneraciones fiscales. Sin embargo, hay riesgos: si el Estado es capturado por intereses corporativos, sus políticas pueden volverse trampas. Por ejemplo, cuando un subsidio útil en su momento se convierte en un privilegio intocable.
Final abierto
El nuevo gobierno todavía no ha definido cómo encarará su versión del “crecimiento con distribución”. Hasta ahora no se ha planteado una estrategia nacional de desarrollo que articule políticas industriales y planificación. Tampoco se ha discutido el uso del sistema tributario como herramienta frente a las restricciones fiscales.
Este desenlace no está escrito. Dependerá también de lo que hagan otros actores, como los trabajadores. La crisis actual tiene una marca: la fractura entre distintos tipos de trabajadores. Hay asalariados formales con derechos, pero también muchos informales, cuentapropistas, precarizados y personas desempleadas, que no se sienten representadas ni por el Estado ni por los sindicatos. Algunos se identifican más con la figura del emprendedor individual que con un proyecto colectivo.
Para ellos, una transformación productiva puede parecer algo lejano. Y sin embargo, es ahí donde se juega buena parte del futuro: en si ese malestar disperso se convierte o no en una fuerza colectiva capaz de disputar el rumbo del país.
Toda historia se ensaya primero en la imaginación. A veces, mientras imaginamos al otro, también estamos siendo imaginados por él.
(*) Economista.